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Es como un hoyo de memorias. Uno mira hacia atrás, 1990: como muchos, este editor vivía un Perú en el que ya ni las esperanzas eran verdes. Varios amigos y colegas habían sido asesinados en los últimos años, por el solo hecho de trabajar en regiones remotas y difíciles, buscando mejorar el bienestar de los campesinos y la producción agropecuaria del país. Los campesinos con los que nos tocaba trabajar eran también perseguidos por quienes decían defender al país. Masacres iban y venían, el desgobierno y la corrupción eran inéditos: la violencia había alcanzado a todos los rincones del país, desde los más remotos —donde probablemente existió siempre— hasta los barrios de clase media de la capital. Terminaba así uno de los peores gobiernos de la historia republicana, dejando destrozadas la economía, la infraestructura productiva, la legalidad, las organizaciones políticas y —ya está escrito— las esperanzas de un pueblo asustado (recuerdo a mi orgulloso padre, en 1989, a quien vi temeroso por primera vez en la vida cuando Sendero se hizo presente en Jauja y todo el valle del Mantaro). No sé si habrá sido un error, aunque todo parece indicarlo, pero en 1990 voté en contra de Vargas Llosa, cuyo programa me resultaba —y me sigue resultando— absurdo para nuestros países. El otro candidato resultó ser alguien a quien yo conocía desde 1972: Alberto Fujimori. Había sido mi profesor (bueno) de álgebra vectorial y matricial en la universidad, y luego fue miembro de mi jurado de tesis de economista, que tenía muchas matrices en esa época en que la planificación estaba de moda. Luego fuimos colegas por más de diez años, y teníamos cierta amistad que se diluyó cuando fue elegido rector de la universidad, en 1984. Yo andaba ocupado enseñando y caminando por costa, sierra y selva, y luego fuera del país hasta 1989, cuando regresé. De manera más bien súbita, en agosto de 1990 me encontré —al igual que los otros «molineros»— con que conocía a mucha gente en el nuevo gobierno: los más fueron aves pasajeras que no duraron mucho en el improvisado gobierno fujimorista, pero otros aún persisten, y son notables. Siguen algunos ejemplos. El actual jefe máximo de uno de los partidos del fujimorismo, era un profesor de nutrición animal, con el que alguna vez, a fines de los 70, viajamos a Aucayacu con otro colega para evaluar una cooperativa con máquinas muy modernas llenas de avispas (yo era el economista encargado de dar las malas nuevas: la coca en esa época era por lo menos ocho veces más rentable que el segundo cultivo probable, el cacao, y la cooperativa tenía máquinas para secar maíz y otros granos... o sea, nada que ver); recuerdo un almuerzo en Madre Mía —rincón del Huallaga muy mentado en la reciente campaña electoral—, en un «restaurante» al aire libre, al lado de la carretera, desde donde se veía, al otro lado del río, una pradera donde pastaban carísimos animales de raza Santa Gertrudis... que no servían para el medio y que habían sido comprados para carne, al peso, por el dueño del restaurante. Otra de las voces más notorias del fujimorismo —probable candidata a la alcaldía limeña— trabajaba en la oficina de Registro de la universidad, siempre muy eficiente y de buen humor: tenía como una de sus tareas la asignación de las aulas para los diferentes cursos de la universidad. Menos notorio pero siempre cerca del poder fujimorista estaba un ex-decano de Zootecnia, a quien yo veía con frecuencia pues mi oficina estaba a unos pasos de la suya: luego sería ministro de Transportes y Comunicaciones, entre otros cargos. Cuatro años antes hubiera sido imposible imaginárselos de políticos, y menos aún en el poder. Creo que recién entonces supe de la enorme fragilidad de nuestras instituciones de servicio público: una ausencia casi total de profesionales de carrera en cargos de responsabilidad mayor y menor: los cambios de gobierno en el Perú —como en varios otros países de América Latina con pobre historia democrática— implica(ba)n el remplazo de todo trabajador «jefe», desde el ministro hasta los jefes de la portería. Hoy, exactamente dieciséis años después de ese descubrimiento que revela mi persistente ingenuidad política, me pregunto si seguirá sucediendo lo mismo. Hay indicios de que es así: algunos excelentes profesionales han empezado a abandonar cargos importantes —que no son puestos de confianza— en instituciones gubernamentales ligadas a la cultura y a la ciencia. ¿Se convertirán esos puestos en prebendas? Ojalá que no. Todo esto ha venido a la cabeza pues es imposible sustraerse al temor de que el nuevo gobierno, dirigido por el mismo viejo gobernante que puso al país en bandeja para el fujimorismo, vuelva a los mismos vicios de antaño, con previsibles y dolorosas consecuencias. Con suerte —con mucha suerte, hay que decirlo— el congreso y la opinión pública serán capaces de frenar los excesos que sin duda serán tentación permanente del re-electo presidente. Para cerrar, quiero repetir algo que es necesario recordar: esta elección entre dos candidatos que muchos consideramos impresentables es, en muchos modos, una consecuencia del fracaso de mi generación, que ha producido muchas grandes y nuevas crónicas pero ningún buen gobierno. (Por eso hay que estar atentos y hacer lo que se pueda, querida América Latina, para que no te roben la sonrisa, por la que muero, ni los bailes ni las quejas suaves de tus niños, ni tu timidez ni tu descaro, que sabes guardar para mí, América Latina pensante y laboriosa, madre y hembra.) Muy rápidamente, que seguimos con el atraso crónico, los escritos añadidos a Ciberayllu, ahora que faltan sólo tres meses para cerrar nuestro décimo año. La primera entrega del mes llegó de Ernesto Escobar Ulloa, que, muy apropiadamente y por una inexcusable... o inexplicable coincidencia, narra una historia desde el palacio de gobierno, justo antes de la transición. Rolando Revagliatti añade un breve cuento donde, lejanamente, se reconoce la vieja historia de amor de Pigmalión. La sección de ensayos ha recibido dos trabajos de nuevos colaboradores. El primero, de Reinhard Huamán, es un estudio sobre las tres décadas de recorrido poético de Óscar Málaga (que también ha escrito en Ciberayllu). Y el segundo es un estudio de Marcel Velázquez sobre el importante papel que, hace casi un siglo, le cupo a Leonidas Yerovi en la formación del periodismo peruano. Miguel Rodríguez Liñán, lector acucioso de poesía, nos presenta esta vez a Hawad, un escritor del desierto norafricano, nómade ahora de la palabra. Un crónica personal de Miguel Ildefonso narra un libre y reciente viaje suyo a la muralla verde que es la amazonía peruana. Y desde Nueva York, Liliana Bringas de Ávila ofrece una semblanza y entrevista al poeta Róger Santiváñez, ocupado colaborador de estas páginas. Al cierre, una nueva tanda de notas brevísimas comentando libros que han llegado a las manos de este editor, de parte de Lydia Fossa, Giovanna Rivero Santa Cruz al alimón con Kathy Leonard, Edgardo Rivera Martínez, Wolfango Montes, y Oswaldo Roses, así como una nueva entrega de la revista Wayra, que se edita en Suecia. Nos saludamos en setiembre, amigos. Domingo
Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu © 2006, Ciberayllu, Domingo Martínez Castilla. Todos los derechos reservados. Para citar este documento: |
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