15 julio 2006

Combi asesina

Cuento

[Ciberayllu]

Ernesto Escobar Ulloa

 

A Christian

Le estaba contando cómo fue la historia de la combi al jefe. Lo importante era el cómo, no el cuándo, ni el dónde, pero lo notaba distraído, inquieto. La cumbre no parecía importarle demasiado, lo que le preocupaba era lo que decían los periódicos y la televisión. Se acercaban las elecciones y aunque no iba a ganar su partido, los discursos debían insistir en los logros del gobierno. Bueno, él tampoco quería que ganara su partido, su partido era él y él no podía postular, y si hubiera podido postular no lo habría hecho porque habría quedado en ridículo. Pese a que internacionalmente su imagen era la de un exitoso estadista y que, en cifras macroeconómicas, su gobierno había sido de los mejores en la historia, su aceptación bordeaba el 10 por ciento. Las corruptelas de parientes y partidarios y los desaciertos en materia social habían mermado sus credenciales. A menos de un año para el final de su mandato, el partido se desintegraba.

En la mesa había una cubeta con hielos y una botella de etiqueta azul. Nos hallábamos en la Sala Grau, donde el Presidente atendía los denominados Acuerdos Supremos, entrevistas con ministros por separado y audiencias solicitadas por todo tipo de personajes, políticos de otras bancadas, funcionarios, amigos íntimos, etcétera. Me había emplazado para dictarme algunas ideas relativas a la Cumbre. Se trataba de la última Cumbre a la que asistía y quería quedar como un tenaz impulsor de acuerdos multilaterales. La diferencia entre él y sus asesores era que los asesores lanzaban ideas siempre a grosso modo, sin especificar detalles. Si el Presidente me solicitaba era porque realmente quería que la idea que se le hubiera ocurrido apareciera en el discurso lo más precisa posible. Por supuesto, mi opinión no le importaba, si la frase me parecía ampulosa, rimbombante, oportunista o desacertada, debía callar. Cuando tenía dificultad para expresar la idea en palabras, rara vez pedía consejo, al Presidente no le gustaba pedir consejo. Que él mismo me hubiera nombrado Consejero en Asuntos Políticos no significaba que debiera tomármelo al pie de la letra: simple y llanamente se trataba de una denominación, una etiqueta, parte del colosal protocolo que campeaba en Palacio. Una intervención incómoda podía dar muestras de ingratitud. Ciertamente no me encargaba de redactar los discursos diarios, tarea del Secretario General de la Presidencia; mi cargo se ocupaba de los discursos más relevantes, ganaba un buen sueldo y trabajaba poco, casi nada; encima, de vez en cuando, me subía a un avión y acababa delante de una muchedumbre, al lado del Presidente, en lugares del país que jamás habría conocido, o sea que además viajaba. Aparte de todo esto, tenía suficiente tiempo libre como para escribir una novelita erótica. No me podía quejar. Y los discursos, por supuesto, tenían su autoría. 

Me senté y me dijo «Sírvete un trago, muchacho». Por supuesto ni se me ocurrió rechazarle un etiqueta azul al Presidente, por más que yo odiara el whisky. Mientras me preparaba el trago lo observé levantarse y caminar por la sala, cabizbajo, con un gesto de preocupación y su copa en la mano. De pronto me preguntó qué países de Europa conocía, cuál de ellos me gustaba más. Le dije que si pensaba construir sus cuarteles de invierno, el sur de Francia era una excelente opción. Sonrió como si por fin algo le hiciera gracia en todo el día.

Fue así que nos pusimos a hablar de las diferentes ciudades europeas, de sus virtudes, de sus defectos. Obligadamente, las comparamos con Lima, y en eso salió el tema del transporte público. Por eso comencé a contarle mi historia, porque venía a cuento, de lo contrario no lo hubiera hecho. Pero enseguida me interrumpió: «estás loco, muchacho, después de tomar esa maravilla de metro que hay en Madrid vienes a Lima a subirte a una combi, a quién se le ocurre.» «Qué mejor manera de conocer un país que usando el transporte público, Sr. Presidente», le dije. Moviendo las manos culpó al Alcalde de no haber resuelto el problema del transporte público en Lima, añadió que esas ineficiencias repercutían negativamente en la imagen del gobierno y le daban a la gente la sensación de que las cosas no mejoraban en el país. No era justo que él hiciera su parte y otros sólo pensaran en réditos electorales. No le pregunté cuál era, según él, la solución al problema del transporte público, al Presidente tampoco se le podía formular preguntas cuyas respuestas ignoraba. Me pidió que volviera a mi historia. Le conté que aquella mañana me había levantado con la determinación de acudir al trabajo en combi, haciendo la ruta de Evitamiento, desde el trébol de Javier Prado hasta el Puente de Piedra. Me sonrió como diciendo «estás loco» y yo bromeé augurándole a la capital un futuro similar al de la ciudad de Manila: «Ahí circulan unos cochecitos llamados Jeepneys, Sr. Presidente, están pintados de colorinches y la gente trepa hasta el techo, ¿los ha visto?» Se tomó un trago y tras aclararse la garganta me manifestó que en Indonesia había estado muy poco tiempo. Aunque demostrara un paulatino desinterés y su mirada acuosa se meciera entre el vaso y el suelo, proseguí con mi relato. «Las combis corren, Sr. Presidente, no se imagina usted a la velocidad que van, no se imagina usted las maniobras que hacen.» Por su cara, me dio la sensación de que la conversación se terminaría en cualquier momento, que me interrumpiría para volver a su despacho y derrumbarse en su sillón. Por eso agregué: «Esa es la realidad de millones de limeños, Sr. Presidente, son tratados como ganado, como basura.» En ese momento un edecán solicitó entrar. Tras hablar con él, el Presidente me dio la mano y me instó a terminar mi historia otro día, tenía cosas que hacer. Media hora más tarde llegó su mujer de Pucallpa, furiosa por el escándalo que acababa de saltar en los medios informativos, el de la teniente de policía acusada de realizar una sospechosa adquisición, la compra en efectivo de un terreno de más de 40 mil metros cuadrados y de cinco casas ubicadas en el camino entre Chiclayo y Pimentel; la prensa insinuaba que el Presidente habría pagado así los favores amorosos de su ex escolta personal.

No volví a ver al Presidente hasta el mismo día que me fui y aquel discurso de la Cumbre, como los restantes, lo redacté siguiendo las directrices de sus asesores. La mayoría sufrieron añadidos y fueron cercenados por ellos y el propio jefe. Era un secreto a voces que sus asesores desconfiaban de mí. Al hecho de que era un recién llegado, aterrizado en Palacio directamente desde Europa, ausente del país no sólo los primeros cuatro años de gobierno sino los últimos diez, había que agregar el desagrado que me leían en la cara cuando los veía preocuparse por pequeñeces, como la lista de palabras tabúes que existía en su imaginación y que, aguantándome las muecas, debía extirpar de los borradores, tales como «solidario» o «solidaridad», que se asociaban al partido del Alcalde, por dar un ejemplo. Me fastidiaba asimismo tener que insertar determinadas estructuras donde ni siquiera guardaban coherencia con lo que se exponía; ejemplos dignos eran: «inclusión social», «democracia de abajo hacia arriba», o «la integración de los países amigos».

 La gota que colmó el vaso llegó un par de meses antes de que me marchara. Alguien descubrió mi firma en un manifiesto contra la Guerra de Iraq en la página web de un pequeño grupo libertario italiano. Eso bastó para que corriera la bola de que era un comunista, un infiltrado. Estoy seguro de que fueron con la bola donde el mero mero y que este se lo pasó por el forro de los cojones. Después de todo mi padrino era uno de los pocos amigos que le quedaban y posiblemente el único capaz de arrastrar al electorado a fin de conseguir representación parlamentaria la próxima legislatura. Ahí todos teníamos padrino. Era lo primero que te preguntaban al llegar. En el Perú hasta en Palacio de Gobierno entras a trabajar con padrino. Yo era el intelectual que había llegado de Europa con un doctorado en Letras para escribir los discursos del Presidente. Al Presidente le encantaba apuntar que se rodeaba de personas preparadas, egresadas de las mejores universidades del mundo, todo para referir a continuación sus años en Stanford. 

El día que me fui de Palacio, me acerqué a uno de los balcones para ver el Cambio de Guardia, aquellos soldaditos, parecidos a los soldaditos de plomo con los que jugaba de pequeño, me trajeron a la memoria la historia de la combi no sé por qué. Entré a la Sala Basadre, pasé al Salón Dorado y de pronto me crucé con el Presidente, que acababa de acompañar a la salida al Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza, de visita por el Perú con ocasión de las elecciones celebradas tres días atrás. Quedaba esperar el conteo final de las actas para saber con certeza si el partido oficialista había logrado franquear la valla electoral. El clima que se respiraba en los pasillos de Palacio era de nerviosa expectación. Yo por supuesto no había votado por el partido. Yo volvía a Europa y me importaba un pepino lo que le ocurriera al Perú. Mi paso por Palacio de Gobierno había reforzado mi visión escéptica y pesimista acerca del futuro del país. El Presidente me deseó suerte y se lamentó de que no me quedara hasta el final de su mandato. Me disculpé por ello y le di la mano, exhortándolo a pensarse lo del sur de Francia, esperaba encontrarlo algún día por ahí. Por su gesto de admiración supe que recordó la conversación que tuvimos aquel día. Entonces, en uno de esos prontos campechanos típicos en él, posó una mano en mi hombro y por un momento creí que me preguntaría por el desenlace de mi historia. Sin embargo, con una sonrisita cómplice, se limitó a asegurarme que tal vez antes de lo que imaginaba nos «secaríamos» la botellita de whisky de aquella vez: «a lo mejor en la Rivière, muchacho», exclamó, tratando de reproducir la «r» francesa. Me hubiera gustado decirle que el niño murió atropellado por la combi a la altura del puente Santa Anita, pero lo importante era el cómo y para eso ya no habría tiempo. A mí el sur de Francia me llegaba al huevo.

* * *


© 2006, Ernesto Escobar Ulloa
Escriba al autor: [email protected]
Comente en la Plaza de Ciberayllu.
Escriba a la redacción de Ciberayllu

Más literatura en Ciberayllu.


Para citar este documento:
Escobar Ulloa, Ernesto: «Combi asesina. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


671/060715