26 julio 2002

Despilfarro

Cuento

[Ciberayllu]

José B. Adolph

 
A eso de las once de la noche, Tania le pidió a su empleada, Maribel, que echara una última mirada a Manuelito, su hijo de seis meses de edad.

—Está bien dormidito, señora— reportó Maribel. Ambas sonrieron.

Una hora después, Tania dejó a un lado el libro que leía en la sala y subió al cuarto de su hijo. Lo miró intensamente y luego lo levantó con cuidado de la cuna, lo arropó en una de las frazadas y bajó con él. Sabía que no despertaría.

Tampoco Maribel despertaría de su sueño de hierro, ni con el escaso ruido del automóvil saliendo lentamente del garaje.

Antes de partir calle abajo, Tania echó una mirada a Manuelito que dormía apaciblemente sobre el asiento trasero.

A unos tres kilómetros de su casa, al borde elevado del mar, Tania detuvo el auto. Bajó, abrió una puerta trasera y extrajo al arropado bebé. Lo condujo en brazos, sin volver a mirarlo, hasta el borde del barranco y lo arrojó por él. Más tarde pensaría que le había parecido escuchar un chillido a la distancia, pero que no estaba segura.

Mientras volvía al auto que la esperaba con las puertas abiertas, se echó a llorar.

Al acostarse en su cama solitaria, media hora después, aún lloraba. Cuando finalmente se durmió, casi al amanecer, soñó que vagaba por un parque de diversiones.

Luego vendrían los gritos de Maribel, las preguntas de la policía, periodistas mascando chicle, el regreso de su marido y una neblina creciente en el alma.

Tres días después Tania también estaba muerta.

 

UNO

La primera vez que hice el amor con Tania yo tenía 14 años y ella once. Fue en el garaje de su casa, vecina a la mía, y no recuerdo exactamente cómo nuestros torpes escarceos, besitos y caricias se convirtieron en coito.

Toda esa zona de mi memoria es difusa. Durante varios años pensé que yo había sido el seductor, el de la iniciativa. Tania, riendo, me confió cuando yo ya tenía 20 y ella 17, que las cosas no habían sido así pero que las chicas aprenden muy temprano a dejarles su orgullo a los machos.

No recuerdo sangre ni otros síntomas del fin de una virginidad. Puede que haya gemido en algún momento y puede que no, pero ¿de dolor o de placer o de ambos?

De veras que no comprendo por qué Tania persistió en una relación cuyo protagonista masculino, tiene que haber pensado, había sido el epítome de ese egoísmo que si bien puede ser prepotencia a menudo no es sino ignorancia. No podía estar satisfecha, cosa que entendí a posteriori.  Pero yo me veo como un hombre normal aunque conozca los reproches. Despotrican contra la tristeza post coitum: ¿qué culpa tenemos de nuestra biología? Una vez emitido nuestro semen, fin de la fiesta. Ellas necesitan permanencia para desarrollar su hijo.

A veces la llamaba yo, a veces ella a mí. Su voz era la de una niña formalita cuando por teléfono me preguntaba:

—¿Quieres venir a jugar?

Eso o mi pregunta, si ella tenía ganas de jugar.

Ahora me recorre un temblor casi indescifrable cuando recuerdo esa voz infantil sugiriendo sexo, respondida por una ya adulta pero vacilante voz masculina. ¿Qué clase de temblor es? ¿Horror? En realidad no.  ¿Excitación, culpa, nostalgia? Algo de todo eso pero la parte de culpa no se refiere tanto al sexo, no con ella, sino a lo que podría o no ser responsabilidad mía en lo que pasó después, mucho después, a ese crimen que nadie entendió, que nadie entiende.

Abría cuidadosamente la puerta de su garaje y me hacía entrar. Y allí, muy poco después, el muchacho montaba a la chiquilla, a veces sobre un jergón viejo en la posición misionera, a veces, más urgidos, de pie y desde atrás, apoyada ella en algo. Minutos más tarde todo había terminado para mí. Me subía el pantalón, súbitamente necesitado de estar en otra parte, en cualquier otra parte, y tras exclamar «Chau, Tania» me dirigía hacia la puerta.

Pero ella me acompañaba y se colgaba de mi brazo. ¡Qué incómodo! Llegó a decir: «Te quiero», más de una vez. Yo ni siquiera respondía, con la cortesía de un macho adulto, que yo también la quería. ¿La quería? Me temo que no.

Esto duró un par de años. Nunca nos atraparon. Cuando ella ya había cumplido los doce años me reveló que ya le había venido su primera regla, la semana anterior y que por eso no me había llamado. Logré ocultar mi sensación de asco cubriéndola de indiferencia.

—Ah, ya.

—Ya soy una mujer— dijo orgullosamente.

Le di un besito en la frente y murmuré algo así como «¡qué bien!».

—Habrá que tener cuidado —dijo—. Mi mamá me explicó cómo es esa vaina de los hijitos.

Un ligero acceso de pánico de parte mía.

—Ya.

En esos tiempos las cosas no eran tan simples. Ya existían la píldora y todo aquello, pero no era tan fácil conseguirlas y menos para menores de edad. Como los condones.

Contra mis gustos y haciendo un enorme esfuerzo, pude, casi siempre, eyacular fuera de ella. No había garantía pero tuvimos suerte. Ni entonces ni ahora hubo esa clase de consecuencias. Ahora sé, por supuesto, que soy estéril, para desazón mía y de mi esposa.

Todo esto era para mí un juego, un ritual de iniciación masculina, en suma sexo. Las mujeres tienen ritos más complejos. Como dije, sé de dónde les sale o por dónde les entra esa tendencia a envolver el sexo en frazadas de cariño. Saberlo no ayuda. No es que no puedan, al menos tras amontonar experiencias, practicar el sexo sin estar enamoradas, como los hombres, pero siempre comienzan, si el asunto es voluntario, confundiendo las cosas. Tania, a los once años, tenía lo que supongo eran precoces ganas y la pobre tenía, debido a algún mecanismo interno ausente en la mayoría de hombres, que estar o creerse enamorada.

A los 18 viajé a Lima, para iniciar estudios de administración de empresas. Hasta ese momento seguíamos viéndonos ocasionalmente, ya no en su garaje, inseguro y peligroso, sino en el departamento que me prestaba un par de veces a la semana un amigo del colegio.

Yo seguía excitado y ella, enamorada.

Yo había tenido otras aventuras. Estaba seguro de que ella no.

 

DOS

Era el fin de mi infancia y primera juventud, hasta entonces cómoda en mi refugio de clase media acomodada de provincias. Lamentaba separarme de Tania —más que de familia, amigos y ambiente, que ya me resultaban estrechos—, pero estaba seguro de que en la capital me esperaban nuevas, más excitantes aventuras. También había que comenzar a meditar sobre la ya próxima necesidad de formar una familia. Soy católico como solemos serlo en mi ciudad natal, aunque políticamente un poco menos rebelde de lo que nuestra tradición demanda.

Y, sin embargo, Tania continuaba presente no sólo en mi memoria. No sé qué era más fuerte: la necesidad sexual de ella o su figura como enlace con mi resguardada, quizá sobreprotegida, infancia. Esto último lo sentí con fuerza cada vez mayor cuando me establecí en la casa de mis tíos limeños en La Molina y entré en la rutina doméstica y estudiantil. Las cervezas sabatinas con los nuevos amigos no eran las mismas, los debates sobre el fútbol menos entusiastas.

En cuanto a Tania, en sus cartas semanales y en ocasionales conversaciones telefónicas, me extrañaba. Había ingresado a una universidad local para seguir Letras.

—Me gustaría escribir —me contaba.

—Te vas a morir de hambre —le respondía entre risas—. Agradece que tu familia tiene plata.

—Sí, es la figura clásica del escritor peruano, ¿no? O tiene dinero propio o es un muerto de hambre que se arrastra ante editores y mendiga espacio en los diarios. Cualquier cosa menos una profesión. Ah, es que «profesión» suena poco sublime y aquí todos somos románticos en busca de mecenas.

Inteligente, la Tania.

—Subversiva —le decía medio en broma. En realidad me gustaba que fuera así. Algo en mí respondía a ese inconformismo que yo no compartía.

Me pregunto ahora más bien lo contrario: ¿qué veía ella en mí? Tania era atractiva, con una piel canela que parecía brillar, y un cuerpo delicioso. Yo, en cambio, veía en el espejo a un joven destinado a la barriga y a la calvicie: los primeros síntomas ya estaban allí. Si bien no me creo tonto —los tontos no administran empresas y si lo hacen no las llevan al éxito—, los asuntos vinculados al arte y a la literatura no eran lo mío. Leí algunos libros, escuché ciertos conciertos y miré, incomprensivo, pinturas modernas, sí, pero no conseguía  realmente entusiasmarme. Deportes, algo de política, finanzas: esas eran mis secciones del diario.

—Pocas veces se ha dado una pareja tan dispareja —le comenté una vez por teléfono.

Ella se quedó callada y luego respondió, muy suavemente:

—Tú me formaste.

Pasé por alto el tono tierno de Tania y opté por decir:

—No podríamos convivir.

—Dijiste «pareja».

—Bueno, dos son una pareja, ¿no?

—¿Cuándo vienes?

—Para mis vacaciones.

Me vino una súbita excitación sexual.

—¿Tú no puedes venir a Lima?

—Ya conoces a mi familia. Pero igual voy a insistir.

—Búscate un pretexto.

Encontró una coterránea residente en Lima que convenció a su propia familia de invitar a Tania.

En esos tiempos ya era un poco más fácil, aunque no tanto como ahora, encontrar un hotel complaciente con las parejas jóvenes: o muy caro o muy barato. Opté por uno de los caros: ni Tania ni yo merecíamos la mugre y las sonrisitas de los baratos.

Fue un encuentro altamente satisfactorio, creo que para ambos. Y pude evadir, como siempre, reiterados intentos de Tania por conducir la conversación a temas románticos.

Durante la semana que permaneció en Lima, cada tarde nos encontramos en el hotel, donde yo había tomado una habitación robando fondos familiares destinados, vagamente, a «útiles y vestimenta». Tania contribuyó. Poca gente entiende que los hijos de los ricos no son necesariamente ricos. No carecía de encanto el papel de estudiante pobre en plena escapada.

Durante los siguientes años, Tania y yo seguimos viéndonos de esta manera, a veces aquí y a veces allá. Curiosamente no nos hartábamos uno del otro. Digo «curiosamente» porque se suele afirmar que el sexo hastía y, ahora que lo pienso, el amor también. Quizá haya sido el carácter espaciado de nuestros encuentros, como en esa obra teatral de Simon (¿Neil Simon?), uno de los pocos dramaturgos que me gustan.

Pero por mi parte no se trataba de amor, de eso estoy seguro.

—Yo te amo —dijo en cambio, y más de una vez, Tania. Yo refrenaba cierta ira producida por tales confesiones. No me sentía halagado en absoluto, me parece, sólo incómodo.

—Yo también te quiero.

—No me basta.

—¿Qué quieres que haga? Tampoco quiero perderte.

Tania emitió un suspiro.

—¿Qué te cuesta llamar a eso «amor»?

—Soy honesto.

—Cruel. ¿No quieres casarte?

—No puedo pensar en esas cosas ahora.

—Claro. Tus estudios.

Había amargura en su voz.

—Lo siento.

—No, no creo que lo sientas. Estás muy cómodo así, con tu discreta amante ocasional que luego descartarás. Cuando te enamores.

—No tengo esa intención hasta que esté bien establecido.

—Nunca se está bien establecido.

También dijo:

—Algún día voy a  escribir algo sobre esto. Cuando me atreva.

 

TRES

Era inevitable. Un poco después de graduarme y encontrar una buena colocación en una empresa exportadora de productos agrícolas, Tania me escribió para decirme que había conocido a un hombre simpático, quince años mayor, que alternaba su bufete de exitoso abogado con un gran interés por la cultura. Le había propuesto matrimonio y ella pensaba aceptar.

La noticia me golpeó más de lo que esperaba. Sabía que tarde o temprano nuestra relación iba a terminar y probablemente de esta forma.

Le escribí —tras destruir varios borradores— una carta de felicitación que, me temo, traslucía mi amargura. ¿Basada en qué, como me preguntaría ella? ¿No tuve mi oportunidad y la desprecié? Le pedí un encuentro final y viajé.

En un café de la Plaza de Armas, revolviendo mi cortado —he desarrollado una desagradable gastritis— tomé su mano, audazmente, que ella, pese al peligro de ser vista en esa ciudad tan chismosa, no retiró.

—No quiero que te cases— farfullé estúpidamente.

Ella sonrió.

—¿Qué vas a hacer al respecto?

—Vamos a un hotel— pedí.

Fue mejor que nunca y no cambió las cosas. Pensé que iba a ser una esposa, con la misma indiferente facilidad con la que había sido una hija.

—Ahora tendré una amante casada— dije, sonriendo.

Ella lloraba.

—No.

—¿No qué?

—No voy a ser tu amante casada.

Pero lo fue, y durante varios años, hasta que quedó embarazada.

Creo que no hay peor shock que descubrir que uno ha sido un ingenuo durante toda su vida. Allí estaba yo, pensando con cierta conmiseración que mientras yo me divertía con diversas mujeres e inclusive comenzaba un noviazgo con una chica de muy buena familia (mejor aún que la mía o la de Tania), ella, la chica un tanto excéntrica casada con un abogado ahora candidato al parlamento, me era, de alguna manera, fiel. Que tampoco con su marido tendría hijos, algo tan definitivo.

Ahora no sé qué pensar, tras lo que sucedió y después de saber por qué sucedió.

Tania y su marido se habían mudado a Lima, donde él afilaba sus garras para llegar al congreso en alas de un partido de los que ahora se definen como de centroizquierda. En una tarde, en un lujoso y despoblado hotel de Miraflores, me contó que estaba embarazada y que esa era nuestra última cita.

—Tú también estás por casarte.

—¿Y qué fue de tus proyectos, literatura y eso?

—Hay otro sueño —respondió—. El sueño de la normalidad.

—No te creo.

—Ese era un sueño que quería compartir contigo.

Esa especie de suicidio  —lo comprendí así— ¿era un pretexto para una falta de talento o consecuencia de una obsesión por mí nacida en su infancia emocionalmente inmadura? No creo, reflexioné sonriendo internamente, que sea sólo por mi encanto personal. ¿O sí? Ni las mujeres abandonan sus proyectos existenciales por un amor fracasado; lo pueden hacer por un amor exitoso. O por una razonable imitación.

—Seré al fin una mujer normal: marido, hijo, fidelidad. Estoy harta de ser de segunda mano.

—Has publicado algunos poemas, ¿no?

—Mediocridades. Sencillamente no sirvo. Y he tenido amantes. También eso se acabó.

—¿Amantes? —pregunté, alarmado y disgustado.

—Como tú. Estoy harta.

 

CUATRO

No sé si los poemas de Tania eran o no mediocres. No es mi tema. Éste es uno de ellos:


La segunda tarde de cada octubre
es siempre tensa, sedienta,
confabulada con el setiembre ido,
aterrada por el noviembre incierto.
Es el ballet del despilfarro,
la inoculada fe del carbonero
hecha trizas,
las tazas muertas de siempre.
Mi madre no tenía un para qué,
ni siquiera en el desayuno.
¿Y qué de mi padre,
el de los silencios plateados?
Entonces me fijé una flecha
para mañana,
una visión,
un himno redundante:
la canción del despilfarro
más ardiente,
de la más cariñosa inutilidad.

Que otros juzguen.

Me hizo llegar una simpática postal por el nacimiento de Manuelito. Le envié otra, con mis felicitaciones. Pero medio año más tarde me enteré por una larga carta, sobria pero sin duda angustiada, que tenía Sida y que su hijo lo había heredado. Unos extraños síntomas la habían llevado al médico y al test. Al día siguiente de leer, naturalmente muy preocupado, tales noticias, no pude evitar preguntarme quién era el padre de su hijo y/o el que la había contagiado. ¿O era el marido? En el fondo, no era muy importante.

¡Amantes! ¿Por despecho, por no haberme convertido yo en su esposo? ¿Marido sexualmente incapaz? Probablemente. Una mujer satisfecha no tiene amantes, eso es bien sabido. Y luego el horror de la muerte de Manuelito y el posterior suicidio de Tania. No pude contarle, naturalmente, a mi esposa la razón de mi tristeza. Entiendo que el marido de Tania estaba desesperado.

Con la despedida explicativa de Tania me habían llegado estas líneas, que terminan con una nota de humor:

¿A que no haces publicar este, mi primer y último cuento?

Así le puedes echar la culpa de todo al sida.

* * *



© 2002, José B. Adolph
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