9 marzo 2002 |
un día sin vozcuento |
Francisco Olaso |
Descubrí a Mariel a mi lado. Estaba destrozada. Más todavía que mi cuñado y mi cuñada, que parecían espectros. Es que una cosa así a duras penas se puede vivir, pero es imposible de imaginar. «No sé si sigo cantando», pensé. Y después me reproché pensar en mí, y me dejé ganar por el vacío. En adelante fui un estar sin habla, un casi sin pensamiento.
Alguien nos sugirió que descansáramos un poco. Entonces salimos, Mariel y yo, sin decirnos nada, sabiendo que no había forma de parar ni descanso posible. Caminamos por el barrio de cada día. Porque la sala de velorios, elegida en el momento, estaba a tres cuadras de casa, y a cinco o seis de lo de mis cuñados. Supe que después de ese día, para ir hasta la estación de trenes, nunca más iba a caminar ese trayecto. Tendría que dar un rodeo. Evitaría pasar y tener que acordarme.
Llegamos. Mariel se tiró sobre la cama. Yo a su lado. El cielorraso era negro. Yo no sé cómo empezó. No puedo hablar de caricias. No hay caricias cuando dos se desarropan, se quitan la ropa a tirones. Tampoco sé qué cara del amor era esa que llevábamos, mirándonos como quien golpea, como quien mata, sin hablar, sin responder a otro ritmo que el de la desesperación.
Después fue vestirse y salir, sin cruzar una palabra. Y caminar las tres cuadras, para volver a ser las pobres criaturas que éramos en la casa de sepelios. Las personas, cuando por una cosa así dejan de serlo, son sombras antes que cuerpos. Ocupábamos apenas la mitad de la sala. Nos habíamos juntado como se juntan los animales en la tormenta.
Vayan, dijo alguien de la familia. Y ya estábamos otra vez Mariel y yo sobre la cama, como dos fieras, cogiendo hacia adentro, lejos de la piel, porque eso no era dar sino arrancar, agarrarse uno mismo en el otro. Y acabar sin acabar. Porque el orgasmo no era el fin, ni tampoco significaba una pausa.
En un momento terminamos sin hablar, como habíamos empezado. Nos vestimos sin decir una palabra. Y ya estábamos listos para salir, para entrar de nuevo en esa sala, esa salita sin ventanas ni consuelo, a la que pronto ingresaron dos gastados trajes negros, quienes dieron a entender que era la hora.
Sin que mediara palabra empezamos a salir. Y yo, que no pude mirar a la chiquita cuando el cajón estuvo abierto, llevaba ahora una de las manijas. La madera pesaba más que sus cuatro años. ¿Le habrían puesto regalos dentro, para así alegrarle el viaje? «Ay, ay, ay, ay, ayita, pobre, pobre, mi guagüita», canté para adentro. Y me dije que debí haber nacido indio norteño, para festejar el viaje de la criatura, cantar que un caballo blanco se la llevaba hecha angelito, hacia donde nadie sabía de penas ni de dolor. Pero allí no había caballos blancos. Y el angelito no tenía alas sino trenzas. La caravana de gente vencida subió y bajó de los autos. Dejó caer sus flores en un pozo que pronto volvió a ser tierra.
A la vuelta intenté darme algún aliento. Pero mi voz era un viento rojo y seco, que apagaba el corazón. Mariel abrió la puerta. Yo la cerré. La cama estaba deshecha. Nosotros de nuevo arriba. Cogíamos a los ojos. Agarrados como náufragos. Mordiéndonos como perros. Sin poder decir ni voz ni grito.
© 2002, Francisco
Olaso
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