Ecos del congreso |
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Miguel Rodríguez Liñán |
Para John Jairo
¿Ir al congreso? ¿Cómo? Naturalmente hubiese querido asistir. El año pasado, en Marsella otra vez, oficiando de falso bibliotecario, tuve ecos del congreso, ya entonces en gestación. Fue por intermedio de una amiga poeta, Anouk Guiné, a quien se lo comunicó, creo, el escritor Mario Suárez. Era preciso enviar currículum, proponer ponencias o conferencias que versarían sobre un tema concerniente a la narrativa peruana del último cuarto de siglo. La verdad, nada hice, nada mandé, y es que poco o nada sé de congresos; sólo quería ver con tal pretexto a ciertos amigos, a Óscar Colchado por ejemplo, a Miguel Gutiérrez, a Ricardo Vírhuez. Y conocer a otros. Ponerme al día de lo que ignoro, a saber precisamente la narrativa en estudio, de la cual poco sé a pesar de que ando en la movida. A muchos conozco de nombre, a otros pocos he leído, con certeza todos tienen mérito y oficio, me sorprende la cantidad de poetas y escritores de todo pelaje que produce la patria rica y caótica. De esta constatación, otra se desprende: es falso que no se lea literatura en el Perú. Que esto sirva o no —y para qué— ya es harina de otro costal, como dice la metáfora popular.
Hace poco más de un año, todavía en París, caminando al salir de un banquete por las viejas calles —rue de Rivoli, rue Saint Honoré rumbo al correo nocturno cerca del Louvre— discutíamos animosos con Mario Wong en torno a la novela Rosa Cuchillo de Óscar Colchado Lucio, al tiempo que yo recordaba con alegría cuando le otorgaron el premio Juan Rulfo. Óscar había tenido la gentileza de ofrecerme un ejemplar de su libro cuando nos encontramos la última vez que fui al Perú, en setiembre del 2002. Después de leerla, pensé hacer una reseña, de pronto un comentario, incluso un simple repertorio de impresiones, pero todo quedó en borrador: es que el aspecto estético está mezclado de manera inseparable —sin que esto merme para nada sus virtudes narrativas— a trasfondos históricos, politicos e incluso míticos del vasto universo andino del que poco o nada sé. Le pasé la novela a Mario Wong, quien andaba por entonces investigando al respecto, para escribir algo —que sería después lo esencial de su ponencia en el congreso— sobre un tema tan inagotable, aunque aparentemente trillado, de la utopía arcaica, o sea, del binomio bipolar antípoda regional- universal, antiguo - moderno, ¿y por qué no lo cocido y lo crudo? ¿O el zorro de arriba y el zorro de abajo? ¿Será otra cosa tal vez? ¿O se refiere a una actitud respecto de la literatura que adoptan los escritores nacionales? ¿Las argollas despreciativas y hegemónicas de la capital? ¿El innato rechazo a lo provinciano tumultuoso e invasor? Los provincianos hacen mucha bulla, es insoportable. Nosotros (pensarían algunos), los detentores de la estética, los dueños del habla y el estilo correctos, universales, debemos mantenerlos al margen. Es que son caóticos y telúricos. Para nuestro paladar cosmopolita, son unos regionalistas irreparables; por lo demás, no es necesario inmutarse, puesto que tienen la vida corta, y la gran literatura es eterna. Sigamos adelante impertérritos, disciplinados y talentosos, abstemios de preferencia, sin que nos preocupen las fantasías escritas por estos cagatintas provincianos. Que sigan escribiendo sobre sus llamas y sus andes, sobre sus culebras y sus junglas, sobre sus aldeas provincianas, sobre sus familias, al final eso a quién le importa. Además, por allí andan merodeando los medias tintas, los pilatos apolíticos, los indecisos, los irresolutos, o sea los indeterminados, esta es con seguridad la peor laya de cuantas hay, decir calaña es poca cosa. Para la celebración del congreso, señoras y señoras, nos reunimos aquí en la capital de la madre patria, tres grupos muy diferenciados, totalmente impermeables: los hegemónicos, los indeterminados y los telúricos... que se me disculpe la brutalidad de la divagación, pero estos fueron los primeros ecos del congreso.
En las puertas del verano, aquí en Aix-en-Provence, preparo rápido una pequeña valija, un par de libros y el ordi portátil para ir de nuevo a París. Veo a uno de mis espectros merodeando distraído por el Jardín del Luxemburgo, por las Tullerías, mirando los almendros —de pronto sicomoros, de pronto arces blancos— de la Place des Vosges, antes de regresar al epicentro de la soledad en el refugio de Barbès, dos años atrás, en el París que me arrojó de su embarcación espléndida y miserable, dejándome a la deriva, ahora trashumante como gitano, buscando afincarme en Aix, donde el martirio empieza un día azul total. Por esta época del año, el sol sale por el camino del Tholonet, y se acuesta en la Place des Cardeurs, para devorar finalmente el hotel y la estación termal donde se relajaban los notables romanos. Ayer, ya pensando en París, releí, en francés, el cuento de Borges titulado El Congreso. Sólo me impactan, ahora, imágenes: el negro medio rufián, medio pederasta, con ropa ajustada. La única mujer del Congreso es la bella noruega Nora Erfjord. ¿O es otra? Veo un niño vestido de marinero, tazas de café, de chocolate, copas de absintio, fumarolas de tabaco, y la figura casi heráldica del presidente del Congreso, don Alejandro Glencoe de Uruguay. Veo también al pelirrojo llamado Twirl, al poeta José Fernández Irala, a Fermín Eguren en París, al narrador Alejandro Ferrari en Londres; veo también al orador del género humano, Anacharsis Cloots, inventado por Carlyle. Conservo muy bien, como en una película, todo esto. Otro eco del congreso.
Ahora surge otra imagen de los archivos nemónicos: la de un joven escritor subyugado por Arguedas, allá por los 70 después del terremoto, el 73 o el 74, en Chimbote, que viene a visitar a mi padre con un libro recién salido del horno entre manos. La portada es azul. Se titula Tarde de toros; y el joven de anteojos que conversa con mi padre, habla de Huallanca, su tierra natal. ¿Qué día es hoy? Con certeza, sábado. Aunque tal vez domingo. ¿Es feriado, hoy? ¿O hay huelga de profesores? En todo caso, no he asistido al colegio, y la luz del patio aún medio en ruinas se filtra por la ramada de esteras, ilumina suave a los conversadores, los salpica de lentejuelas al parecer estáticas. Veo los corrales de red y carrizo donde, nerviosas, se mueven las gallinas ponedoras. Se habla —seguramente— de otro libro, una antología, también de reciente aparición: La literatura del sismo, hecha por Jesús Cabel. Otro libro comparece a la charla, creo que se trata de una obra especializada en gramática: Los despeñaderos del habla, y el autor se apellida Ragucci. Otros autores comentados son: Enrique Congrains, Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez. Lima hora cero, En octubre no hay milagros, El viejo saurio se retira, respectivamente. Y Arguedas, siempre. En esas épocas paleolíticas, la literatura no me interesa en absoluto —al menos eso creo— pero hay algo en la conversación que me fascina. Son las palabras, los nombres y significados que suenan familiares, que creo entender, pero que en verdad desconozco. Se me ocurre por ejemplo la palabra animadversión, el verbo coadyuvar, y esa otra bestia llamada certidumbre. Adivino un misterio implícito en lo dicho —algo que puede ser horrible o hermoso como una revelación— en el hablar fluido y al parecer natural de los conversadores. De pronto, otro elemento mágico, sutil, penetra por las ventanas alertas de las narices, sobreponiéndose al olor de la ciudad: un venerable aroma de guiso criollo, seguramente aromatizado con culantro, y los libros mencionados, los nombres de autores, las referencias, los comentarios, los elogios, las críticas, todo eso sigue resonando, también, como un antiguo eco del congreso.
Mil años han transcurrido desde estas evocaciones —treinta, treinta y uno para ser exactos— y recibo un mail de Óscar diciendo que viene al congreso de Madrid, luego seguramente a París, de pronto nos vemos, y yo de nuevo pienso, qué lástima, ni por arte de magia podré asistir —como espectador por supuesto— al congreso que ya pronto termina, después hay una feria del libro, y después vamos a París, hay una actividad organizada por el Cecupe el martes 31 de mayo (lo que de inmediato me recordó el sismo del 7O). Desgraciadamente, apenas hoy, jueves 2 de junio, puedo ir a París. ¿Quiénes vendrán? Al parecer, Óscar Colchado, Enrique Rosas Paravicino, Christian Reynoso, Roberto Reyes Tarazona, Aníbal Paredes, Dante Castro y Mario Guevara... camino temprano por las viejas calles, oh maldita sea tan conocidas, de Aix-en-Provence, por la rue Fauchier —saludo a mi amiga Rita la malgache en la pescadería, me interno unos segundos en el mercado de la Place Richelme, detrás del Correo— por la rue Aude hasta la Place d’Albertas donde hay un hongo de piedra en la fuente, luego por la rue Espariat casi malva tibiamente olorosa a pan, y de pronto comprendo que ha sido un error volver a Aix-en-Provence, porque no hay que volver nunca a los lugares donde uno ha sido feliz. Adonde uno ha sido desdichado, sí, hay que volver siempre, tal vez por eso mi masoquismo me impele ir a París, con cualquier pretexto, apenas la ocasión se presenta. Hoy, por ejemplo, es un buen día para ir a París —o para morir—. En la autopista rumbo a Marsella veo una betonera gigante idéntica a la proa de una embarcación imaginaria. Ya en el tren de gran velocidad, que me llevará a la capital maldita en tres horas apenas, miro a la vecina que me da la espalda y se instala, lo que me permite apreciar un tatuaje que parece agnóstico en la zona lumbar... minutos antes, fumando un cigarro y mirando Marsella desde la cima de las escalinatas de la estación Saint-Charles, recuerdo en un flash a una chica hermosa, vestida ligera de verano, con minifalda blanca, asiática, hablando con el celular, paralizada en un rincón del sol matinal. La pregunta es: ¿debo seguir escribiendo? Quisiera adoptar un aire cínico y totalmente desapegado al respecto, como siempre, para disimular, pero de nada sirve, lo cierto es que ando ganado por el desánimo, lo que intento en el dominio de la escritura no cristaliza como deseo... No, sinceramente no, en estas condiciones me hubiese sido imposible asistir al congreso, y mucho menos participar, aún con todos los gastos pagos, con todos los privilegios que no me corresponden, es que ando cual funámbulo dubitativo por la cuerda floja de lo que supongo es mi destino, o sea la literatura. Es que ya no quiero escribir. De pronto hay una manera extremada del arte que puede ignorar la expresión y cuya belleza, extremada también, reside en su propio silencio... recuerdo una conversación reciente en la Place des Cardeurs de Aix, bajo los toldos verdes del Coquet Bar, con mi amigo Mario Sotomayor, a quien le comenté lo del congreso, diciéndole que el escritor Gonzáles Viaña, en otra vida compañero de estudios suyo, venía al mismo, y seguramente también Zevallos Aguilar, y José Antonio Mazzotti... de pronto recordé un artículo de González Viaña en el que defiende a Mazzotti, con justicia, a capa y espada como se dice, de unos infundios difamatorios; dijo el escritor que tales calumnias eran seguramente masticadas en algún alcohólico cafetín limeño, y que provenían de aquellos que habían perdido la fe. Aquí tuve un sobresalto porque, precisamente, esto es lo que me anda pasando, sí, al parecer he perdido la fe, puesto que considero la literatura como un fin en sí, cuyo ejercicio justifica y de pronto ennoblece —no sé cómo— mi fugaz paso por este planeta... en tales condiciones llego a la Gare de Lyon y París abre sus fauces estivales otra vez.
Por una imprevista huelga de trenes, hubo un desencuentro con dos de los muchachos que vinieron a recibirme a la Gare de Lyon, adonde llegué con camisa roja made in Hawai, para que me vean, para que me identifiquen en la multitud, es que últimamente ando medio invisible —en un limbo interregno de duda, de nihilismo, de nada—. Meses atrás, cierta noche de fiesta en Clignancourt, al hablarle de los primeros síntomas, uno de los muchachos me había dicho enfático, sincero, sin el menor afán de darle vueltas al asunto: «Si ya no crees en nada, pues mátate». ¿Lo decía en serio? Estoy convencido de que sí, muy en serio, y que tal imperativo no era exagerado para quien ya no cree en nada. ¿Creo o no creo? ¿Y en qué, a estas alturas del partido cuando se ha impuesto, insidiosa, la adversidad que de pronto he buscado? De pronto, estos pensamientos sombríos se borran en la rue Eugène Sue llena de luz, desde donde adivino, detrás de aquellos edificios, la cúpula de la basílica del Sacré-Cœur, cuando veo a los muchachos que llegan algo acalorados, munidos de un pack de Heinekens heladas. «De todas maneras, imposible dudar de la literatura, es de mí y de mi acción en este terreno que ando dudando, como si gran parte de lo anteriormente escrito fuera una mierda». ¿Gran parte o todo? De pronto todo. ¿Y qué? Por supuesto, nada digo a los muchachos, al contrario, de mil cosas hablamos, también del congreso con humor, ya pronto serán las cuatro, luego las cinco —estamos comiendo un sandwich turco en la rue Ordener—, ya pronto las seis, tengo cita con otro de los muchachos a la salida del metro République, en la esquina que da a la rue du Faubourg du Temple, y a las siete asistiremos a la presentación de un libro del escritor Pablo Montoya, de paso por París, ahora afincado en Medellín, que tendrá lugar en el Babalú cuyo dueño es el cubano Lázaro, cerca de la Bastilla... de pronto me doy cuenta que sí, ya llegué a Babilonia, y tan rápido transcurre el tiempo aquí, tantas cosas que hacer siempre, y al final queda corto el tiempo, en fin, para qué preocuparse ya, pase lo que pase la Tierra no dejará de dar vueltas, ni el verano dejará de ser verano. Esa noche, en la salita literaria del Babalú, tuve el gusto de conocer al escritor Dante Castro —el último de los congresales en París, ya todos habían partido, Colchado estaba en Alemania, Mario Guevara debió regresar a Madrid— contento de estar en París, aún sulfuroso por algunos avatares del congreso, pero con buen humor, que venía con Mario Wong. Después del brindis de honor en el Babalú (donde uno de los comentadores de la novela de Montoya titulada La sed del ojo, habló de «las geórgicas de la prehistoria» refiriéndose, creo, a la Consagración de la Primavera, una de las muchas alusiones del libro, como el famoso cuadro El origen del mundo, y otras) seguimos la charla en un bonito bar de la rue de la Roquette; luego, ya tarde, subiendo al penúltimo metro, hemos recalado de nuevo a la rue du Faubourg du Temple. De vuelta a la rue Eugène Sue, en taxi, el chofer camboyano nos indica el asiento trasero: una placa de vidrio antirrobo nos separa de él, ya que como todas las grandes capitales, Babilonia es peligrosa a estas horas de la madrugada.
¡Qué hermoso, qué plácido y radical el sueño! ¡Hacía tanto tiempo! Recuerdo haberme dormido con la imagen que me transmitió, la última vez que vine, uno de los muchachos: dice que se despertó casi al amanecer, que decidió subir hasta el Sacré-Cœur —había nevado, y vio nieve en los jardines, en los adoquines, también sobre las estatuas y adherida a las cúpulas—, penetró al recinto sacro y vio un coro de monjas cantando el Angelus. Sólo unos instantes pienso en el desánimo, en el purgatorio de una vida súbitamente desprovista de asombro... pero ahora sí estoy asombrado en el París de los martirios, no lejos del Monte de los martirios, aquí en Montmartre... y muy tranquilo, es como si hubiera recobrado el don poético (¿o es una ilusión más?) que perdí unos meses, por eso me duermo a pierna suelta, de todo me olvido, también del congreso.
Al día siguiente, cielo gris París, largas manchas grises en el cielo, brisa ligera que promete lluvia, mientras caminamos desde la Porte de la Villette (donde bajamos por equivocación) hasta la Porte de Pantin (donde está la Cité de la Musique), medio pensativos por la Galerie de la Villette, atravesando el Canal de l’Ourc, observando todo, la sofisticada estructura de vidrio y metal art-déco de la Grande Halle por ejemplo, rumbo a la rue Manin, donde ese viernes 3 de junio teníamos cita en el apartamento de un muchacho melómano y pintor. ¡Qué contento me sentí! ¡Y qué sorpresa encontrar allí a uno de los muchachos mayores, que es poeta! Pase lo que pase, para mí París será siempre la polis magnética, y la verdad es que quisiera volver (esta mañana, en el Consulado del Perú, me encontré con un amigo de Marsella, hay posibilidad de alquilar un studio, dijo, llámame o ven a mi casa, aquí tienes la dirección, metro Mairie de Montreuil), conseguir trabajo en lo que sea, cerrar el ciclo de la trashumancia... y estar cerca de los muchachos, por supuesto, es que tanto me alegra que nuestro amigo ande pintando —nos muestra sus telas recientes, que comentamos—, y al poco tiempo llegan Mario y Dante; otro de los muchachos —el de Yunguyo— amenaza con llegar en cualquier momento; otro, el que me hospeda, tiene que retirarse debido a obligaciones de índole familiar, pero esta noche cenamos juntos, le digo, por ahora me quedo un rato más con los muchachos... La verdad, tenía la intención de descansar hoy viernes, prepararme para el gran almuerzo de mañana en casa de Tenchy, sin sospechar que terminaríamos muy exaltados la soirée con pizzas y vinos de Burdeos en casa de Jean-Marc. Ese sábado, después de recalar en dos bares de Belleville, me escapé de los muchachos y regresé a casa, solo esta noche, ya que mi amigo Rolo tenía rendez-vous galant. («A una de las coreanas», había dicho antes «le gustan las fresas con azúcar», lo que me dejó pensativo). Por la mañana, mientras huroneábamos entre coliflores, zanahorias, pepinos, ramos de perejil y fresas eróticas, entre los tabladillos y escaparates del mercado en el boulevard Barbès, antes de elegir un buen pollo asado, mi caballeroso amigo compró un ramo de flores para su amor asiático. Este detalle me perturbó... por la sencilla razón de que nunca, sinceramente, he regalado flores, me pregunto porqué. Y tampoco he invitado a la ópera, ni he arrojado pétalos de rosas en la tina donde se baña la diosa, ni la he adorado como lo merece, también me pregunto porqué. No voy, después de las penúltimas pruebas de fuego, a enredarme en circunloquios, sólo debo admitir simple y llanamente que lo más probable es que no haya sabido amar. Esto pienso otro día —domingo, lunes— cuando paso varias horas sentado en una banca de la Place Jules Joffrin, conversando con vagabundos congéneres, mientras las agujas del reloj dan vueltas y vueltas; un clochard originario de Toulouse, parece sentado en su propia nostalgia del sur, ya no recuerda cómo ni cuándo ni para qué ha venido a París, huele fuerte el desgraciado, y sus palabras salen navegando en una ventolina de alcohol. ¿Qué hago en la Place Jules Joffrin, totalmente ajeno al transcurrir del tiempo? Hoy tampoco pude ver a uno de los muchachos mayores que asistió al congreso —y de pronto me doy cuenta que, al final, nada voy a escribir sobre éste— y más tarde debo llamar a una amiga que también asistió al congreso, pues quiero escuchar todas las versiones posibles, a ver si algo logro pergeñar al respecto. Al final, ambas citas con estas personas que asistieron al congreso son canceladas, de modo que decido ir a tomarme unas cervezas en el Cavalier Bleu, frente a Beaubourg, donde el happy-hour se prolonga hasta las ocho, o de pronto en la Leffe, no, en el Cavalier Bleu está bien. Me preparo una pequeña cena en casa, escribo los primeros apuntes de un trabajo que se llamará Ecos del congreso.
Otro día, tal vez la víspera de mi retorno al sur, me hallo como siempre, como cada vez que vuelvo a París, o sea como un empecinado fantasma que anda husmeando los pasos perdidos, en Montmartre y la Place du Tertre por ejemplo, que hoy es la reina del verano, toldos desplegados, terrazas repletas, menús apetecibles, tan maravillosa como una ventana roja del verano, pero mi amigo el pintor Atilio Kreila de Croacia no está. Y ahora, no sé porqué, me encuentro en el boulevard Ménilmontant, cerca de Nation, donde me ataca de nuevo un esbirro de la angustia. Y anoche —¿o esta noche?— de nuevo con los muchachos en un restaurante chino de Belleville, donde uno pondera con mal ojo el exceso de aceite, lo que origina una metáfora: estamos en el Palacio del Colesterol, tal vez una noche de verano en Cali allá por los 70. Sinceramente, no hago caso del comentario, ingurgito goloso mi tallarín saltado sabrosísimo, brillante de aceite... ah, los actos circulares, ah, los actos elípticos, el laberinto de los enfermos de eternidad, por ejemplo el ritual del gallito al carbón en el restaurante Da Lat de Belleville, que el muchacho de Chiquinquirá llama Fábrica de Alimentos Asiáticos, cuyo sabor parecido al pollo a la brasa de la patria me conturba, donde una vez vi monjes budistas venidos directamente del Tíbet, dichosos y eternos los malditos, sonrientes y serenos, con sus ligeros atuendos de azafrán, ligeros, impalpables, vacíos, libres de todo mal... Y ahora, en condiciones por demás desfavorables, lo único que me salva —pero sólo unos segundos— es el arrancarle briznas o guiñapos de inexistencia, de puro goce sin yoyoísmo, al monstruo de la felicidad, porque ya basta, el poeta tiene razón, ¿cuándo dejaré de hablar de mi horrible persona, es decir de mi máscara, maldita sea? De regreso al techo del mundo, otra vez en busca de Atilio, he vuelto a las alturas del Sacré-Cœur. Babilonia flota pegajosa, tibiona, allá abajo, atrayente y definitivamente terrible y fatal. ¿Por qué no sigue siendo ese pantano bélico donde los bárbaros peleaban sin tregua con el barro llegándole al pescuezo, como decía el poeta? ¡Ah, Lutecia! Por el momento, de nuevo vuelvo al sur. Allá, por la Place Nation, se posa suave el huevo rosa de la bendita tarde. ¿Y el congreso? le pregunto medio idiotizado a las golondrinas que surgen como perdigonazos en el cielo, de pronto disparadas por un dios hindú. ¿Y las polémicas? ¿Y la patria? ¿Regresaré? Me parece que no. En todo caso, ya feneció el congreso. Esta noche, una cena con los muchachos, y mañana... ¡Ya llegué al sur! ¡Otra vez! ¡Ahora estoy en el campo, muchachos! ¡Bienvenidos sean cuando gusten! Hay trigales rubios. Hay caminos empedrados y serpentinos, muchachos, el de la izquierda conduce a Venelles, el de la derecha a Puyricard, que pueden ser el cielo, que pueden ser el infierno, pero siempre por un día de sol azul integral.
En el campo, Route de Saint-Canadet, el 24 de junio del 2005
© 2005, Miguel Rodríguez Liñán
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Rodríguez Liñán, Miguel: «Ecos del congreso»,
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