3 agosto 2003

Sueños de escritor

Cuento

[Ciberayllu]

Carlos Powell

 

Desde su adolescencia, Roberto Espinoza, hijo de españoles emigrados a Francia al final de la guerra civil española, tuvo un sueño que no lo dejaba en paz: llegar a ser escritor. Escribía y escribía cuentos, poesías, relatos, letras para canciones, lo que fuera y, cuando no tenía inspiración para estas cosas, escribía largas cartas a amigos o familiares en las que volcaba toda la frustración de su alter ego creativo.

Como todo pretendiente a escritor, estaba convencido que dicho estatus se alcanza con la publicación de un libro. A medida que pasaban los años y no lograba esa publicación, aumentaba su desilusión. Frecuentaba talleres literarios, cafés literarios, cenáculos literarios, amigos literarios, leía revistas literarias, miraba programas literarios, películas sobre personajes literarios. Y no se daba cuenta de que, sin haber publicado un solo libro, en realidad llevaba una vida de escritor.

Pero, se preguntaba incesantemente, ¿llevar una vida de escritor es ser escritor? ¿Qué es ser escritor? ¿Escribir textos creativos y originales? ¿Vivir de su producción literaria? ¿Publicar libros? ¿O sería quizá, simplemente, ver la vida a través de un prisma particular, por el cual todas las cosas, las personas y los acontecimientos se transforman en materia literaria? El mundo, se decía, estallando en un poema, urdiéndose en un cuento o tramándose en una novela. Las obras estarían esperando escondidas dentro de la realidad, y la responsabilidad del escritor —siguiendo la metáfora davinciana— sería des-cubrirlas, quitándoles con paciencia y cincel, aquello que impide verlas al observador común.

Es verdad que la obra ya terminada y expuesta a los ojos del público puede (¿debe?) significar una experiencia estética, de distinta índole según la sensibilidad de cada persona, generando ya sea placer, reflexión, o rechazo. Sin embargo, ¿cómo explicar la admiración ciega que puede llegar a despertar en sus seguidores un determinado autor, si no emparentamos los trabajos del artista con las proezas acometidas por los auténticos exploradores (des-cubridores), que se lanzan temerariamente a una aventura de la que nadie puede saber si saldrán ilesos, derrotados o victoriosos? ¿Qué busca el explorador que se interna en un mundo desconocido y peligroso? ¿Busca o se busca? ¿Quiere, generoso, hacer un don a la humanidad? ¿Desea fama, prestigio, adulación? ¿Compensaciones materiales? ¿Acaso Cristóbal Colón no había pactado con la Corona un 20 % (que jamás percibió él ni su familia) de todo lo que des-cubriera?

Estaba convencido de que aunque muchos escritores ya realizados lo negaran y lo ocultaran, todos escribían para ser publicados, leídos, reverenciados y remunerados. Y todos vociferaban contra la humanidad (excepto los de cuna aristocrática) por la miseria material en la que vivían mientras eran desconocidos. Pero, ¿ser publicado es una garantía de ser leído? Si dos personas han escrito novelas, una de ellas las ha publicado y la otra no, ¿cuál de las dos es más escritor? ¿A Marcel Proust no le rechazaron el manuscrito de A la recherche du temps perdu alegando que estaba pésimamente escrito? Inversamente, que un libro se venda mucho, ¿no depende en algunos casos de cosas fortuitas, o de la campaña publicitaria que haga la editorial, más que de su calidad?

Esos eran unos asuntos harto polémicos, lo sabía por artículos que había leído. El problema central era esclarecer la relación entre escribir y vivir de la escritura. Los periodistas —reflexionaba nuestro atribulado pretendiente a escritor— viven de lo que escriben, sí, pero eso no les da, per se, estatus de escritor. Roberto había trabajado en un periódico como corrector de pruebas y sabía perfectamente los abismos de mediocridad de la redacción de muchos periodistas que firmaban sin ninguna vergüenza sus notas. Además de que él les corregía los cuantiosos y garrafales errores ortográficos.

En medio de todas estas tormentosas reflexiones —de nunca acabar— y de sus cotidianos padecimientos materiales (sobrevivía haciendo todo tipo de trabajos), Roberto recibió un día una gran noticia: una tía lejana que acababa de fallecer le había dejado, inesperadamente, una suma de dinero en herencia. No entendía en mérito a qué. Le costaba aceptar la gratuidad del gesto, sobre todo teniendo en cuenta la lejanía del vínculo. Pero cuando supo por medio del abogado de cuánto se trataba, estuvo a punto de sucumbir a un síncope: había suficiente para comprar una parcela y, por lo menos, intentar realizar su segundo sueño: construir su propia casa (lo que sus padres jamás habían logrado hacer). Dejó pues de buscarle justificaciones al asunto, y fue a cobrar el dinero.

Precisamente, en esos meses había conseguido un empleo estable, y decidió hacer todos los sacrificios posibles a fin de conservarlo y poder ahorrar para la construcción. Parecía que la vida empezaba a sonreírle. Como empleado tenía el derecho —y el privilegio (esa fue la palabra que utilizó el banquero)— de solicitar un préstamo. Se puso en campaña y encontró un terrenito en un barrio tranquilo («propicio para un escritor», pensó). Tuvo la suerte de tratar directamente con la propietaria de la parcela, una señora viuda a la que, tras varias visitas, logró convencer de que le rebajara sustancialmente el precio del terreno. Fue una victoria personal. Se hicieron los papeles, y Roberto —nuevo propietario— pasó el sábado más feliz de lo que llevaba vivido hasta ese momento: hizo un pic-nic a la sombra de uno de los árboles que había en su terreno. Esa misma noche escribió un poema.

Algunos meses más tarde, le llegó una notificación del Fisco local. «Qué extraño», pensó, «he pagado todos los impuestos para la compra». El Fiscal le ponía día y hora, como un director de escuela cita a un alumno a su despacho, sin explicaciones. Viniendo de uno o del otro, en la mayoría de los casos la cita no es deseable. Se presentó con cierto temor. Lo recibió un señor que protocolariamente le indicó una silla y al cabo de treinta segundos, habiendo adoptado un tono paternal, le anunció que el precio que él había pagado por su parcela no coincidía con el precio catastral de la zona donde se encontraba.

—¿Y eso qué significa? —atinó a decir Roberto, que no entendía nada de esas cosas.

—Que usted pagó menos de lo que debería haber pagado.

Roberto contestó con la inocencia típica del ignorante:

—Fue una victoria personal, algo que logré después de muchas conversaciones con la dueña del terreno. No veo qué tenga de criticable.

—No tiene nada de criticable, al contrario. Lo que quiero decirle —le extendió un documento— es que los impuestos que usted tiene que pagarle al Estado no se calculan en base al precio que usted logró negociar, sino en base a lo que el Estado considera que debería haber pagado. No le estoy solicitando que pague más por el terreno, sino informándole que hay una diferencia, a nuestro favor, de catorce mil doscientos treinta francos con veinticinco centavos de impuesto entre lo que usted pagó y nuestro cálculo.

Roberto palideció. Luego transpiró. Tosió para tratar de ganar tiempo. Frente a él, un hombre impávido lo observaba sin pestañear. Pero Roberto, increíblemente, reaccionó:

—¿Se puede disentir de lo que dice usted? ¿Acaso no estamos en una sociedad que propugna el libre juego de la oferta y la demanda?

—No personalice, esto no lo digo yo, lo dice el Estado. Por supuesto que puede disentir, estamos en un Estado de derecho y de respeto a las libertades. Ahí tiene el documento donde se le notifica lo que adeuda, y es sobre la base de este documento que usted tiene que escribir una carta alegando lo que considere pertinente. Pero le advierto que es una empresa... —Roberto pensó que diría «utópica» — poco frecuente. Mire —dijo, señalando una pila de documentos—, usted no es el único.

De todo lo que había dicho el funcionario en su extensa alocución, Roberto había captado tres palabras claves para él: escribir una carta. Él sabía hacer eso.

—¿A quién tengo que convencer? —dijo súbitamente desafiante.

—A mí —contestó secamente el funcionario, percibiendo el tono.

—Usted dijo que no era el Estado —repuso Roberto, azuzado por la confrontación.

—Lo represento —repuso conclusivamente el hombre, y se levantó.

Roberto entendió que la entrevista había terminado. Salió de la oficina atribulado. Era la primera vez que tenía un encuentro del tercer tipo con esta entidad inmaterial que es el Estado. Aquella noche tuvo una horrible pesadilla: el Estado se le apareció como una inmensa máquina llena de engranajes, y vio su mano derecha —la que había utilizado para firmar el acta de compra de la parcela— siendo atrapada en ellos. Lentamente, la máquina iba tragando el brazo. Después seguía el resto del cuerpo. Justo antes de que entrara la cabeza, oyó al Fiscal riéndose, y se despertó.

Pero poco a poco, una idea empezó a posesionarse de su espíritu: aunque fuera «una empresa poco frecuente», según el eufemismo del funcionario, él escribiría esa carta, y determinó dos motivos esenciales: uno, que tenía garantizado un lector; y otro, que, de convencerlo, su carta valdría ni más ni menos que catorce mil doscientos treinta francos con veinticinco centavos. ¡Más de lo que cualquier articulista pudiera esperar, al más alto nivel! ¿Por qué se privaría de este desafío, si de todos modos estaba entre la espada y la pared?

En las semanas siguientes, Roberto escribió y rescribió la carta unas veinte veces. La trabajó con pasión, como si fuera un poema, o mejor dicho, como un documento que pasaría a la posteridad, que sería archivado y luego encontrado por algún investigador, el cual la sacaría a la luz, la publicaría en una investigación que llevaría por título «Escritores anónimos» o algo así, y miles de personas caerían en la cuenta de que Roberto Espinoza había sido un escritor...no reconocido. Luego —póstumamente, como Van Gogh— vendrían a buscar a su casa los poemarios que las editoriales habían rechazado, los cuentos que no habían sido premiados. Quizá hasta se fundaría un concurso literario de «Cartas al Fisco», máximo tres cuartillas mecanografiadas, doble interlínea, por quintuplicado.

Un tiempo después de haber enviado la carta, tal y  como requerían que se hiciera, es decir, por correo certificado y con aviso de entrega, recibió una notita de una sola frase del funcionario, convocándolo nuevamente.

Al presentarse esta vez, sorpresivamente, el hombre le extendió la mano con un esbozo de sonrisa. Volvió a indicarle la silla cortésmente.

—Leí su larga carta —comenzó diciendo.

Roberto no sabía en ese momento si tenía delante al funcionario del fisco local o al editor de alguna editorial que lo habría convocado para valorar sus poemas. Creyó notar algo significativo en la manera de pronunciar la palabra larga, como si se hubiese detenido una milésima de segundo más que en las otras. Recordó (tarde quizá) los consejos graciánicos de lo bueno y corto dos veces bueno. Pensó en el cuento de siete palabras de Augusto Monterroso.  Prácticamente se había olvidado de los catorce mil doscientos treinta francos con veinticinco centavos, y estaba suspendido a los labios del hombre, a la espera de algún comentario estilístico. Pero el funcionario dijo:

—De todos los argumentos que usted detalla y de todo lo que dice aquí —Roberto notó la repetición de la palabra «todo» y sumándola a la anterior «larga», resonó como «mucho»—, hay un solo punto que puedo tomar en consideración: el poste del tendido eléctrico que menciona al final y que está dentro de su propiedad. No quiero decir que el Estado no tenga el derecho de poner un poste dentro de una propiedad privada: quiero decir que entiendo que ese poste pueda haber hecho bajar el precio de la parcela y por lo tanto se sale de las características catastrales del sector. Como le dije, no es frecuente que suceda, pero en este caso, tenemos que reconsiderarlo.

—Y lo demás de la carta, ¿no está bien? —susurró apenas.

—Son consideraciones irrelevantes jurídicamente.

Roberto ni siquiera se daba cuenta de que el hombre estaba a punto de perdonarle un cobro de catorce mil doscientos treinta francos con veinticinco centavos, más bien quería saber si su carta estaba bien escrita, si sólo un miserable poste de tendido eléctrico lo había convencido, o era el tono general, las figuras de estilo que había empleado, la fuerza de la escritura.

—Entonces, ¿lo he convencido?

—Es lo que estoy tratando de decirle.

—¿O sea que mi carta vale catorce mil doscientos treinta francos con veinticinco centavos? —insistió aún Roberto.

El funcionario acababa de hacer un trazo en diagonal sobre el documento por el cual el Estado le reclamaba el pago. Iba a escribir algo encima cuando escuchó el comentario de Roberto. Levantó la cabeza y lo miró fijamente con una expresión casi de desconcierto. Su mano suspendida en el aire con el lapicero como un pincel a la espera del próximo gesto, por un instante se hubiera podido pensar en un pintor observando detenidamente a su modelo. En realidad, el fiscal se preguntaba si estaba tomando una decisión correcta. Por fin, con un suspiro, respondió:

—No es su carta lo que vale catorce mil doscientos treinta francos con veinticinco centavos, sino esta palabra que voy a escribir yo ahora —y con ese aire condescendiente de los poetas celebrados que escriben una dedicatoria impersonal sobre un ejemplar que le extiende un admirador, el funcionario escribió «ANULADO» en grandes letras sobre el documento.

A continuación, se levantó y le extendió la mano. Cortésmente. La entrevista había concluido. Los sueños literarios de Roberto Espinoza también.

* * *

Estelí, Nicaragua, junio 2003


© 2003, Carlos Powell
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Para citar este documento:
Powell, Carlos: «Sueños de escritor. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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