Mensaje del kuraka

Primero de octubre del 2003
[Ciberayllu]
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Escribo un editorial automático, tardío, obligatorio. Queda advertido el lector.  Pienso, primero, en una cruz en una avenida muy cerca de mi casa, frente al supermercado más moderno de la región que se levanta, enorme, donde hasta hace pocos años había una pradera de pastoreo. La cruz conmemora, a la manera latinoamericana, a una persona muerta en un accidente de tránsito. Muy cuidada y adornada con brillantes flores artificiales, está ahí hace varios meses. Dice simplemente «Mother, Wife». Hace una década no se veían esas cruces en esta parte de los Estados Unidos. Hoy son muy comunes, no sólo en autopistas centrales, sino en carreteras secundarias.

Y esto viene al caso porque entre setiembre y octubre se celebra en los Estados Unidos el «Mes de la herencia hispánica», que traducido quiere decir algo así como el mes latinoamericano. En el estado de Misuri —donde se arma Ciberayllu— y en otros estados del centro de este enorme país, la población hispanohablante se ha duplicado en los últimos 12 años, y ya no son raros los letreros bilingües ni otros signos de que la cultura está cambiando: periódicos en castellano, partidos de fútbol de fin de semana donde recios mestizos de nuestra América ocupan muchos campos de deporte (cerca al reactor nuclear de la universidad hay una cancha de fútbol donde dos veces a la semana se juntan hispanohablantes de muchas latitudes: «The Reactor Aliens» es el nombre de su equipo: «Los alienígenos del reactor»), secciones de música latina en casi todos los lugares donde se vende música. Lo interesante es que estos inmigrantes están en todas partes del estado, y no sólo en las dos grandes ciudades: el fenómeno se da en más de 100 de los 120 condados del estado. La globalización del trabajo se hace presente en cada rincón de la metrópolis. Y quienes vivimos acá hace tiempo, hablando la lengua que es la parte fundamental de lo que nos hace latinoamericanos, de una u otra forma nos involucramos para ayudar en esta transición a una cultura más diversa.

Va la cosa, entonces, por partida doble pero por caminos muy distintos: la cultura de las cruces la adoptan los «anglos» porque les gusta, porque es una forma bonita de recordar a quienes se quiso bien. Hoy son cruces en avenidas y autopistas, y decir «cojones» entre empleados de compañías de computadoras; antes fueron tacos, burritos y quesadillas y decir «hasta la vista». Pero la globalización del trabajo es otra cosa pues, si bien es obvio que la economía de este país requiere los servicios de la mano de obra barata que América Latina proporciona más que nadie, lo hace un poco a regañadientes y con una esquizofrenia legal que suele darse con mucha frecuencia en esta cultura de leyes y abogados. Por un lado, tanto las grandes corporaciones agroindustriales como los pequeños restaurantes de propiedad familiar contratan a hispanohablantes, con documentos o sin ellos; y por otro lado, la comunidad receptora —para usar un término de la jerga de estudios sobre inmigración— tolera a veces, molesta a veces, a los recién llegados. Época llena de indecisiones, pero la fuerza del cambio demográfico (que esta vez viene con idioma propio y no tan renunciable como el que hace unos cien años trajeron alemanes, italianos y escandinavos) parece ser muy grande. Menos mal. De este modo, por lo menos algunos latinoamericanos se podrán beneficiar siquiera un poquito de los ingentes ahorros que religiosamente envían nuestros compatriotas a los bancos estadounidenses. Pero ésa es otra historia.

(Decisiones, América Latina: dónde vivir, dónde ahorrar, dónde plantar las cruces de nuestros muertos, cuándo mandar al tacho lo que no sirve más. Dónde cerrar capítulos y abrir otros nuevos, siempre de final incierto, como en la escritura automática de alguna novela que no se parezca a Rayuela, el libro del gran hermano donde los capítulos no se abren ni se cierran. Me agrada verte tomar decisiones, América Latina, y no dejarte estar; me enorgullece verte levantar la cabeza, buscar la verdad, planear tus pasos siguientes, tuyos tuyitos. Y me hace feliz cuando me entero, me enteras a pesar de la distancia.)


Setiembre ha sido un mes eminentemente literario en Ciberayllu. Veamos.

Empezamos el mes con un nuevo cuento del argentino Carlos Powell, que desde su Estelí nicaragüense nos envía una historia de un escritor que pone a prueba su verbo en peculiar combate contra... ¿una oficina de catastro urbano? También en narración, Claudia Ulloa Donoso —a quien tuvimos el gusto de conocer personalmente en Lima—, y ya de vuelta la ciudad noruega donde vive, más allá del círculo polar, muestra su educación televisiva, presentándonos un texto a la manera de un documental, en el que la protagonista observa al fuego purificador, y a su propia vida.

La poesía nos vino primero de la pluma de José Donayre, poeta peruano a quien damos la bienvenida: en un largo poema, nos habla del fantasma de una mujer que se manifiesta en recuerdos escondidos en cada momento, esquina y color.

Y luego, hacia el final del mes, tres poetas peruanas juntaron unos inéditos en un solo paquete: Victoria Guerrero puso dos escritos, uno en prosa y uno en verso; Ericka Ghersi contribuye con seis poemas con encuentros diversos; y Roxana Crisólogo, otra colaboradora de Ciberayllu a quien este editor conoció personalmente en julio, se puso dos más.

También de interés muy literario, Miguel Rodríguez Liñán vuelve a nuestras páginas con un comentario sobre la obra póstuma de Arguedas, escrito a propósito de una visita parisina de José Luis Ayala, escritor puneño.

Un poeta recuerda a otro poeta: Frido Martín escribe una nota sobre el gran Wáshington Delgado (1927-2003), uno de los grandes poetas peruanos del siglo XX, fallecido en setiembre.

Finalmente, la noticia sobre el libro La ciudad en la obra de Julio Ramón Ribeyro, por Eva Valero Juan.

Y eso es todo por ahora.

Domingo Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu
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Para citar este documento:
Martínez Castilla, Domingo: «Mensaje del kuraka, octubre 2003», en Ciberayllu [en línea]

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