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Las visitas al país de uno suelen ser tiempos de reflexión e incertidumbre, dos ingredientes que adquieren un sabor más extraño cuando se mezclan con la anticipación de abrazos, vidas, rostros y paisajes que convierten la mente en un collage involuntario, placentero con resabios de melancolía. La reflexión es, en el caso de este editor, sobre la vida de uno en cuanto migrante: una especie de evaluación de lo que es, frente a lo que podría haber sido. Y sobre lo que será, que es cada vez más corto. Se puede intentar, al vuelo, una taxonomía. Para algunos emigrantes, la decisión de irse a otro lado puede haber existido casi siempre, como parece ser el caso de tres cuartas partes de los jóvenes del Perú —según encuestas, algunas recientes y otras no tanto, creo que mayormente urbanas—, quienes llegan muy pronto a la conclusión de que el país nuestro no les ofrece tanto como otros países. En otras palabras, no ha habido mucho tiempo de aquerenciarse, y no hay sensación de que se vaya a perder mucho al expatriarse, y sí al quedarse. Otros emigrantes son los que un día se dijeron «¡Basta!», los que aguantaron todo lo que pudieron, hasta que un grano de arena inclinó el fiel de la balanza hacia el desarraigo, sea por razones económicas —probablemente las de la enorme mayoría de los más de dos millones de peruanos y decenas de millones de latinoamericanos expatriados— , o por cuestiones éticas, profesionales, filosóficas u otras que, en todo caso, marcan una decisión personal de poner de cabeza al refrán, optando por lo incierto por conocer frente a lo malo conocido. Y hay otros emigrantes, probablemente los menos hoy y mucho más comunes hasta hace unas tres décadas, que se iban por odio —perseguidos políticos abundantes en nuestra América—; por amor a un hombre, a una mujer o al arte; por temor a la justicia; porque querían hacer mundo, o porque nunca terminaron de regresar, simplemente extendiendo las ausencias hasta hacerlas permanentes, a veces sin saberlo —o sin aceptarlo— nunca. «Volver», vaya con el verbo de marras, título de tango y de bolero ranchero y, por supuesto, base del peruano «Todos vuelven», vals que hace unas décadas cantaban obligatoriamente los peruanos de lo que no era aún una diáspora: canciones nacidas de la nostalgia y el desarraigo, con la cada vez menos frecuente, pero siempre latente, pregunta: ¿será posible volver? ¿Será...? (¿Será, América Latina? ¿Estará aún tu regazo tibio disponible para descansar la mejilla del amante tanto tiempo ausente? ¿Querrán tus dedos aún jugar con mis cabellos cada vez más ralos? ¿Podré aún despertar deseo y conflicto, calor y escalofrío? ¿O será que, de tanto no estar, soy prescindible como casi todos los mortales? No importa, al sur eres mi norte, como creo que ya dije o pensé o escribí o musité o simplemente creí. Desde tu seno escribo esta nota dulce.) Material extenso y colaboradores nuevos llegaron a Ciberayllu en julio. Veámoslo. Tres ensayos de nuevos autores contribuyen al entendimiento de la realidad andina, pasada y presente, subrayando aspectos sin duda poco conocidos para la mayor parte de nuestros lectores. Ampliando las latitudes de Ciberayllu, llega de Corea del Sur un trabajo etnolingüístico de Francisco Carranza Romero, que ofrece un inventario detallado del mundo de los muertos en la población andina quechuahablante. Luego, desde el Tucumán, la estudiosa María Jesús Benites discute en detalle la Instrucción de Titu Cusi Yupanqui, documento que en 1570, dicta el rebelde hijo de Manco Inca, jefe de la resistencia cusqueña de Vilcabamba. Y hacia fin de mes, de Edgar Montiel, filósofo afincado en París, aparece un ensayo sobre la sorprendente importancia y duradera influencia que los escritos de Inca Garcilaso de la Vega y otros cronistas de Indias tuvieron en la formación de las concepciones utópicas del renacimiento europeo. La creación literaria viene en dos cuentos muy breves. El primero, de Gabriel Rimachi Sialer, relata los momentos en los que se graban en la conciencia las memorias más imperecederas. Y el segundo, de Giovanna Rivero Santa Cruz, muestra la importancia de los ingredientes en las recetas familiares de cocina. Alberto Mosquera Moquillaza, que sabe de la Lima que se fue y de la que es, ofrece un panorama de la vida del intelectual peruano de la primera mitad del siglo XX, incluyendo desde bares hasta ideologías. Desde México, donde ahora vive, Óscar Ugarteche comparte sus impresiones de una visita reciente a Nueva York, ciudad de la que guarda toda clase de recuerdos y paisajes, algunos que ya no existen en este milenio de temores. Por su lado, el chimbotano Miguel Rodríguez Liñán transmite, desde Francia, los ecos del congreso de narradores peruanos, que llegaron hasta su vida de escritor meses antes de que empezara. Hasta el próximo mes, queridos lectores, cuando vuelva al norte para mirar al sur. Domingo
Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu © 2005, Ciberayllu, Domingo Martínez Castilla. Todos los derechos reservados. Para citar este documento: |
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