19 abril 2002

Avatares de insomne

[Ciberayllu]

Ricardo Ayllón

   

donde da igual tener los ojos abiertos

Como lamerme la tersa piel de la mano, herirla en  el hielo o frotarla con la cresta vil de la sien, así de útil es abandonarse sobre la manecilla febril del insomnio. En otros tiempos contaba ovejas, bebía valeriana caliente o pedía que me leyesen un cuento. Y el descanso arribaba (apodado y ligero) envuelto en un baile, zumbando como un abejorro al que jamás miraba a la cara. Se trataba de ablandar adjetivos, de anidar en una roca perlada junto a las mínimas formas de la permanencia del sueño. Y yo era ronquido seguro ataviando la postración de la noche, fluctuando como mariposa de humo apagada en el fuego.

Tras los altos maderos de un bosque que agita el mundo al revés (que cala la hostilidad de la noche, que ya no brilla en las bóvedas grises de los cielos pasmados), me derrumbo ahora en esta historia perpetua, en esta marejada silenciosa y estéril donde da igual tener los ojos abiertos. Olvidar el desvarío que esparce las raíces del falso sosiego, poder volar, poder salir de esta casa dejando atrás todo aquello que estruja la eterna oquedad de mi sueño.

Pero luego esta forma de bebida mayor que agita el fabuloso jardín del perjuicio; así de indudable el insomnio, así de cantante. Nominando los juegos más despejados, los que interesan para delimitar la viscosidad de las sombras, los que todavía supuran la cerrada luz del estrago, así me deslizo, internado en el vientre de una habichuela que se agita por dentro… Y busco el sueño escalando el ardor, ungiendo el silencio, ahorcando el bullicio en la brisa implacable de las más altas penumbras.

como un susurro que escarba y vive de mí

Por supuesto que existe el duro cristal de la noche. Sentado al umbral de una bóveda turbia, lo estéril se fundamenta como una gran caravana que no se disipa ante nada, que no bulle, que no condiciona los quejidos que llegan a horas precisas, porque en mi vientre laten los muertos, en mi pobre vientre calcáreo y nocturno respira la soledad en forma de montones de hombres suicidas, apagadas montañas de carne con olor a vendavales ajenos.

Nunca lo dije. Tal vez sea el hallazgo de un reino donde se tupe el ardor como un hongo de intriga y discordia, donde el fulgor de la muerte es el lenguaje del mar, el fuego que alimenta los besos, las buenas acciones del grano y la espiga. Muertos de impecable pellejo gobernando mis noches, apacentando las zarzas que moldean la suerte; muertos empeñados en irradiar su congoja y escupirla en mi pecho hasta que prenda o se pudra como una vieja canción.

Bajo los muslos de un viejo poblado que supura las horas más negras, veo elevarse los foscos silbos del mar, las piedras perpetuas del duro jardín del insomnio, la límpida hierba de la duda y el vértigo. Entonces ya nada es rotundo, nada se desmigaja por mí, nadie apuesta a mi alma ni a mi pobre mudez de mortal. He aquí los muertos en mi intranquilo vientre de carne: muertos de labios, muertos de boca, muertos encomendando sus llagas a la luz extinguida de mis ojos callados.

Así es como la noche se hace párpado y grieta, brecha negándose a aspirar mi descanso obligado. Como estuche entreabierto por donde no ingresan sino mis maldiciones desnudas, en mi vientre suspiran los muertos con sus voces de amianto, con su viento segado en la negrura más honda. ¡Mi angustiado vientre lleno de muertos! Ahora lo digo como un susurro que escarba y vive de mí, hoy que la noche es siempre la misma, una palabra desierta tragada por nubes de astillas.

a la manera de pelusas facundas

Pero debo decir en verdad que los rojos maderos del sueño erigen la liviandad de su hogar sobre las toscas cuevas del vértigo. Ahí es que navego en las arterias del desvarío como permitiendo que me conduzca una gavilla de cuyes que arriba a mi cama en vuelo certero. Entonces no queda más que hincarse ante un soplo que desmelena la dulce vigía, y permitir que el pobre edredón sea invadido de pelos ante la clara canción de la luna. ¿Y cuántos cuyes, cuántas formas alucinadas del vértigo carcomiendo mis sábanas? ¿Cuántas roedoras maneras del despertar agitado, del cantar de la luna sobre mi cuerpo de fieltro?

Bajo la sal de la noche, aquí donde la incandescencia busca erigirse al llamado de un terco susurro, permito que me cabalgue la pálida ingravidez de mis párpados. Y se hace atrás el silencio, atrás se hace la serenidad ante decenas de cuyes mordisqueándome el cabello de alfalfa, el maíz de los ojos, las cáscaras frescas de esta piel trasnochada. ¿Y cuántos cuyes, cuántas formas de orinarse y procrearse y cagarse ante el espanto y la ausencia del alba? ¿Cuántas variables de pelos y ojos para avistar la mañana?

Sin embargo no es cierto que, de espaldas al umbral del sosiego, el vértigo sea fecundo como estas bestezuelas libradas al silbido del alba, no es que las sombras agiten tanto el desvelo tras las mudas maniobras de la desdicha, es sólo que hay que inventarse alguna colina de efluvios que espante estos cuyes disparados a la manera de pelusas facundas, estas gordas marmotas empeñadas en apartarme del sueño, en suplantarme el sexo, en despedir discursos a nombre de mi cuerpo quebrado y mordisquearme con el interminable rumor de las sombras, hacerme su resplandeciente cobayo, el más viejo de todos los cuyes cayendo en vuelo certero sobre la clara canción de la luna.

aún así arriba el duende nocturno

De esa forma consigo ver cómo me tiñen las cuencas naves del día. Llega la hora en que mi alma sueña conmigo y no niega más mi temple de peregrino de abismos, de experto guardián del alba volcada. Todavía así arriba el duende nocturno, el enano violáceo cuya imagen condeno, porque yo no lo veo, no veo la pobre versión de un vuelo empeñado en devastarme los párpados. No veo su talante de fuego, su piel erigida por la mortandad de mi sueño. Ahora yo duermo pegado a este muro donde ya no retorna el rumor de los muertos. Duermo vestido de negro (grises alones, cabello crecido), liberado de mí y de la noche que nunca dejó de horadar mi descanso. Ya nada veo sino la erosión de mis ojos, la pronunciación de mi nombre raspado como víscera y hueso.

Abismado a un denso quejido, a la trepidación final de la calma que invoca mi cautiverio perpetuo, perforo las piedras de la contemplación y el delirio, hago migas con mi cuerpo turbado donde el descanso niega su roca perpetua y la luz se escruta a sí misma vociferando nefasta cada vez hacia adentro. Y niego la risa de este duende nocturno, parto en mitades sus extremidades oscuras, trepano esta muralla con la que aquieta mi frente. No guardo lugar a ninguna palabra que llegue a última hora trayendo su nombre como pálpito herido o relámpago yerto.

Ésta ha de ser la hora de la ceguera mayor donde un duende nocturno ya no será la espada sin roca, mi ala trozada, la pobre quietud tragada por peces de panzas deshechas. Será ésta la hora de moldear el grito que me deje tendido sobre los promontorios de la luz y la calma, será el tiempo de negar las confusiones eternas, de habitar la región de las tibias arenas donde no ha de llegar más la maldición del insomnio.


© 2002, Ricardo Ayllón
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