Bohemios, pero con agenda |
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Alberto Mosquera Moquillaza |
«¡Viva la vida carajo¡»
Eleodoro Vargas Vicuña1
Don Federico More, ese viejo tumbalafiesta, que no tenía pelos en la lengua para decirle al pan, pan, y al vino, vino, y que era capaz de escribir sobre charquis y chalonas como sobre la complicidad de la noche y de la luna con los devaneos amorosos de los amantes, dijo alguna vez que como los artistas no siempre sabían administrar su dinero para hacerse de una casa, los cafés se constituían en sus casas naturales para discrepar, discutir, trabajar y jugar. «Si alguien en este mundo necesita conversar, es el artista. Su elemento natural de trabajo es la palabra», escribió More, el hombre que como integrante del movimiento «Colónida» fue de tú y vos con José Carlos Mariátegui y Abraham Valdelomar, entre otros jóvenes intelectuales de las primeras décadas del siglo XX, que hicieron del Palais Concert —bar, confitería, heladería y salón de té— en pleno Jirón de la Unión de la Lima de entonces, el centro de sus irreverencias y desplantes pero también de sus ajetreos creativos.
En el Perú corrían los tiempos de la República Aristocrática y de las ilusiones de la belle epoque limeña. El capital extranjero impulsaba una nueva etapa del desarrollo del capitalismo echando raíces en la minería, el petróleo, la caña de azúcar y en menor medida en la industria textil, conviviendo con la feudalidad supérstite en el campo y sembrando una evolución desigual y contradictoria de nuestra economía, en cuyas fronteras la costa y Lima ratificaban la hegemonía que habían alcanzado en la derrochadora y corrupta época del guano y salitre en la segunda parte del siglo XIX.
La ditirámbica expresión de Valdelomar: «El Perú es Lima, Lima es el jirón de la Unión y el jirón de la Unión es el Palais Concert» no dejaba de reflejar lo que estaba aconteciendo, en tanto que la capital de la República, sin dejar de ser una especie de gran aldea, concentraba los principales resortes del poder económico y político, a los que se iban sumando gradualmente los cambios urbanos y culturales propios de una ciudad que en su crecimiento mostraba pretensiones cosmopolitas, aunque viviendo de espaldas al país profundo de las mil diversidades sociales, culturales y lingüísticas que constituían el Perú real.
En ese sentido, el cogollo oligárquico limeño, espiritualmente comprometido —por su origen— con el pasado colonial español, pero que a través de una forzada metamorfosis se había colocado materialmente a la sombra de los capitales ingleses o norteamericanos, hizo suyas también aquellas influencias culturales externas, que bien sabían nunca iban a poner en cuestión su poder económico y político. Así, no les costó nada oponerse, aunque sea formalmente, a los carnavales, a la pelea de gallos o a la corrida de toros, de rancia estirpe española, para promover el cine, el teatro «culto», o prácticas en un primer momento exclusivas y excluyentes, como la hípica, el fútbol, las regatas, el ciclismo, la formación de clubes, etcétera.
Desde otra vertiente, el exotismo de esa modernización cultural arrastró a los jóvenes iconoclastas clasemedieros: periodistas, poetas, narradores, que hicieron del decadentismo, el esnobismo, y la bohemia, sus líneas maestras de diferenciación con el conservadurismo y la tradición colonial; aunque también, como fue el caso de Abraham Valdelomar, buscaran al mismo tiempo enraizarse creativamente en nuestra realidad sin dejar de lado sus poses de divos, demostrando que se podía ser universal, bohemio y esnob sin dejar de ser peruano. Desde esta perspectiva las frivolidades de Valdelomar, autodenominado –he aquí otra excentricidad- como el «Conde de Lemos», son intrascendentes si su mente y su pluma se enriquecían en los sauces, mangos o chirimoyos de su Pisco natal, en los arrozales de Chiclayo, en los cañaverales de Trujillo o en los eucaliptos de Cajamarca.
Cobra sentido entonces que en «Acción de Gracias a los Paisajes Peruanos», dedicado «al joven eucaliptos de los Baños del Inca, en Cajamarca», Valdelomar, escribiera: «Tú, querido amigo, avísale al viento que ya va por todas partes, para que lo (sic) avise a las piedras, a los hombres, a los árboles, a las nubes, a los ríos, a las aguas, a las cosas todas, que yo escuché su voz angustiosa y que yo la trasmitiré en mis ritmos a los demás hombres que aún no entienden su sabio y tan sencillo lenguaje»2. En 1918, el veleidoso vate pisqueño, que ya había paseado su figura por Estados Unidos, Francia e Italia, pisaba tierras cajamarquinas en un excepcional como aleccionador peregrinaje donde se iba a dar cara a cara con «la voz angustiosa» de pueblos y parajes olvidados por el Perú oligárquico.
Debemos indicar que la bohemia, que marcha siempre a contrapelo de los convencionalismos sociales y que, como práctica colectiva, es atribuida sobre todo a los artistas, que encuentran en ella ambientes favorables para la expansión de sus espíritus libertarios, soñadores y creativos, no surge en el caso peruano con la modernización a la que hacemos mención. Ya don Ricardo Palma, en 1886, hablaba de la bohemia de su tiempo, que envolvía a los literatos nacidos a la sombra del pabellón nacional y del somos libre seámoslo siempre y que en su momento rompieron lanzas, como escribió el autor de las Tradiciones Peruanas, con el «amaneramiento» de los escritores de la colonia; actitud que en los primeros años del siglo XX implicaba ir más allá del espíritu conventual y doméstico que aherrojaba a la vieja Lima, a pesar de que materialmente, por el crecimiento arquitectónico y tecnológico -calles, avenidas, paseos, alumbrado eléctrico-, estaban dadas las condiciones mínimas para el desembalse espiritual.
«Colónida» es un buen ejemplo de lo que estamos afirmando. El mismo José Carlos Mariátegui, uno de sus conspicuos miembros, sostiene que fue un movimiento iconoclasta y esnobista que expresó un estado de ánimo opuesto a los temperamentos académicos, a los valores establecidos, a los fetiches e íconos del arte oficial. Si nos guiamos por los hechos, realmente constituía un grupo de creadores, amantes de la vida, de las mujeres, del buen trago y del relajo y, algunos de ellos como Valdelomar, incluso del opio, ofertado en los fumaderos del barrio chino. Eran los tiempos de la «Edad de Piedra» de Mariátegui, o Juan Croniqueur – uno de sus seudónimos periodísticos- en la que no habían barreras para vivir experiencias inéditas pero provocadoras como aquella que escandalizó a la pacata Lima de entonces: el baile entre gallos y medianoche de la bella y sensual Norka Rouskaya en el Cementerio General de Lima.3
«Colónida» ha pasado a la historia literaria y cultural precisamente por esa rebeldía e irreverencia juveniles que, a pesar de su corta existencia, fue incubando una emoción social que en el caso del Amauta se convertiría años después —luego de haber desposado ideas y esposa en Europa— en un comportamiento reflexivo y militante; tal y como ocurrió con César Vallejo, quien desde las noches encendidas de las bohemias trujillana, limeña y europea ha pasado a la posteridad como un revolucionario de la poesía de la lengua española y al mismo tiempo como un disciplinado adherente del marxismo y de la República española.
Es decir, la existencia de esos movimientos contestatarios no fue patrimonio de la capital de la República, porque en las dos primeras décadas del siglo XX surgieron también, en otras ciudades del país, grupos o corrientes similares impulsados por poetas, narradores, periodistas o políticos en ciernes, jóvenes todos ellos, con o sin formación universitaria, que asumiendo una actitud vital apostaron por lo nuevo en contraposición a la caducidad de lo establecido. Y todo ello en medio de la alegría, el desenfado y el mundo de esperanzas y proyectos que caracterizan los actos juveniles.
Fue así como César Vallejo, desde sus pagos de Santiago de Chuco pasó a Trujillo a convertirse en uno de los principales animadores de la bohemia trujillana junto con Alcides Spelucín, Antenor Orrego, Víctor Raúl Haya de la Torre, José Eulogio Garrido. Macedonio de la Torre y otros jóvenes filibusteros más, que se alzaron contra la modorra, el conformismo y la explotación. Trujillo era una ciudad de raigambre colonial, enclavada en el valle de Chicama donde la producción de caña de azúcar para el exterior empujaba a sangre y fuego el desarrollo del capitalismo en el campo, concentrando la propiedad de la tierra y de las aguas en pocas manos, sobre todo extranjeras, enganchando trabajadores en las serranías cajamarquinas y liberteñas para hundirlos en la esclavitud asalariada, mientras en otros sectores sociales sembraba la pobreza y el desasosiego.
Como suele ocurrir en el éxtasis de la bohemia, cuando se congela el tiempo porque sencillamente no interesa, esos jóvenes rebeldes empezaban sus reuniones en horas de la tarde y terminaban al amanecer del día siguiente; y en su práctica libertaria, de propaganda y ataque, no dejaban piedra sobre piedra. Antenor Orrego, uno de los más caracterizados exponentes de esa pléyade, escribió al respecto: «…no podíamos ser conformistas porque hubiera sido la negación de nosotros mismos. Tuvimos que chocar con todo y con todos. Las instituciones, los poderes públicos, las convenciones sociales, la universidad, la plutocracia explotadora e insolente, las mentiras consagradas, las rutinas de clase, la falta de honestidad y de honradez, el servilismo rebajado, la expoliación del trabajador, el burocratismo, la política profesional, la ignorancia presuntuosa, etc., etc., hubieron de sufrir en carne viva nuestros ataques»4
En ese ambiente de febril actividad y de aprendizaje mutuo, cada uno de esos jóvenes fue ganando estatura intelectual de acuerdo a sus respectivas vocaciones —sea en el periodismo, la filosofía, la poesía, o la política—, cimentando amistades y afinidades inquebrantables. Vallejo, por ejemplo, va perfilando la singularidad de su poesía interactuando con sus compañeros de bohemia y lucha con quienes comparte sus creaciones y a quienes deberá un inconmensurable apoyo en la difusión de su poesía y en la defensa cerrada del perfil particular que va alcanzando la misma, que lo iba colocando en las antípodas de los seguidores de las reglas y estilos consagrados que no callaron su disconformidad- en Lima y Trujillo- con quien comenzaba a revolucionar la poesía universal. Por esto, no es obra de la casualidad que Orrego, su compañero de armas y municiones, prologue la primera edición de Trilce en 1922, o que Alcides Spelucín le dedique un poema en el que le dice: «¡Empápate en la lumbre de lo desconocido,/y así, goteando estrellas del húmedo vestido,/irás dejando un rastro de luminosidad!»
Unos y otros, en una de esas sacrosantas noches de bohemia en el restaurante «Los Ñorbos» de Trujillo - como lo recordarían Haya de la Torre y el propio Orrego muchos años después - coronarían premonitoriamente a Vallejo como el sucesor de Ruben Darío recientemente fallecido, mientras un coro de voces exclamaba ¡Darío ha muerto¡¡Viva Vallejo¡ Corría el año de 1916 y el autor de Los heraldos negros lloraba en medio de los brindis de sus «hermanos» como gustaba llamarlos.
En 1918 Vallejo ya estaba en Lima y en 1923 sentaba sus reales en París acompañado de su amigo Julio Gálvez Orrego y del inefable Alfonso de Silva, quien va a ser una especie de lazarillo del vate en el tránsito por los mil caminos de la deslumbrante pero también desgarrante bohemia parisina, la de los primeros tiempos de su estancia europea, en los que lucha por sobrevivir y crear, conociendo a los hombres, sus latidos y miserias. De ahí que con la autoridad que le dio la vida pudo afirmar: «Yo sé de la bohemia, yo conozco su hueso amarillento, su martillo sin clavar, su par de dados, su gemebundo gallo negativo»5.
La bohemia fue también la puerta de entrada para el accionar creativo y rebelde de los jóvenes y adolescentes puneños que se reunieron en el grupo que se denominó precisamente «Bohemia Andina» y que en su desarrollo entre 1917 y 1919 van a editar la revista «La Tea» bajo la dirección de Arturo Peralta, teniendo a la mano derecha a su hermano Alejandro y a la izquierda un grupo de indesmayables colaboradores, unidos todos por su ardoroso deseo de ir más allá de las estreches intelectuales de la vida aldeana del Puno de ese tiempo. Más tarde, hacia la segunda mitad de los años 20 esos esfuerzos desembocarían en la creación de la editorial Titikaka, la publicación de un boletín del mismo nombre y la formación del legendario grupo Ork’opata, cuando Arturo Peralta ya había adoptado el seudónimo de Gamaliel Churata, con el que pasaría a la posteridad de las letras peruanas.
Puno y el Cusco eran los bastiones sureños de la feudalidad en el Perú. Es decir del latifundismo y la servidumbre, y uno de los ejemplos patéticos del cómo el capital mercantil –que desde la segunda mitad del siglo XX había articulado el sur peruano con la Inglaterra capitalista a través de la venta de la lana de oveja y de alpaca- no había sido capaz de desarrollar el capitalismo en esa región. Muy por el contrario, originó el reforzamiento del latifundismo y el acrecentamiento de la expoliación del campesinado cuando el gamonal no encontró mejor manera de incrementar su oferta de lana que ensanchando sus propiedades a costa de los predios de las comunidades campesinas; provocando su alzamiento, sofocado siempre a sangre y fuego por un Estado comprometido con los intereses del latifundismo feudal.
Tal fue el marco económico y social en el que se desenvolvió la labor intelectual de la juventud puneña, que va a pasar del decadentismo y romanticismo, o si se quiere del arte por el arte a la defensa de la vida, costumbres, idiomas y paisajes del mundo andino. Buscan así mimetizarse, como expresión principista de identificación con los intereses de los parias del campo, en cuyos violentos levantamientos parecía vislumbrarse un renacimiento indígena con sus propios Espartacos en los páramos puneños o en los roquedales cusqueños, como lo soñaba el amauta Luis E. Valcárcel en Tempestad en los Andes, texto considerado por José Carlos Mariátegui como un «vehemente y beligerante evangelio indigenista».
Según José Tamayo Herrera, la vida bohemia de los miembros de Ork’opata se va a desarrollar en medio de danzas y cantos quechuas y aymaras, bebiendo chicha, chacchando coca y consumiendo picantes, mientras se leían textos en voz alta, teniendo como centro de operaciones la propia casa de Churata convertida en un faro de irradiación de su pensamiento, su sentimiento y su obra literaria en defensa de las reivindicaciones indígenas. Cuando en septiembre de1926 aparece Amauta, la célebre revista de José Carlos Mariátegui, los hermanos Peralta se constituyen en sus principales colaboradores en Puno. Ya en el primer número figuran dos poemas de Alejandro Peralta mientras que el primer artículo de Arturo —publicado en los números 5 y 6 de Amauta de enero y febrero de 1927 respectivamente, y que lleva por título «El Gamonal»— está destinado a revelar las entrañas del gamonal y del gamonalismo; ese texto que fue de lectura obligatoria para los hombres de buena voluntad, intelectuales la mayoría de ellos, que en esos días dieron vida a lo que se llamó una nueva Cruzada Pro Indígena, de la que el indigenismo puneño liderado por los hermanos Peralta iba a ser un de sus principales vertientes.
Cuando se llega a los años 50 y 60 del siglo XX, cafés, bares, restaurantes, picanterías y no pocos huariques espirituosos de Lima siguen siendo esas casas naturales de poetas, narradores, escultores y humanistas de todos los matices, donde se ponían las bases indelebles de poemarios, proyectos culturales, revistas, o también de más de una conspiración política. Estas actividades fueron sellando amistades de larga data, en medio de los encuentros y desencuentros propios de la euforia de todo trabajo creativo, al mejor estilo de los geniecillos dominicales de Julio Ramón Ribeyro, habitúes del «Palermo» y del bar «El Triunfo», en el corazón de Surquillo. Este último visitado también, de cuando en cuando, por el historiador Raúl Porras Barrenechea, sus amigos y discípulos entre los que se encontraba Mario Vargas Llosa, en esos años un aplicado estudiante de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Aquí epilogaban las aleccionadoras tertulias que fomentaba el maestro Porras y que se iniciaban en su casa de la calle Colina, en Miraflores.
Antes de ser sanmarquino, mientras ejercía el periodismo, el joven Vargas Llosa, hablaba con Carlitos Ney Barrionuevo de libros, autores y poesía «en los cuchitriles inmundos del centro de Lima, o en los bulliciosos y promiscuos burdeles»; y él mismo ha reconocido que años después, en «El Patio», café limeño de artistas y bohemios, sufrió una gran decepción cuando leyó públicamente, por primera vez, uno de sus primeros cuentos, calificado como «literatura abstracta» por el desaparecido Alberto Escobar, en medio del mutismo de los contertulios.
«El Patio», que estuvo ubicado frente al teatro Segura, en el centro de Lima, fue también, en la década de los 40, el refugio literario y artístico de veinteañeros como el pintor Fernando de Szyszlo y los poetas Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson. En ese local, o en un chifa, según confiesa Szyszlo, terminaban sus periplos bohemios, que empezaban en un café de la Plaza San Martín y continuaban en la peña cultural Pancho Fierro, donde también recalaban José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen y César Moro.
Otro de esos cafés literarios de la Lima de entonces fue el «Viena», donde se afirma que Sebastián Salazar Bondy leyó algunas páginas de su ensayo «Lima La Horrible», que desnudó el raciocinio colonial de la Lima mazamorrera y criolla; en tanto que Eleodoro Vargas Vicuña, sin dejar de lado su estentóreo ¡Viva la vida carajo! hizo lo propio, en su momento, con «Ñahuin», texto hoy casi olvidado. Era el 5 de diciembre de 1953 y estaban presentes, entre otros, Manuel Jesús Orbegozo, y Owaldo Reynoso, dos conspicuos miembros de la famosa generación de los años 50, gran renovadora de la poesía y la narrativa peruana.
Como lo ha dicho Carlos Eduardo Zavaleta en más de una oportunidad, los frutos de las actividades literarias de esa generación se visualizan en el cambio radical de los escenarios de sus textos (ahora interesa la ciudad en crecimiento y ya no el campo como ocurría con el indigenismo); en la atención que se brinda al mundo de los jóvenes, de los sectores medios y a la vida interior de los personajes; y en el culto a la forma, al estilo. «Para nosotros, el cuento y la novela eran verdaderas obras de arte, y el altar literario, el más alto de todos», ha escrito Zavaleta en su autobiografía.6
Corrían los años de la dictadura del General Manuel A. Odría, cuyos atropellos a las leyes y a la razón había dado curso, como contrapartida, a un intenso movimiento democrático y antidictatorial al que los miembros de la generación del 50 no fueron extraños, llegando algunos de ellos, en su desarrollo, a asumir compromisos políticos de mayor envergadura que les costaría la libertad o el exilio.
Esta toma de posiciones de la intelectualidad frente a un Perú desgarrado por sus contradicciones internas, no era nada extravagante. Mariátegui y los bohemios del norte y del sur del país de los años 20 ya lo habían hecho, en el campo del arte y de la cultura como también en las esferas estrictamente políticas. En palabras de Sebastián Salazar Bondy, esos intelectuales progresistas miembros de la generación del 50 asumían el quehacer político como un deber social que lo cumplían al lado de su quehacer creativo. Nunca se cansó de repetirque los intelectuales de su tiempo no sólo dejaban discurrir su razón e imaginación en aquellos temas que los llevarían a la obtención de la belleza o de la verdad, sino que además procedían como ciudadanos y militantes de la causa popular por un mundo mejor. Razones más que suficientes para que en referencia a su conducta misma dijera: «El Perú, América Latina, el mundo hambriento, son para mí… motivos que justifican que continúe en la creación y esté, a la vez, en la trinchera política»7.
Varios lustros después, ese compromiso con el país y sus gentes, desde una perspectiva mucho más radical que la de Salazar Bondy, iba a ser asumido por otros grupos de reconocidos bohemios, como los que formaron «Narración». Había llegado la hora del cambio total y desde los escenarios de la poesía y la narración había que contribuir a su desarrollo. Nada de tan loables propósitos los sustraía del mundanal ruido, de la bohemia, de los tragos, que afirmaban esas inquietudes políticas que enmarcaban la creación literaria, la crítica y el apoyo a las reivindicaciones populares. Siempre había un espacio para el bar o el burdel, como lo revela Gregorio Martínez en su Libro de los Espejos. En 1973, el broche de oro del número 3 de Narración se puso precisamente en el famoso «Floral», un burdel camuflado de bar, que funcionaba las 24 horas del día en el distrito de La Victoria, «más pintoresco que el paraíso de Adán y Eva», según afirma Martínez.
Finalmente, para no ser injustos no podemos dejar de mencionar a los establecimientos en cuyos ambientes florecieron la creatividad y el entusiasmo de los jóvenes bohemios. ¿Cuántas páginas o versos se escribieron en ellos? ¿Cuántos proyectos políticos se incubaron entre trago y trago? ¿Cuántas amistades entrañables se iniciaron en sus rincones y mesas? Las respuestas sólo las pueden dar, por ejemplo, quienes se hicieron bohemios en los sacrosantos espacios del «Negro Negro» o del «Palermo», del «Chino Chino» o el «Queirolo», en el «Muy Muy» o el «Wony», para citar a los más renombrados.
De todos ellos sólo el «Queirolo», entre los jirones Quilca y Camaná, sigue en pie; los demás hace mucho que cerraron sus puertas, liquidados por el crecimiento urbano de Lima y el reacomodo de las preferencias de las nuevas generaciones de bohemios, que como sus antecesores no dejan de pensar y actuar en función del Perú, de sus desarrollos frustrados, de sus problemas de ayer y de hoy, de sus potencialidades, de sus figuras y figurones.
Porque, para concluir, las experiencias señaladas líneas arriba corresponden a lo que podríamos denominar la bohemia creativa, practicada por los bohemios «con agenda» para emplear palabras con las que el desaparecido Julio Ramón Ribeyro calificó a su amigo Alfredo Bryce Echenique. Bohemios con agenda y tareas, que desde los espacios culturales, literarios y periodísticos, o sencillamente desde la actividad política, se acercan a la verdad de nuestras realidades económicas y sociales. Desde este plano, la bohemia que practicaron las ahora respetadas figuras de la cultura peruana fue un espacio saludablemente irreverente, en cuyo marco vital afirmaron y moldearon sus impulsos creativos y su vocación de servicio al país y sus gentes.
Lima, julio de 2005
1 Fue uno de los más connotados animadores de la bohemia literaria limeña de los años 50, que solía reunirse en el bar «El Palermo». Autor de «Nahuín» y «Zora, imagen de la poesía», fue ungido en 1959 como Premio Nacional de Poesía. Era célebre su expresión «¡Viva la vida carajo¡» a la hora de saludar a sus contertulios.
2 Espinoza, Waldemar, Valdelomar en Cajamarca, Ed. Universitaria, Lima, 2003, p.161.
3 Seducidos por la belleza y sensualidad de la bailarina suiza Norka Rouskaya —como antes lo fueron por otra no menos bella llamada Tórtola Valencia— José Carlos Mariátegui y César Falcón (conocidos como «yunta brava»), con otros amigos de la noche, convencieron a la primera para que en las primeras horas del 5 de noviembre de 1917 danzara la «Marcha Fúnebre» de Chopin en el Cementerio General de Lima, siendo sorprendidos por la policía y encarcelados, con el escándalo consiguiente El suceso fue catalogado como una profanación y las voces más conservadoras de ese tiempo pidieron las más drásticas sanciones, amenazando incluso con retirar a sus muertos del camposanto profanado.
4 Palabras Prologales a «El Libro de
5 Vallejo, César: Obra Poética Completa, Moncloa Editores, Lima, 1968, p.29.
En cuanto a Alfonso de Silva, considerado «el más músico de todos nuestros músicos», conoció a Vallejo en París, en julio de 1923. En sus cartas a su amigo Carlos Raygada, publicadas en 1975 como «110 cartas y una sola angustia», escribe: «…Pero una noche en la que comimos juntos y el pathos se elevó a una altura peligrosa para el control económico, los dos amigos, en los que el licor había desencadenado la furia de la sensualidad, fortalecidas por la abstinencia de un viaje largo y las emanaciones afrodisiacas de la brisa marina, cayeron en la sucursal del Infierno, Place Pigalle (Montmartre, el Carrefour más diabólico en el que desembocan los 7 ríos de los 7 pecados capitales).
6 Zavaleta, Carlos Eduardo: Autobiografía fugaz. UNMSM, Lima, 2000, p.142.
7 Salazar Bondy, Sebastián:Escritos políticos y morales, UNMSM, Lima, 2003,p.182.
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Valdelomar, Abraham:
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