15 abril 2002 |
Sobre tus mismos pasos |
Giovanna
Rivero Santa Cruz
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e llegan los relinchos como una salvaje algarabía de campo. Piensas que
ellos jamás podrán practicar el hipismo como verdaderos profesionales. Crees
que les falta disciplina y concentración. Si tú tuvieses su edad no
desperdiciarías el tiempo en absurdos y nimiedades. Los caballos llegan con el
pelo húmedo y los cascos sufridos. Supones que los hacen recorrer kilómetros,
sin detenerse en las quebradas para beber agua, sometiéndolos a su desbocada juventud.
Reconoces que sientes algo de envidia, pero te consuelas pensando que ellos también
llegarán a tu edad con la desventaja de que no cultivarán tu experiencia. Ni
siquiera deben saber amar, concluyes.
Dejas tu habano en un vaso con agua, para matar el fuego. Caminas en la oscuridad aguzando el oído. La reja del establo ha chirriado una sola vez, de modo que sólo han ingresado y seguramente estarán cometiendo travesuras. Tu condición de capataz no te permitirá llamarles la atención, pero podrías consolar a tus caballos. Sí, son tuyos, tú los alimentas, los vacunas y los cuidas, como a verdaderos hijos, y crees ver en los ojos de las bestias destellos de gratitud. También reconoces que te cuesta más relacionarte con humanos. Anoche mismo, los corceles como elegantemente los llama ella tenían las crines electrizadas; lo atribuiste a la tormenta que anunciaba la radio, los cepillaste largo rato, pero sólo conseguiste que relincharan con mayor inquietud. Ella se levantó, asustada por los relinchos y los truenos, se aproximó al establo y aunque quisiste evitar mirar los vértices de sus pezones que el camisón transparentaba, no pudiste. Tenía el pelo suelto y se veía mayor. Volviste, alterado, sobre tus pasos. Ingresas al establo con tanto sigilo que ni tú mismo escuchas tu respiración, te parece incluso que tu corazón ha dejado de palpitar. Murmullos, gemidos, suspiros se escapan por entre las maderas. Los ves: montada sobre el lomo de Tinto, tu animal preferido, ella se deja amar por su hermano. Irrumpes en ese aire enrarecido. Quieres que se avergüencen, que incluso te pidan disculpas, que clamen perdón de Dios pues ese acto de impudicia ni siquiera lo has visto entre los animales. Pero ellos parecen no verte. No, ellos no te ven. Tu corazón no late, tu respiración no expulsa tu hálito horrorizado, nadie puede verte. A tu paso fantasmal, las crines de los caballos se erizan, y entonces recuerdas que hace noches viste la misma escena y la sangre se te agolpó en el cerebro. Te encontraron en tu propio charco, con los ojos abiertos, todavía mirando ese terrible amor entre hermanos. * * *
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