24 setiembre 2003 |
DocumentalCuento |
Claudia Ulloa Donoso |
El locutor con voz grave describe cómo un chamán exorciza el alma de un poseído, quemando hojas de coca entre piedras con cal. Miro con atención el rito; escucho los rezos del viejo curandero y veo temblar al hombre endemoniado; esta pálido. Siento un ligero cosquilleo en la pierna derecha.
Eso es todo mentira; cosas de ignorantes...
Tomas el control remoto del televisor y pones un partido de fútbol. Te sientas al filo del sillón, apoyas tus manos sobre tus rodillas y ahí te quedas inmóvil; sólo tus pupilas marrones se mueven siguiendo a la pelota. La luz del televisor que emite un resplandor verde césped hace que te veas como un sapo a punto de cazar una mosca. Tu vientre que se infla lentamente cada vez que inhalas, sobresale entre tus piernas dobladas. Casi ni respiras. Me gusta observarte en momentos como éste, tan quieto y silencioso que te conviertes en otra persona: sería perfecto si me mirases ahora directamente a los ojos; pero sigues pegado a la pantalla. Pienso que si te tapara la nariz por unos segundos, morirías sin reaccionar por falta de aire.
Desde la cocina, la narración del partido se convierte en voces y barullos, molestos e imposibles de entender; como si el comentarista deportivo y el estadio completo hablasen con la boca dentro de un vaso.
Enciendo la hornilla y pienso: elemento purificador, liberador... Acerco mis muñecas al fuego y las quito de inmediato. Maldigo en silencio mientras mi piel se enrojece bajo el chorro de agua fría. Vuelvo al fuego y pongo la sartén para freír el bistec; recaliento una sopa, tuesto pan.
La cena está lista.
El partido no acaba y, justo ahora, el equipo rojo ha marcado un gol. Gritas, le sonríes a la pantalla, estrujas tu bufanda roja y la besas, mueves las manos agradeciendo al cielo y saltas como un mono excitado.
Regreso entonces a la cocina y enciendo nuevamente la hornilla. Contemplo las pequeñas llamas formando un círculo perfecto, en un color azul tan brillante que difícilmente se podría encontrar en otro lado. Las cuento una por una y resulta que son veintinueve, como mis años. Me relajo un momento.
¿Qué haces ahí mirando el fogón como una zonza? Desperdicias el gas...
Rompes el leve trance, la desconexión momentánea del mundo, el contacto fugaz con mi interior que tú no conoces.
Bebes un trago de cerveza helada; protestas y resoplas porque la sopa está tibia. Observo por un momento a los futbolistas con el torso desnudo que ahora intercambian sus camisetas sudadas; sus cuerpos parecen ser de cera. Vuelvo al canal de los documentales. Finalmente, el hombre ha sido exorcizado; sonríe, se siente libre y agradece al chamán y al fuego de la madre tierra por haberlo liberado.
El fuego purifica las almas en la India...
El ruido que haces con los cubiertos al chocarlos con el plato, el sonido de tu garganta al tragar la cerveza y el crujir del pan, me desconcentran cuando trato de entender por qué esos nativos danzan descalzos sobre brasas al rojo vivo.
¿Vas a seguir viendo esa mierda? Cambia, pon las noticias...
Sostengo con fuerza el control remoto entre mis manos calientes y continúo viendo el documental que muestra ahora la erupción de un volcán asiático. La lava es expulsada con furia. En las imágenes, algunos aldeanos con expresiones de molestia y susto, explican lo difícil que es el día a día viviendo en las faldas de un volcán tan violento e impredecible; pero al que, curiosamente, adoran al mismo tiempo.
Me voy, no aguanto digo.
No me escuchas, porque estás empeñado en encontrar los fósforos para fumar tu cigarro insoportable de sobremesa.
Enciendes el fósforo. La llama tiene vida; se mueve y la he contemplado desde el momento de la combustión. Etérea, iluminando toda la sala. Pero ahora maldices porque, torpemente, te has quemado un dedo antes de poder encender el cigarro. El documental acaba; dejo el control y me voy. El portazo suena como la erupción del volcán vomitando ira desde la profundidad de sus entrañas.
En la calle, las luces de yodo anaranjadas, son como inmensas antorchas que se levantan en un desfile de soldados medievales; coloreando el cielo de matices rojizos. La avenida parece arder y, a lo lejos, la niebla de junio se transforma en humo rosado de un fuego extinguido que alguna vez fue violento.
El cansancio me lleva a sentarme al borde de un muro muy alto, desde donde puedo ver las arterias de esta ciudad colorada. Descuelgo mis piernas al vacío y las muevo como un par de péndulos alegres. Cierro los ojos y aspiro el aire tibio y húmedo, con ese olor a quemado, tan peculiar, que sólo se puede percibir en la tranquilidad de un lunes a las tres de la madrugada.
© 2003, Claudia
Ulloa Donoso
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