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eropuerto de Miami, último día de julio del año 2002. Hace varios años, quizás cinco o seis, que no pasaba por esta suerte de bastión latinoamericano, y había olvidado esa sensación de inminencia cultural que he tenido siempre en este aeropuerto, donde todas las voces, todas, y los dejos, y lo querido y lo no tanto de nuestros países siempre me daba esa mezcla algo perversa de satisfacción de ya empezar a sentirme en casa, con la vergüenza/pena que siempre da ver cómo a veces algunos pretendemos sacar abiertamente ventaja de la situación haciendo uso y abuso de nuestra viveza. Debo decir que esta vez, sin embargo, sentí mucho más lo bueno que lo malo: los viajeros son una representación crecientemente cabal de nuestros ambientes urbanos, lo cual hace los viajes mucho más interesantes; conforme las colas se iban decantando hacia el vuelo limeño, los diálogos se sentían mucho más cerca, y la gente, sonriendo por el viaje a la patria, se gasta bromas e intercambia sus experiencias en Estados Unidos: que el chiclayano que va a visitar la cruz de Motupe, que la limeña nisei que va a acompañar a la madre a quien van a operar, que la familia ayacuchana que vive en Miami y que va al Perú después de varios años (la niña de nueve años, que entiende el castellano pero que prefiere hablar en inglés, no sabe que sus habilidades musicales —flauta, violín y piano— quizá le vengan por algún atavismo huamanguino irrenunciable). Y la madre con la hija adolescente que han venido de vacaciones a Florida ya no provienen de los antiguos barrios oligo-aristocráticos de Lima, sino del distrito Los Olivos, que sé que existe pero que no conozco. Y esto inevitablemente trae, una vez más y más y más, una reflexión sobre la migración, que son terrenos que este editor conoce bien y en los que siempre resbala: ser baquiano de la nostalgia no lo libra a uno de los peligros del desarraigo, tan lleno de espejismos, quién sabe si causados por la extrema diferencia de temperatura entre el frío de la distancia y el calor de los recuerdos gratos que escogemos cultivar. Tercer día de agosto, en Barranco, distrito limeño. Gran pausa: abrazos, encuentros y... bueno, un año no es gran cosa, después de todo, y la separación que siente quien regresa es obviamente distinta de los que siguen viviendo en esta ciudad. Hay un desequilibrio de entusiasmos, lo que parece confirmar lo que la experiencia de los emigrantes sugiere frecuentemente: al principio los que se van andan muy ocupados adaptándose y aprendiendo las reglas y los trucos de la sociedad a la que han llegado, mientras que muchos de los que quedan en casa (porque eso es: la casa de uno) sufren por la separación y la ausencia; pero pasado algún tiempo, quien se alejó descubre que tiene más tiempo para recalar en la nostalgia, mientras los que viven en casa tienen que rearmar sus vidas sin los ausentes y seguir tirando pa' lante en la cada vez más difícil lucha por llenar la olla. ¿Y los amigos? Llamadas telefónicas confirman que están trabajando, y muy duro. Ya los iremos viendo. ¿Y la política? No mucho que decir, a estas alturas, pero la pobreza de nuestra dirigencia política parece ir de la mano con el empobrecimiento y el creciente desorden. Ya hablaremos de eso. Por ahora, hay que comer un anticucho, un alfajor, una granadilla, y continuar encontrándose con la buena gente del Perú. (El paracaídas ya está abierto, América Latina, pero aún no logro aterrizar del todo: he tocado tierra dos, tres veces, pero la ausencia parece haberme hecho muy ligero, de modo que bajo y vuelvo a elevarme varias veces. Te vi. Te juro que te vi, pero no me atreví a acercarme, mucho menos a tocar tu bello rostro con esa sonrisa incierta que has aprendido últimamente, como si temiera que no me reconocieras: tú, imagínate, haberme olvidado... Pero es posible que uno esté llegando al fin del ciclo de la ausencia, y entonces serás mi desperdicio favorito, porque te dejé ir, porque te dejo ir, poco a poco, a donde debes, y yo me voy hundiendo en una masa transparente que, si bien me atrapa irreversiblemente, me deja y me dejará siempre ver lo que sucede más allá de esa ausencia que no brilla.) Sigamos, pues, con un rápido recuendo de las novedades añadidas a Ciberayllu en julio del 2002. La lucha contra movimientos terroristas ofrece un reto extraordinario a las sociedades democráticas, pues con frecuencia se suele atentar contra las libertades individuales e incluso económicas. Deborah Poole y Gerardo Rénique ofrecen una discusión de cómo la experiencia peruana a ese respecto tiene relevenacia para la metrópoli. Un comentario de César Ángeles L. discute tres películas aparentemente dispares que exploran la propia naturaleza de los sentimientos humanos. Y otro de Miguel Rodríguez Liñán se refiere a un poemario de Homero Alcalde, poeta peruano afincado en Francia. Una nota globalizante es la del boliviano Víctor Montoya, afincado en Suecia, que se encontró en las calles de Estocolmo con una comparsa de la morenada boliviana, con tuntuneras y, sobre todo, con el Achachi moreno, que le da nombre a la fiesta deslumbrante. En creación, Antonio Bou comparte un relato de la poco probable amistad entre un niño de Machu Picchu y un turista puertorriqueño; y José B. Adolph ha escrito un largo cuento sobre una historia de amor en la que el desenlace final viene al principio. Cerramos el mes con el prefacio (en inglés y en castellano) escrito por Immanuel Wallerstein para la edición en inglés de un libro del peruanista finlandés Teivo Teivainen en el que sostiene, con mucha propiedad y abundante conocimiento, que la extrema prioridad que se le da hoy al manejo económico, pone en peligro a las propias instituciones democráticas. Hay, pues, lectura abundante y relevante. Hasta pronto. Domingo
Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu © 2002, Ciberayllu, Domingo Martínez Castilla. Todos los derechos reservados. |
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