Mensaje del kuraka

Primero de abril del 2002
[Ciberayllu]
Índice de secciones

El editorial de este mes iba a versar sobre César Vallejo, y de él se ocupa inicialmente. Pero los acontecimientos en el cercano oriente son demasiado graves, así que ruego al lector comprensión por ofrecer ambos temas en sucesión tan poco natural, y con más extensión de la que aquí se acostumbra.


Marzo 2002, marzo 1892: tres siglos, dos milenios, un poeta: César Vallejo, César Abraham Vallejo Mendoza, salido al mundo de Santiago de Chuco, ciudad andina, poeta inmarcesible (que ha aparecido poco en las páginas de Ciberayllu). Vallejo no es mito, no, y no es tampoco rey Layo como pretendimos hace 25, 30 años: rey Gayo será, eres, Vallejo. Viejo poeta vigente, vigilante. Ya pronto serán cien los años de tu primer poema.

Qué placer releerte, Vallejo, todo el tiempo. Qué diferente cuando te descubrió este lector a los trece años y hubo de asombrarse de espergesias y trilces o de huesos fidedignos, palabras extrañas, imágenes que invocan pinturas impresionistas, nunca barrocas, poesía atractiva pero inherentemente peligrosa; luego descubre uno que tú, Vallejo, además de buen poeta, eres buen hombre, y le das al lector la paz del endecasílabo, del alejandrino antiquísmo, del pie forzado, siempre ofreciendo la tranquilidad del ritmo conocido. Si el de Berceo de hace ocho siglos se anunciaba como «Gonzalo fue su nombre, quien hizo este tratado», tú, Vallejo, te alejas de los Andes recordando: «Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje». Si el poeta clásico cantaba que «Un soneto me manda hacer Violante», tú, Vallejo, usas la misma acentuación para clavar el endecasílabo propio en medio de tus poemas no canónicos: «Y mi madre pasea allá en los huertos», o también, elegante por lo simple: «Voluntario de España, miliciano». Los pasos lejanos se hacen asequibles, la guerra terrible tiene ritmo, tu palabra de poeta trata, con convicción visiblemente escasa, de liberarse de la realidad del poeta —como escribiste, creo que en Contra el secreto profesional, proponiendo que la poesía se independice del significado, tal como Isadora Duncan había hecho al liberar la danza de la música—. A veces, poeta, pones en aprietos al lector, pues el ritmo es lo importante. Y a veces el canon tiene que rendirse ante la fuerza del significado, y la poesía tuya, Vallejo, fluye —y en ese fluir está su gracia— en esa lucha permanente.

Vallejo, ¿no escribiste mucho a la mujer amada como los poetas hacen? ¿«Sólo al dejar de ser, Amor es fuerte!»? ¿O mejor, «Amada, en esta noche tú te has sacrificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso»? Mejor la guerra, el militante, miliciano de España, Pedro Rojas, los compañeros: nunca escribiste de las piernas de una amante. Ni falta que hacía. Inescapable Vallejo, y muy probablemente a pesar tuyo.

Regresa el editor, una vez más, de sus estratósferas esdrújulas: Y es bueno recordar a Vallejo cerrando el mes que alguien llamó de la poesía, como si un marzo pudiera contenerla, y abriendo el abril que acá en el norte es primavera.

(América Latina, una vez más me haces perder la impudicia, así que, aprovechando el espacio, acá te envío otra de las cosas que escribí hace un par de años, tratando de jugar —oh pecado— con los dos poemas vallejianos que más me impactaron cuando niño.

Variaciones sobre «Idilio muerto»
y «Los pasos lejanos»

      Se han perdido las rimas de la infancia
      Entre tanto crecer de la barriga.

¿De qué cosas hablaba esa niña
Tan dulce —del olor del tumbo andino
Que florece en los suelos—,
Adornando su cabello los domingos?
¿A dónde se apuraba
Hilando
Con su mano febril y alucinada?

Seguirla hasta el alba montañesa,
Mirarla en los recodos, tras las pircas,
Buscar su azul marino, su línea vallejiana,
Su fábula de Esopo
O su frase musical del Pentateuco.

(Aparecen los ritmos de enseñanza
Entre pajas que cubren esta viga
Que sostiene mi casa y que me obliga
A no agotar al ojo que descansa
Plácidamente
En el amenazador atardecer atávico
O en la crepúscula sombra que a las doce
Proveen los árboles semidesnudos del desierto.)

«Hay que montar a la hembra», aconsejaba
Galante y sabedor,
El padre de los pasos más primarios,
El del rostro iracundo.
«No quieras que se vaya», insistía,
Siempre avizor, siempre alojando dudas
Sobre cuán preparada se encuentra la progenie
Para repetirse, cambiada, mejorada
Por los siglos de las generaciones.

Tal es la urgencia del padre sobre el hijo:
Sangre de la sangre, y el lunar que acusa
La relación estrecha
Por encima de la brecha de culturas temporales.
Galante y sabedor,
«Hay que montar a la hembra», aconsejaba.

Tal es el precio del cariño impuesto
Por la herencia:
Más allá del gesto igual,
Del mismo timbre en el canto más bien raro,
Más acá del millar de semejanzas,
Y más cerca del punzante dolor del abandono
Que se siente al llegar la Ineludible,
Más cerca y más lejos,
Está el cariño impuesto por la herencia.

No queda más que cerrar el paréntesis.)


(Al lector, a la lectora: se ruega leer el comentario siguiente con las pinzas de la comprensión; al escribirlo, había recién empezado el asedio a las instalaciones de la autoridad palestina en Ramala y, en su ingenuidad, este editor jamás sospechó la destrucción masiva de vidas e instalaciones civiles que el ejército israelí iba a llevar a cabo en los días siguientes, y que aún continúa. Queda el texto como fue escrito. 13 de abril del 2002.)

No hay forma de sustraerse a la tragedia en Israel y Palestina. No es posible huir del hermoso rostro de la niña de dieciocho años que se inmoló matando, esta ultima semana de marzo del 2002, ni de las asustadas expresiones de los soldados de su misma edad que, cumpliendo órdenes, van a destrozar vidas. El veneno es ahora tan fuerte, tan cargado, que ambos, suicidas y soldados, han perdido no sólo la capacidad de entender —que aparentemente sus dirigentes todos han buscado haber perdido— sino de querer entender, lo cual es inhumano.

A la distancia, es hoy casi imposible imaginar a esos muchachos, judíos y palestinos, conversando de cualquier cosa en una esquina de Jerusalén, sin que inmediatamente los veamos volcarse a los gritos, a las sospechas y a las acusaciones. Ya no son Anat y Hussain, Fátima y Rubén conversando en la calle: se han reducido a la masa, y son ahora «judíos» y «árabes». Lo absurdo de esto es que esa imagen de jóvenes palestinos y judíos confraternizando, si bien no universal, no hubiera sido extraña hace algunos años, quizá sólo algunos meses. Y quizás aún no lo sea, ojalá, en muchos lugares, pero la persistencia de los medios en mostrar solamente la violencia de una y otra parte —es decir de «árabes» contra «judíos», de «judíos» contra «árabes»— hace muy difícil pensar en otra relación que no sea la de la venganza y el castigo, al menos desde esta forma de ignorancia que es, pues, la distancia.

Pero es más que evidente que hay en tierras levantinas mucha gente que ya está harta de todo esto, y que tirios y troyanos —es decir oponentes guerreros— tratarán de acallar a quien no predique zión o jihad. Cuando la historia se mezcla con la religión, nada sale que no sea explosivo y brutal. Dicen algunos que la religión le debe al ser humano sus momentos más terribles y también los más sublimes. Puede ser: pero lo que me viene a la cabeza es que esos momentos terribles vienen casi siempre acompañados de situaciones en las que el poder político se confunde o apoya en la religión organizada, mientras que los momentos sublimes ligados a la religión se ven mucho más como actos personales de individuos con fuertes convicciones religiosas: religión como moral versus religión como justificación, ética versus política. El integrista de cualquier persuasión tratará siempre de mezclar ambas cosas, pues de eso vive. Incluso en movimientos aparentemente no religiosos, como en el caso del senderismo en el Perú, los líderes tratarán de inyectar en el proselitismo político un fuerte componente místico, de modo que sea posible asesinar a sangre fría, muchas veces de manera ritual, casi litúrgica, a gente obviamente inocente, sólo para dar una lección. Bajo esta luz, cuando se castiga y asesina a inocentes aduciendo la doctrina de que «el fin justifica los medios», se convierte a ésta en una doctrina religiosa y no meramente política, y quizá no pueda ser de otra manera. De ahí el martirio como objetivo vital, el robo y la destrucción como medio de sometimiento, la expulsión como ruta hacia una pretendida «paz» basada en la hegemonía.

Y lo mismo se trafica con la historia, incluso cuando se excluye de ella el componente religioso. Historia como lección versus historia como excusa. Cuando uno conversa de la tragedia actual del cercano oriente, el diálogo, si lo hay, trae frecuentemente a colación las barbaridades cometidas por los británicos en el siglo pasado, los ofrecimientos rechazados por uno y otro bando, una y otra y otra vez más, la persecución sufrida por unos y la arrogancia de los otros, y se llevan los argumentos a veces miles de años atrás: el eterno ojo por ojo es, pues, usar la historia como excusa y justificación para lo que está pasando. La historia vista así no ofrece solución alguna, porque no busca solución alguna que no sea la imposición del uno sobre el otro. En cambio, la historia como lección es invalorable cuando su estudio lleva a no tropezar de nuevo con la misma piedra. Claro que este argumento se tuerce fácilmente con el truco retórico de convertir la lección en excusa («la historia nos enseña que ya hemos tratado eso muchas veces, y no funciona, por lo que lo único que nos queda es aniquilar/someter/expular al otro»), lo que una vez más no lleva a ninguna parte. La historia honesta busca las causas de lo que hoy pasa con el ánimo de obtener una lección, y no de ejercer venganza, como lo hace la historia mercenaria.

¿Qué hacer? A no ser que «miles de individuos», o «todos los hombres de la tierra» (Vallejo, te colaste en esta parte) nos pongamos a persuadir, uno por uno, a que desistan quienes están dispuestos a morir y matar en el proceso; a no ser que ofrezcamos el ejemplo de no cultivar jamás el veneno de la venganza; a no ser que inundemos el mundo de actos moralmente buenos libres de religión regimentada y de ansia de poder; a no ser que nos llegue la utopía: no mucho, a la distancia, salvo tener las antenas bien sintonizadas para evitar las trampas argumentativas. ( Todo esto no excluye que haya culpables, pero lo urgente, ahora, es detener la violencia.) Saludemos a los pacifistas que ya están acudiendo a Palestina e Israel, para apoyar la labor de quienes viviendo ahí ejercen el valiente derecho a la disensión. Y desconfiemos siempre de cualquier razonamiento —especialmente si propio— que tienda a «dar la razón» a uno de los lados, o, peor, que trate de poner todo lo malo que cada bando haya hecho en los sendos platillos de una imaginaria balanza, para ver quién es más malo, quién es más reo de lesa humanidad, quién ha sido más canalla, quién empezó esta espiral de violencia, quién tiene, pues, «más culpa»: ejercicio imposible, porque no hay forma de pesar el pesar por nuestros muertos contra el pesar por los muertos ajenos: los nuestros siempre pesan más. Y eso es lo triste.


Ocupado este marzo que acaba de terminar. La generosidad de viejos y nuevos escritores, para no mencionar su calidad, y la abundancia de material que recibimos y que no podemos publicar son el mejor indicador de que este proyecto está aún vigente.

Iniciamos marzo con un comentario (o crónica personal, o reseña, no importa, pero con mucho sabor), del escritor Miguel Gutiérrez Liñán, que desde Francia nos envió un escrito acerca del legendario Adán Felipe Mejía (1896-1948), escritor peruano gastrónomo y erudito del lenguaje, bien llamado «el corregidor». Un segundo comentario, de este editor, inaugura «El guachimán de la lengua», que esperamos que se convierta en una serie de observaciones sobre el idioma castellano en nuestros días. Sin ánimo normativo —salvo un poquito nada más, que también hay que defender el lenguaje de agresiones que pueden llevar a que no nos entendamos—, esta primera entrega se ocupa de algunos barbarismos provenientes del idioma inglés.

Marzo, dicen, es el mes de la poesía y, en el Perú —como ya se vio—, es también cuando se conmemora el nacimiento de César Vallejo. César Ángeles, quien hasta ahora ha contribuido abundante y enteradamente en los campos de la crítica literaria, se lanza al ruedo esta vez con tenida de poeta, y por partida doble: primero, dos largos poemas de su libro A Rojo, y luego un emotivo mensaje a César Vallejo, de poeta a poeta, de César a César.

La narración se hace presente por partida doble, y en ambos casos viene de Alemania, si bien con estilos y temas muy distintos. Primero, un breve cuento del escritor argentino Francisco Olaso, que nos habla de los amantes que tratan de borrar la tristeza con amor. Y luego una historia —quizás dos historias superpuestas— de Walter Lingán, en la que recuerda la masacre de periodistas en Uchuraccay: «Un OVNI en el microondas de Olympia»: hay que leerlo para entender el título.

La sección de cultura popular, que no ha visto muchas novedades en los últimos meses, se ve reactivada gracias al poeta peruano José Alberto Velarde (a quien damos la bienvenida), que desde París nos envía una nota sobre la historia del tango argentino en Francia, seguida de una entrevista con Juan Cedrón, figura emblemática de esa forma musical.

Y cerramos esta lista con el excelente escritor boliviano Víctor Montoya, que ofrece a los lectores una crónica personal, con reflexiones acerca de su condición de hombre y literato, a partir de su apreciación de un cuadro del noruego Edvard Munch.

Espero que la lectora, el lector, estén aún leyendo después de este larguísimo pero necesario mensaje editorial.

Hasta pronto.

Domingo Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu
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