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18 julio 2005

New York Blues

Óscar Ugarteche


La ciudad donde más años seguidos he vivido, fuera de mi natural Lima, es Nueva York. Siete años de mi vida adulta en dos tandas. La primera de cuatro, a fines de los años 60, cuando Marshall MacLuhan deambulaba por las universidades hablando de los medios de comunicación como un mensaje, y las ondas expansivas de la muerte de Martín Luther King y de Malcolm X —ambos asesinados en la tierra de la libertad por proclamar que los negros eran iguales a los blancos— llegó a las universidades privadas del norte y los primeros estudiantes negros llegaron a la mía. Cuando un grupo de parroquianos de un bar de Christopher Street esquina de la sétima avenida,  llamado el Stonewall, agarraron a patadas a los policías que ingresaron a sacarlos para meterlos en el bote por estar en un lugar frecuentado por maricones. Ser marica entonces era estar al filo de o contra la ley. Fue también cuando Germaine Greer sacó sus primeras publicaciones que terminaron siendo el manifiesto de la liberación de las mujeres. Nueva York era en esos años un avispero de ideas y de gente. Wall Street era una zona de veinte manzanas cuyos ejes eran la calle con ese nombre que iba de este a oeste, y Broadway que la cortaba de sur a norte y en los inmensos edificios que la habitan trabajaban analistas financieros, analistas económicos, abogados, agentes de bolsa, casas de corretaje, asesores financieros, y todos los bancos del mundo y sus oficinas de representación. Era la capital financiera del mundo y todos lo sabíamos. Las marchas contra la guerra de Vietnam terminaban allí porque ése era el corazón del imperio. Bloquear Broadway a la altura de la Rectoría, como se llama la iglesia que preside sobre Wall Street, era crear un caos vehicular en la zona más densamente poblada en horas de trabajo del mundo, con calles estrechas y edificios muy altos construidos en las décadas de los años 20 y 30.

La calle 42 desde la Quinta Avenida hasta la octava era un pasaje por la sordidez de la pornografía, de la prostitución, de las drogas, donde filmaron Midnight Cowboy como narración de la vida de esas calles. Más arriba estaban las calles malas de Down Those Mean Streets, que cuenta cómo se forman las pandillas de negros que peleaban contra las pandillas de puertorriqueños en Harlem, allí por la 110 donde el Harlem español tenía frontera con el negro. Era un Nueva York vital, lleno de neuróticos, donde el Parque Central reunía gratis a gente de todos los colores que expresaban el fracaso del Beyond the Melting Pot que triunfalmente Daniel Patrick Moynihan había anunciado como el logro del sueño americano. Nadie se mezclaba pero todos estaban juntos. Los camareros de Sardi’s, el restaurante de la calle 44, casi único lugar abierto en la zona de los teatros para cenar luego de la función,  eran italianos y los apoyos que sirven el agua, el pan y retiran la mesa, eran negros.

Regresé ocho años más tarde como profesional a trabajar. Siempre quise volver a trabajar como profesional porque como estudiante la vida se reducía a ir a los museos, eventualmente a la ópera y a la filarmónica a un asiento incómodo, y a tomar una (léase «1») cerveza en el Blue Note o en el Village Gate o Village Vanguard, escuchando a los padres del jazz instrumental y a las madres del blues vocal. Efectivamente retorné metamorfoseado como banquero de inversión, apenas publiqué mi primer pequeño libro en 1980. Quizás nunca se termina de descubrir la magia peruana pero la distancia es un estupendo catalizador para ver las virtudes y defectos que tenemos. Era un momento cuando la salsa estaba en pleno auge, y los salsódromos eran los centros del mundo donde los caribeños puertorriqueños, cubanos, dominicanos y los recién llegados peruanos, colombianos, etc. sudaban la esperanza del sueño americano. El Village seguía siendo el lugar de la década anterior, barrio pobre, de bares y cafés, de teatro off-off-Broadway, de poesía en espacios diminutos, de ecos de Jack Kerouac y los malditos de los cincuenta. La calle 42 era un asco y salir del teatro era para correr al taxi, para de allí ir a cenar a otro lado. Sardi’s sobrevivió esa época por los turistas, me imagino. La violencia en Hell’s Kitchen, como se llama la zona «residencial» hacia la octava avenida a esa altura, estaba en los periódicos todos los días. Los muertos de cuchillo y bala iban en proporción directa a la cantidad de asaltos y a la venta de drogas en la calles. Era una ciudad muy violenta en la década de los años 80, muy pluriétnica, muy apretada, sin espacio, con mucha carrera. Las únicas vidrieras en Park Avenue eran las de las agencias de los bancos. La Quinta Avenida no tenía sino lugares caros hasta más debajo de la calle 34 y pasear por allí era estar garantizado de ver a Cary Grant o a  la Garbo con su turbante y sus grandes anteojos negros yendo a almorzar a la cafetería de Lord and Taylor, o a KatharineHepburn, amén de las vecinas Liv Ullman y Laureen Bacall. El glamour y la violencia convivían en un Nueva York liberado de prejuicios, que había sobrevivido a su quiebra de 1976 —¿puede desaparecer una ciudad por quiebra?— y que tenía y sigue teniendo el sistema de transporte público subterráneo más grande y rápido del mundo, y más sucio. Sol Yurick escribió entonces The Guardians, acerca de los chicos negros y puertorriqueños autodenominados los Ángeles Guardianes, que cuales paramilitares con boinas rojas, paseaban por los vagones para impedir que otros asaltaran a los millones de viajantes diarios.

Yo me mudé a vivir al Upper West Side —conocido de todos por Leonard Bernstein y su ópera contemporánea— que ya había iniciado su reconstrucción en 1981. El Lincoln Center había mejorado el barrio y se había derrumbado edificios tugurizados para construir unos nuevos residenciales, más bien elegantes, con porteros uniformados y toldo. Se abrieron muchos multicinemas, y se reconvirtieron viejos cinemas en teatros donde, por ejemplo, Dinah Washington cantó alguna vez; abrieron supermercados que tenían peceras donde nadaban las truchas que cenaríamos en la noche, en fin, el barrio ascendió socialmente y se blanqueó. Echaron de los edificios a los viejos que tenían los alquileres controlados desde los años 50, y los dejaron en la calle, literalmente. También cerraron los manicomios y dejaron en la vía pública a los locos de pastillita. De pronto, el Upper West Side se llenó de gente que dormía en la calle invierno y verano, y la mezcla de violencia con sordidez se amplió. Nuevos espacios, como oasis, se abrían en el oeste prometiendo otro Nueva York con menos violencia, recuperados de la decadencia de los edificios de la pre-guerra, y sin viejos pobres y locos. Me imagino que los viejos se murieron nomás y también esos locos.

Corrí muchísimo durante los tres años que trabajé allí, entre mi oficina en Park Avenue y la 47, primero, y la Quinta y la 46, luego, y Wall Street. Era banquero de inversión de un país en guerra y el trajín era grande, tanto como el salario. También estaba conviviendo con otra persona que se había mudado a Nueva York para vivir conmigo y que odiaba mis viajes. Las carreras iban desde Wall Street hasta Londres o Panamá, según, dejando mi tiempo en casa para ir a escuchar a Tito Puente al Village Gate o al cumpleaños de Celia Cruz que pensé que eran sus ochenta pero eran sus setenta, también en el Village Gate, abajo. Para conversar con Stan Getz, flotar con Nina Simone remojada en gin hablándole al piano como si le cantara de tristezas. Las presiones eran inmensas, y los domingos eran inolvidables cuando todos los amigos llegaban a casa a comer y beber hasta el desmayo, en un Nueva York más congestionada y rica de lo que había sido una década antes. La Escuela Marxista estaba muy activa y tanto Paul Sweezy como Harry Magdoff eran unos conversadores infatigables. Paul era rescatado por su hija y Harry por su mujer, que lo regañaba mucho en público, cuando las tertulias se pasaban de la hora. Entre el Council for the Americas y esto se podía apreciar y escuchar a todo el mundo hablando sobre América Central, tema de la época. Comenzaban las discusiones sobre Sendero Luminoso que nadie entendía. Había a esas alturas barrios enteros de Queens con peruanos, colombianos y bolivianos que constituían una masa crítica que sustituyó a los negros en los trabajos menores de apoyo a los meseros en los restaurantes, de los servicios en la calle, de los vendedores de flores y de periódicos, de ambulantes. Uno tenía una llama con la que se paseaba por la calle 59 en la parte sur del Parque Central  para que los paseantes se tomaran fotos con ella por un dólar, ¡en invierno! Eran, si no los primeros emigrantes, sí los primeros visibles y reconocibles. Al igual que los puertorriqueños, le hacían la lucha para hablar inglés aunque sin mucho entusiasmo. Fue entonces cuando los estudiantes de doctorado se quedaron por primera vez a hacer sus carreras académicas allá porque el Perú no tenía nada que ofrecerles. Hicieron bien porque después hubo aun menos, veo ahora.

Veinte años más tarde regresé a pasar una semana de vacaciones, por invitación de un viejo amigo ahora embajador en Naciones Unidas, y pude volver a mirar aquello que dejé a fines de diciembre de 1983 pensando —conforme el avión ascendía sobre el Verrazano Narrows— «nunca más regresaré acá», en un tono de hastío mortecino. Volví la primera vez en 1991 y dos veces más en los quince años siguientes. Ambas para cambiar de avión rumbo a Escandinavia y visitar amigos. Cuando migré a vivir a México en febrero del 2005, de pronto las invitaciones a Nueva York comenzaron a llover y, al menos una si no dos veces al mes, he estado yendo hasta que le acepté a mi amigo la invitación para pasar una semana allí. Esta vez me alojé en una casa magnifica, en la calle 67 del lado Este, lo que de saque me dio otra mirada. Madison Avenue y sus tiendas, que vaya uno a saber quién compra allí donde un saco de lino cuesta 1,600 dólares y un par de zapatos no baja de 400, es un barrio muy blanco.

Me llamó la atención bajar caminando por Park Avenue y ver en el edifico que fue del banco Manufacturers Hannover Trust, quebrado hace años, un escaparate que es toda la planta baja llena de automóviles Mercedes Benz.  Me llamó la atención por el uso del espacio en esa zona. Rolls Royce - Jaguar están en una parte mucho más modesta y alejada de la zona más cara de Manhattan. También me llamó la atención que no quedan edificios de bancos en esa Avenida. O quizás Citibank esté pasando de incógnito, pero no lo vi en el sitio donde había estado, al lado del edificio Seagram's. El edificio que está atrás en Lexington, de vidrio con el techo en ángulo también de Citi, me dijo un amigo banquero que se está mudando entero a Long Island City.  Metropolitan Life, que se quedó con la torre de Pan Am que está al centro de Park Avenue sobre Grand Central Station, la acaba de vender, me dijo.

La primera salida a la Quinta Avenida allá por la 45 me dejó inquieto. Me detuve porque faltaba algo. Miré alrededor para ver qué había cambiado y de pronto noté que allí todo estaba más o menos igual, aunque pelín más pobre, pero al fondo de la Quinta Avenida no estaban las Torres Gemelas. Cuando las construyeron a inicios de los 70, yo las odié. Eran invasivas y desproporcionadas para el lugar donde estaban. Tenían fácilmente el doble de alto que todos sus vecinos, y ocupaban muchísimo espacio, al revés de los bancos y edificios adjuntos. No obstante, una vez hasta subí al restaurante, y la vista al norte por la Quinta Avenida era muy impresionante. No hay Torres. Mirar al sur por la quinta fue toparse con las dos torres al fondo, atrás del arco del triunfo de mentiritas. «No hay Torres», me dije, y de pronto recién sentí el luto tardío de un ataque que vi por TV desde un salón del servicio de inteligencia en Chorrillos, como si fuera el aviso de una película de esas. Caminé hacia el sur y todo lo que está por allí me pareció empobrecido hasta llegar a la 42, rehecha, seguí la marcha al sur y el empobrecmiento de la Quinta es patente, tiendas pequeñitas de recuerdos, de vitaminas, cafes de mala muerte, un BodyShop bonito en una esquina. No hay negros y negras como antes. Ningún puertorriqueño reconocible. Mexicanos por todos lados vendiendo cosas en las veredas.

Pude identificar dos lugares sobrevivientes de los de entonces para escuchar jazz, el Blue Note y el Village Vanguard. En la esquina de la séptima con Christopher, donde está aún el bar Stonewall, carísimo y con poca clientela incluso en la noche anterior a la marcha del orgullo gay, hay un parquecito al que le han puesto unas esculturas en conmemoración de las luchas de junio de 1969. En frente hay un florista de calle —distinto de los de tienda— que es mexicano. De pronto, en Sardi’s encontré que el apoyo también es de mexicanos y sentí una invasión de mexicanos que no hablan inglés ni les interesa el asunto, muy importante. Me revelé y comencé a hacer todo en castellano con éxito, ¡oh sorpresa! En estos veinte años se ha convertido en una ciudad bilingüe, menos por el cosmopolitismo y más porque los mexicanos no hablan inglés, ni lo quieren hacer. Y están venciendo. La masa acumulada de latinos y los más de cincuenta años de migración de Hispanoamérica deben haber ayudado pero la transformación lingüística de la ciudad es notable con la llegada de los mexicanos. Desde los teléfonos para arrendar un automóvil, hasta las reservas de avión se pueden hacer en cualquiera de los dos idiomas. En mi época de estudiante, era, como en Europa, un idioma de segunda del que se avergonzaban los hijos de migrantes. La transformación lingüística de la ciudad inclusive la percibí cuando una dependienta negra de Lord and Taylor me dijo que iba a intentar hablarme en español para practicar sus clases. Lo señalo porque, si había resistencias al castellano, era entre la población negra. Lo más importante para mí es que ya no tengo que deletrear mi apellido en inglés, lo que es una vaina en el teléfono. Huntington leído en esta óptica no es un demente. Es un reaccionario y si de lejos parece un demente, de cerca no lo es tanto. En Nueva York hay italianos y no se habla italiano, hay alemanes y no se habla alemán y así sucesivamente. Se habla castellano y un poquito de francés por los haitianos. Me pareció surrealista darle la dirección de donde iba al chofer del taxi en francés porque no hablaba inglés reconocible. Los medio orientales, pakistaníes e hindúes también le han dado otro color a la ciudad y otro sonido. ¡Los taxistas de la década del 60 eran de Brooklyn, todos!

El paseo turístico más barato de Manhattan siempre ha sido tomar el Ferry a Staten Island en Battery Park, próximo a Wall Street. Por veinticinco centavos cuando era estudiante, y un token de un medio dólar cuando era banquero de inversión, gratis ahora, paseas delante de la Estatua de la Libertad, ves el skyline de la punta de Manhattan, Ellis Island y el puente Verrazano Narrows en su esplendor, desde dentro de la bahía. Me sonó bien tomar el Ferry otra vez pero opté por bajar en Rector Street quedándome en el Lexington Avenue Express y salí a la estación sucia de toda la vida. Siendo viernes de verano, me sorprendió que no hubiera gente que se bajara conmigo. Eran las dos de la tarde más o menos. Wall Street está vacío. El vecindario está deshabitado. No queda ni un banco, ni una casa de bolsa, ni la escuela de negocios de New York University, ni una  firma de abogados. Solo un banco de inversión: Brown Brothers Harriman. No vi el toro de Merril Lynch quizás porque no identifiqué bien el edificio, pero Wall Street tiene su primera manzana ahora peatonal, la segunda, donde están el Federal Reserve Bank de Nueva York y la Bolsa de Valores de Nueva York,  protegida contra coches bomba con trampas en la pista para que los automóviles no puedan entrar, y muchos policías. Las siguientes dos cuadras están totalmente deshabitadas con los edificios en renovación para ser convertidos en departamentos residenciales. Sólo que no hay aún un supermercado por allí y los vecinos son escasos. Los edificios reconvertidos tienen inmensos gimnasios, cafés, de todo menos oficinas. Está deshabitado como el centro de México después del terremoto del 85 o el centro de Lima con Sendero. Sólo que Wall Street era la capital financiera del mundo. Allí está el hueco de las Torres, que tiene varias manzanas —unas seis— que duele como esa pierna perdida. Nunca me gustaron pero hacen falta y duelen. ¡Qué sensación más extraña! Encuestados viejos trabajadores de la zona, nadie quiere ir a trabajar allí pero en cambio hay gente dispuesta a mudarse a vivir. Dicen diversos artículos de periódico que la razón para no haber construido aún las torres nuevas con el nombre orwelliano «de la libertad» es porque no hay muchos inquilinos comerciales potenciales. Han aprobado un nuevo proyecto que tiene refuerzos en la base contra coches bomba pero el tema del miedo y del ataque aéreo ha quedado en la mente de la gente que trabajó allí, reforzado por una campaña pública de información sobre los riesgos de un ataque terrorista. Llegué al Ferry, tan asombrado que no reparé en que cruzar a Staten Island ya no cuesta nada. Nos alejamos de Manhattan mirando hacia un hotel nuevecito y sin pasajeros, parado solito, mirando la bahía frente a Battery Park, como esperando un barco de pasajeros o alguien que venga a acompañarlo. Sus vecinos de al lado se cayeron y sus clientes se fueron. Al revés de lo que vivimos los peruanos en la década del 80, donde el gobierno se puso de acuerdo con los medios para no crear una psicosis social con los atentados, allá el Gobierno crea la psicosis a través de los medios con sus alertas, revisiones migratorias, etc. y este es el resultado visible del ataque y de la psicosis sumados a la gran caída de las bolsas y quiebra de bancos a partir de 1998, y devaluación del dólar  desde el 2002.

De regreso, tomé el subterráneo que pasa debajo del hueco y vi que la estación de metro de Rector Street de ese lado está nuevecita, recordándonos que ha sido rehecha y, por oposición, que lo demás está destruido y sigue en ruinas. A la salida del cine Paris, en la plaza donde estaba el Hotel Plaza que hubiera cumplido cien años a fines de junio de este año, pude constatar que está cerrado a piedra y lodo. Más rica, más blanca, más castellanizada, Nueva York sigue siendo una capital del mundo, aunque Wall Street se haya mudado a otra parte y Estados Unidos se esté desacreditando aún más por su esfuerzo de dominio sin hegemonía. Aunque se esté convirtiendo en una ciudad de turismo masivo y barato, es quizás el único sitio del mundo donde puedes escuchar a Abbey Lincoln de ciento cincuenta años cantar sin voz y borracha, y a veces sin instrumentos,  y a la una de la mañana irte caminando ahora con toda la seguridad del mundo, a cenar y a tu casa, sin temer nada, ni siquiera un ataque terrorista, en medio de la gente más rica del mundo.

Julio del 2005

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© 2005, Óscar Ugarteche
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Para citar este documento:
Ugarteche, Óscar : «New York Blues», en Ciberayllu [en línea]


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