Mensaje del kuraka

Primero de mayo del 2002
[Ciberayllu]
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La verdad: dicen que la están buscando entre los muertos de las sierras huamanguinas, entre los tunales que ofrecen el dulce y jugoso fruto tras las espinas; la estarán buscando también en los pueblos altinos del valle del Mantaro; también estará escondida en la puna altiplánica de Nuñoa, de Ayaviri; y estará alojada en el raciocinio sin vergüenza de quienes están en cárceles, en cuarteles, en sus casas pobres o en las malhabidas, en la ciudad y el campo. Y en el alma de los que perdieron hermanos, maridos, dignidad, paisajes. Tanto muerto, tanto abuso, tanta gente, tanto tiempo.

La verdad, pues, vendrá a pedazos, incompleta, pero estará siempre asomando la cabeza. Los encargados de buscarla trabajarán en una suerte de dolorosa arqueología, identificando penas, clasificando piezas de ignominias, organizando datos hasta lograr formar imágenes que todos desearíamos no hubieran sido. Pero si los arqueólogos estudian para aprender cómo era la vida en tiempos más o menos lejanos, los buscadores de la verdad acumularán evidencia sobre la muerte —en muchas de sus formas— en tiempos que hemos vivido quienes tenemos más de veinte años.

No es envidiable la tarea de quienes conforman la Comisión de la Verdad en el Perú, porque les toca investigar los actos bárbaros de gentes que, al cometerlos, mostraron que no tenían ningún respeto por los derechos ajenos: y muchos de ellos están allí, no sólo libres, sino que detentan poder o aspiran a tenerlo, por las urnas o por la fuerza, y tratarán de escamotear sus culpas y obtener impunidad a punta de discursos de plazuela o de filósofo, o del simple y llano chantaje o de otras malas artes. Extraño oficio el de descubrir delitos de lesa humanidad, porque el objetivo final es enterrarlos —a los delitos— pero sin esconderlos, pues hay que mostrárlosnos a toda la gente para que repitamos y prediquemos: «Nunca más», «No a la impunidad».

Por eso es importante recordar esos hechos terribles: no para vengarse de nadie, sino para aprender a curarnos en salud castigando a los culpables con el desprecio de todos y también con las imperfectas leyes. Y aceptemos que los miembros de la comisión se puedan equivocar, pues son tristemente abundantes los abusos que tendrán que revisar. Mas habrá que apoyarlos, para que tengan la seguridad plena de que su trabajo es necesario y correcto, y que la patria está hecha de gente que quiere limpieza.

¿Habrá algún día en que no sea necesario investigar más estos actos? ¿O será que el latinajo de Plauto —Homo homini lupus— es no sólo una sentencia moral, sino el nombre científico de nuestra especie? ¿Homo sapiens? Precisamente: todos debemos saber.

(No había dejado el Perú sino hacía unos meses, cuando escribí en 1991 las líneas que siguen —y ya se me acaban los poemas viejos—; si bien no apareces con tu nombre, América Latina, estás ahí, amante de lo antiguo, siempre acompañándome, yo siempre acompañándote, en las malas y en las peores y en las buenas, que ya habrá:

«Otros tiempos»

La puna estaba llena de verde
o amarillo seco,
abierta a quien quisiera posarse en ella
bosque de rocas
y azul y gritos de cernícalo
y espantos de perdices aprendiendo lo que es doble tracción.

Hay que pasar horas de paciencia
silencio
y ocultarse
bosque de piedras
lajas
resbaladizas hasta para el caballo de la pampa
para ver al venado, a la taruca, a la vicuña.

La puna está llena de sabe dios qué
en estos años diferentes. Sé que no hay más
doble tracción
y las perdices aprendieron algo por las puras.

Ni siquiera hay soldados porque ya no hay gente.

Triste es que no haya nadie que me cuente
de la puna. No más Chinchaycocha, o Palcán,
ni Macusani, o Choclococha, y menos, casi nada queda
de Pichicancha, Ayas, y las vicuñas, asustadas,
cerca a las ruinas de los gentiles.

No más vóley a cinco mil metros de altura.
No más abrazarse con el frío, ni chofer empapado en lluvia congelada,
ni sopa de carnero ni caldo de cabeza.
No más trébol ni chillihua.
No más besos, trepados en el cerro,
imaginando ruinas y anfiteatros
y descubriendo cómo seca el sol andino.
No. Ya no queda ni el frío de las tardes.

Todo
se lo llevó esa musa, Clío.)


Y ahora las novedades de abril.

Desde París, esa ciudad que siempre se las trae con los poetas, el narrador Miguel Rodríguez Liñán, cuya novela sigue haciendo ruido —del bueno— desde Chimbote hasta Marsella, hace un repaso de la poesía peruana de los 60 a esta parte, y combina su encuesta con una crónica de una reunión de poetas peruanos en París.

También se ha incluido un enterado ensayo que desde Berlín nos hizo llegar Yazmín López Lenci, quien hace varios años investiga el movimiento vanguardista literario de principios del siglo XX en el Perú.

Bolivia se hizo presente por partida doble. Desde Santa Cruz de la Sierra, con una parada en Iowa para recoger una hermosa fotografía de Kathy Leonard, la narradora Giovanna Rivero nos envía un texto sobre los secretos que esconde una caballeriza, escrito a propósito de esa imagen con monturas. Y desde las elevadas latitudes de Suecia, Víctor Montoya le habla a un yatiri, personaje principal de uno de los cuadros más representativos de la pintura bolviana del siglo XX.

En cuanto a poesía, damos la bienvenida a dos escritores peruanos. Desde Chimbote, puerto muy presente en nuestras páginas en los últimos meses, el escritor Ricardo Ayllón nos envía unos sólidos poemas en prosa en los que se refiere al insomnio, y desde Brasil—a donde se encuentra ahora después de vivir en Finlandia—la escritora Roxana Crisólogo nos envía una muestra de su variada poesía, desde la reflexión hasta el humor.

Finalmente, hemos renovado la página de recensiones brevísimas, con noticias de la novela de Miguel Rodríguez Liñán, los libros de poesía de Paolo de Lima y de Jorge Hidalgo Rosales respectivamente; de miniaturas narrativas de Ricardo Rojas Ayrala; y sobre las revistas Espaces Latinos, Allpanchis y Alborada.

Saludos, amigos lectores, y hasta la próxima.

Domingo Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu
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