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20 julio 2006

Viaje al corazón de las tinieblas

Miguel Ildefonso

 

Bebíamos el primer vaso en El Trapiche, Fernando Carrasco, Jorge Farid, Hugo Arias y yo. El Trapiche, ubicado en la calle 2 de Mayo, es un bar exclusivo de tragos selváticos, macerados de caña venida de la HaciendaCachigaga en el distrito de Tomayquichua. Era el segundo día del III Coloquio sobre Literatura Nacional y Literaturas Regionales «Wáshington Delgado Tresierra», organizado por la Universidad Hermilio Valdizán y el Instituto Nacional de Cultura de Huánuco. Era la segunda vez que iba a la ciudad del Templo de las Manos Cruzadas, de los Kotosh. Volvía a encontrarme con los amigos de la revista Letra Muerta, quienes habían presentado la noche anterior su número 8. Leí en este número unos poemas nuevos de Enrique Verástegui, como éste titulado «Madres»: «Estas lágrimas en las flores/ Son mi corazón condolido por tantas mamás que parten/ Con el cambio de siglo, con el cambio de época,/ Dirigiéndose al cielo desde donde contemplan/ A sus hijos, compungidos, huraños, mascándose las uñas,/ Deseando volver a verlas/ Para abrazarlas, rendirles la pleitesía que se merecen./ Dejaron progenie, herencia./ Tanto dolor desgarra mi corazón desolado.» Muy buena la revista que dirige Abel Valentín Hurtado. Habíamos ido al Trapiche en el intermedio del Coloquio, ya habían dado sus ponencias: Tomás Escajadillo algo sobre López Albújar, Jorge Valenzuela, Félix Huamán Cabrera, Raúl Jurado Párraga, Hugo Arias, Javier Garvich, Nicolás Matayoshi, Flor de María Ayala, Arturo Concepción, Jorge Valenzuela, Mario Malpartida, Samuel Cardich, Andrés Jara, Nécker Salazar, Mauro Mamani Macedo, Roberto Reyes Tarazona, Marcel Velásquez, Yasmín López, Dorian Espezúa ( «El sujeto, la cultura y el discurso ‘chicha’ en el Perú»), y David Elí Salazar, Flor Vega, Jorge Ramos Rea, Patricia Castillo, Hernán Núñez. Les contaba que había ido por la tarde a la casa de La Perricholi, y había pasado por la hacienda Cachigaga que se encuentra un poco antes. Fernando, que había estado afinando la voz desde días antes, estaba algo preocupado por la llegada del escritor Oswaldo Reynoso, quien iba a presentar su libro de cuentos El cantar de Elena y dar un testimonio. Don Oswaldo iba a llegar a esa hora en que estábamos bebiendo, pero luego le avisaron a Fernando que ya había una comisión que lo iba a ir a recoger. Les contaba también que había estado hace poco en un encuentro literario en Barranca, organizado por el joven poeta John López del Círculo Literario Anábasis y la Sociedad de Arte y Cultura Guamán Poma de Ayala, donde estuve con Ricardo Ayllón y Maynor Freyre, donde conocí al mimo Jorge Acuña, y que luego de este viaje iría a Trujillo a presentar el poemario de una poeta de Lima, que se crió en Jaén, Arianna Castañeda, y que allá vería a Róger Neyra de la revista Sumas Voces y al poeta David Novoa. Ponían música de The Doors, algo de Santana. Yo me sentía bien de estar fuera de Lima, necesitaba salir de la terrible humedad del invierno. Los huanuqueños dicen que su clima es el mejor del mundo, y, sí, la noche estaba fresca. Ponían The End, Jorge comenzó a hablar de la película de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now. Acabado el par de vasos, fuimos al Coloquio nuevamente: Luis Hernán Mozombite, Gonzalo Espino, los editores de la revista Ínsula Barataria y Marcial Molina cerraron la noche. Luego en los dos días finales vendrían: Cronwell Jara, Carlos García-Bedoya, Sandro Bossio, Andrés Cloud, Gerardo García-Rosales, Norma Barúa, Jorge Luis Roncal, Víctor Domínguez, Augusto Cóndor, Vicenio Millione, Iván Rodríguez Chávez y Oswaldo Reynoso con quien estuvimos la última noche departiendo unas cervezas en otro bar frecuentado por los escritores huanuqueños. En todo momento que me asomaba al Coloquio veía lleno el auditorio del Museo Regional Leoncio Prado. Allí conocí a Gregorio Páucar y John A. Cuéllar, editores de otra revista huanuqueña, Parnaso, que va por su tercer número; también recibí Tiempo, boletín literario del INC. John Cuéllar también me hizo entrega de su antología de cuentos de escritores de la tierra de Amarilis, Narrativa joven en Huánuco, de la Colección Literatura de la Editorial San Marcos. Allí figuran doce narradores, entre los que están Luis Mozombite, Juselino Guillermo, Rosario Sánchez, etc. Es de resaltar cómo diferentes tipos de narrativas se pueden encontrar en un solo ámbito geográfico; por ejemplo, el relato de Valentín Sánchez (1978), «Estrella», que empieza así: «Conocí a Estrella poco antes de abandonar mis estudios de literatura en la universidad y, desde entonces, no he vuelto a estar frente a un homosexual más condescendiente y abatido que él, a pesar de mi profusa experiencia por incontables lugares del país y la selva brasileña. Trabajaba todas las tardes en una precaria peluquería conocida como Milín, situada junto al mercado más antiguo de la ciudad, y charlamos por primera vez una noche de lluvia rala, apoyados en una barra del Unicornio, mientras yo me emborrachaba, muy deprimido, porque había constatado hacía poco que Sandra Paola, mi enamorada de siempre, me sacaba los cuernos con el robusto profesor de Epistemología.» Pero también conocí algo de la literatura nueva de Cerro de Pasco, departamento de donde provienen mis padres y casi todos mis hermanos. La ciudad de Cerro de Pasco, dicen, es la más alta del mundo, es una ciudad minera de socavones y tajos abiertos, donde habitan los fantásticos mukis, donde se canta las mulizas, donde transcurren las novelas de Manuel Scorza. David Elí Salazar (1963), docente de Literatura en la Universidad Daniel Alcides Carrión, es autor del libro de cuentos Destinos inciertos, historias que testimonian la lucha de los cerreños contra la destrucción de esta ciudad helada, la lucha contra la explotación y las injusticias que desde el colonialismo español al parecer no ha cambiado nada. También conocí fugazmente a Víctor Maldonado (1983), quien me obsequió su opera prima «Miradas Extintas», del cual extraigo este poema «Voces de la Tierra»: «Quién dijo que no tengo nombre/ ni apellido, ni tierra,/ quién es él cuando dejo de ser yo/ cuándo se extravió mi opulencia,/ no lo recuerdo,/ esta interminable cruz de astillas/ que se inició con un sorbo de pisco/ amnesia facial, terrenal;/ cambié mi mina,/mi vida por un pedazo de tierra/ en la ciudad de los muertos,/ ¿dónde fue el inicio/ de las sucias aguas venidas a mi destino?,/ entre carcajadas quimeras/ intercambiaba monedas de oro/ por contactos furtivos,/ por mimar clítoris/ de tentar al mundo prohibido;/ ¿quién es el Perú para juzgarme/ para reclamarme a su mujer/ que se dejó morir por mis caricias?/ ¿quién eres tú que me dejas en el desahucio/ en mi oro y en mi nostalgia?/ ¿quién es ella cuando me deslizo por sus caderas/ con margaritas baratas?/ ¿quién es esa voz distante?/ no eres tú, ni ella, ni el Perú/ soy YO quien está de vuelta.»

Era sábado, había finalizado el Coloquio, y decidí no volver a Lima. Tomé el bus a Pucallpa, algo de nueve horas de distancia, casi lo mismo que de Huánuco a Lima, pero rumbo hacia el otro lado de la Cordillera de los Andes. Pasamos de noche por Tingo María, luego descendimos por Aguaytía, escoltados algunos kilómetros por dos muchachos armados con viejos rifles (quienes eran del Comité de Autodefensa —muchos ladrones había en el camino— y luego nos pidieron dinero voluntariamente),  y amanecimos en Pucallpa, donde viven los poetas del grupo Maldita Boa, a quienes no pude contactar. El bus me dejó a tres cuadras del puerto del río Ucayali. Caminé con mi mochila hasta allí. En una banca de la plaza me senté a ver cómo descargaban las canoas y las lanchas. El río iba hacia el norte, en donde en algún lugar se uniría con el Marañón, para así dar origen luego al Amazonas. Hacia la otra orilla se veía la selva verde, y más allá el sol que ya iba levantándose, rompiendo las nubes, con toda su intensidad. Mi propósito era ir río abajo en una de esas lanchas, quizás llegar a Iquitos. Me dijeron que el «Henry», un lanchón, saldría recién al otro día rumbo a Iquitos. El viaje dura cuatro días de ida y cinco de vuelta. Una lancha más pequeña, «Erick», también salía al día siguiente, pero solo hasta Contamana, a quince horas de distancia aproximadamente. Pasé la noche en Pucallpa en un pequeño cuarto de un hostal, con un ventilador en el techo, resignado a no ir a Iquitos pues el tiempo y el dinero no me alcanzaban. Abrí mi cuaderno y leí el poema que había escrito apenas llegué a la orilla del río, lo titulé «El Corazón de las Tinieblas»: «Cuando abras los ojos/ y te enfrentes a la selva/ dormida bajo las estrellas/ desde la ventana del bus/ camino a Pucallpa,/ cuando desciendas de los glaciares/ apenas sin dormir/ y ya no halles vestigios de dolor/ en tu cuerpo/ y empiece a florecer como te decía/ Nietzsche la aurora de tu espíritu,/ cuando bajes del bus/ y camines despiadadamente/ en el amanecer tibio y desemboques/ en el Ucayali inmenso/ y te sientas a mirar las nubes rosadas/ y los botes adentrándose,/ las aguas en tu corazón/ despejarán por fin las tinieblas.»

Lunes:

Llevaba dos días en la orilla del río, esperando partir. Aquel mediodía bebía masato, sucio, lleno de sudor, con la mochila puesta. Olía a cecina, a juanes, a diferentes pescados fritos, cuando de pronto oí la canción de BobDylan o de TheAnimals, pero era en una versión en español. La tocaban una y otra vez, allí entre los puestos de madera en la orilla donde desembarcaban las lanchas. Me acerqué al lugar de donde provenía la canción, y vi a unos hombres del río, con los torsos desnudos, que bebían cerveza, la ponían una y otra vez, parecían poseídos. Borrachos cantaban: «mi padre era un jugador, y eso fue su perdición». En la versión original decía: »Lo único que necesitó/ Fue sólo una maleta/ Y lo único que le gustó/ fue verse muy borracho». Los estibadores descargaban aun los plátanos verdes, otros subían la pesada carga a las lanchas grandes rumbo a Iquitos. «Oh madre, dile a tus hijos/ que no hagan lo que yo/ que no hundan sus vidas en el dolor/ en la casa del naciente sol». Tómate un vaso, amigo, me dijeron los que cantaban. En mi mente yo empecé a cantar también: «Bueno, estoy parado en el andén/ el pie derecho sobre el tren...» Pero en la versión en español acababa así: «olvidaré todo el pasado y otra vez comenzaré». El barro que había dejado la lluvia de la noche ya terminaba de secar.

Martes:

Desperté con la canción PerfectDay de LouReed en mis oídos, algo de Lima había estado soñando. Habíamos zarpado la noche anterior, poco recuerdo pues estuve bebiendo desde temprano en la orilla del Ucayali antes de partir. La lancha se llamaba «Erick». Me levanté de la banca de madera en donde me había quedado dormido. La lancha de mediano tamaño estaba dentro de la selva en aquel amanecer nublado. La niebla era gruesa, profunda. No tenía frío, no sabía en realidad si estaba en la vida, apenas podía ver a los otros viajeros. Cuerpos echados en el piso de madera vieja, otros en sus hamacas. Poco a poco se fue despejando la niebla. Parecía que el sonido del motor de la lancha que iba lenta la iba espantando. Salió el sol como si hubiera estado aguardando dentro del río. La infinita selva alrededor se iba tragando mi resaca. Blancos flamencos en las orillas junto a los negros gallinazos se divisaban mientras íbamos río abajo. «Oye tú», me dijo una voz gruesa. Volteo y lo reconozco. Era César Calvo. «Hola, poeta», lo saludo. Había colocado una mesa con sillas. De una hamaca se levantó Ernest, de otra Javier y de otra Joseph. Nos echamos una partida de póker. Antes de empezar Ernest había sacado de su mochila una botella de licor selvático. Javier gritó: «Oye shunta, cigarros». Una muchacha vino del fondo y le trajo una cajetilla. Se llamaba Deysi. «Jakumyamukiri, Miguel», me dijo Javier. «¿Qué estás hablando?», le dije. «Oye, te estoy diciendo buenos días, hermanito», contestó con una amplia sonrisa. Javier alardeaba de su shipibo. Ernest era el que ganaba, pero en compensación no dejaba de sacar botellas de su mochila. Luego apenas recuerdo algunas cosas: una pelea entre Conrad y Papá Ernest (creo que Joseph le dijo puchisapa, que significa panzón, a don Ernest), Calvo diciendo «cada día me decepciono más de la raza humana, tanto que a veces me dan ganas de nacionalizarme culebra», Javier enseñándome una carta que había escrito a su madre («Recuerda tú, recuerden todos que mi cariño y mi amor crecerán siempre, que nada ni nadie nos podrá separar aunque estemos lejos, y que algún día nos reuniremos para cantar y llorar juntos, para abrazarnos y querernos más. Y que yo siempre seré el niño a quien tú tuviste en brazos aunque haya crecido por este tiempo que avanza y destroza los años, pero no los recuerdos»), y yo sentado y apoyado al borde de la lancha, perdido en la negra frondosidad de los cabellos de Deysi, viajando hacia dentro de ella, río abajo de sus ojos felinos, mientras mis lágrimas se juntaban con sus lágrimas, como dos ríos que se unieran bajo esa luna llena que nos decía nunca más, nunca más, nunca más.

No fueron quince horas para llegar a Contamana, sino un día, y dos días fueron para volver. En Contamana me hospedé en un pequeño y muy rústico hostal, dejé mis cosas, me di un baño y salí a caminar. Luego me senté en el bar Texas. Pedí una botella de cerveza San Juan, conversando con el dueño del bar. Las bellas contamaninas pasaban con sus shorcitos. Los pájaros de colores volaban de árbol en árbol. El señor me hablaba de las aguas termales que hay en el lugar, también de una pequeña collpa de guacamayos rojo-azulados, donde se escuchaba su estruendoso graznido. Y también de una hermosa caída de agua, flanqueada entre un cañón de piedra en donde la naturaleza,  con sus sabias manos, había labrado una colosal roca que asemeja a una serpiente amazónica, y que por eso toma el nombre de «El llanto de la anaconda». A los dos días tomé otra vez el «Erick» para volver, ahora navegaría contra la corriente, más lenta aun la lancha, ya lo sabía, pero nadie sabía que iba a demorarse tanto en llegar a Pucallpa. No había otra con que hacer el viaje de retorno. Prendió el motor a la 1 y 10 pm. Y veinte minutos después partió. En el trayecto hubiera alucinado con «Las Cartas del Ayahuasca» de William Burroughs y Allen Ginsberg, fechadas entre enero de 1953 y agosto de 1963, en donde el autor de «Yunkie» decía del Perú: «Ésta es una nación de cleptómanos. En toda mi experiencia de homosexual nunca había sido víctima de tantos estúpidos hurtos». Cuando uno navega así, en la lancha «Erick», se llega a perder la noción del tiempo, mirando, mientras los otros pasajeros no se cansan de dormir en sus hamacas, el estático paisaje verde de árboles, las nubes blanquísimas, y el agua color marrón del río de donde saltan unos peces llamados palometas y, a veces, hasta delfines. Y de noche, acechado por los murciélagos y picado por los bichos, las innumerables estrellas sobre el río fantasmal que pareciera que en cualquier momento se podría tragar a la embarcación. Había llevado a leer la última novela de Alonso Cueto, «La Hora Azul». Algunos libros los guardo para poder leerlos en momentos especiales. La leía casi sin parar, y con los ojos rojos llegué al encuentro del doctor Adrián Ormache con Miguel, el hijo de su padre con una muchacha de Ayacucho llamada Miriam. Vi un país  producto de múltiples violaciones, siglos de violentos desencuentros. Ormache entonces vio en los ojos marrones de Miguel a su padre muerto:

«Creo que no me contestó. Pero cuando volteé, Miguel me estaba mirando. Me miraba de frente por primera vez, como creo que nunca lo había hecho. Entonces vi el reflejo marrón de los ojos, los ojos que había visto en la cama de ese hospital. A diferencia de ese día, sin embargo, cuando me había dado media vuelta y lo había dejado allí para que se muriera, me quedé sentado junto a él, un largo rato, en silencio.

—Quería decirle algo —me dijo—… hace tiempo.

—¿Qué?

Miró al horizonte. El invierno se extendía sobre el mar y se perdía en el largo brazo de La Punta.

—Quería agradecerle —dijo—. Agradecerle. Nada más.»

Faltando un día para llegar a Pucallpa, cansando de preguntar a qué hora llegaríamos y más cansado de oír falsas respuestas, sin comer, solo con algunas naranjas que había comprado antes de zarpar, empecé a delirar entre mí, empecé a parafrasear lo que decía mi pata Daniel F antes de tocar «Canto por Ti» en los conciertos: «Siempre me dicen por qué chucha sigues escribiendo, han pasado 18 años y sigues escribiendo y sigues dándole a la huevada; nadie te lee, no estás en los ranking de venta en las librerías, no tienes blog…» Luego recordé lo que decía uno de los expositores del Coloquio, destacando, alabando, la literatura de los Andes, producto de hermosos paisajes, decía, de montañas, valles y ríos, en contraposición a la literatura decadente de la urbe y en especial de Lima. Recordé entonces mi paisaje natural de edificios plomos, de basura en sus calles, de combis asesinas, de cantinas en cada barrio, bajo un cielo color panza de rata. Recordé que acababa de terminar de corregir más de quinientas páginas de poemas escritos en 17 años, más una novela corta, y todo ello ciertamente no era más que el producto de la urbe más la memoria grabada en mis genes y en mi espíritu por mis padres. «¿Hechura de qué soy?», me preguntaba. Pero la respuesta a esa y otras preguntas debe estar en mis escritos como un viaje sin fin. Empecé a recitar a Javier Heraud: «Yo soy el río./ Pero a veces soy/ bravo y fuerte/ pero a veces/ no respeto ni a la vida ni a la/ muerte./ Bajo por las/ atropelladas cascadas,/ bajo con furia y con rencor,/ golpeo contra las/ piedras más y más,/ las hago una/ a una pedazos/ interminables./ Los animales/ huyen,/ huyen huyendo/ cuando me desbordo/ por los campos,/ cuando siembro de/ piedras pequeñas las/ laderas,/ cuando/ inundo/ las casas y los pastos,/ cuando/ inundo/ las puertas y sus/ corazones,/ los cuerpos y/ sus/ corazones (…) Llegará la hora/ en que tendré que/ desembocar en los/ océanos,/ que mezclar mis/ aguas limpias con sus/ aguas turbias,/ que tendré que/ silenciar mi canto/ luminoso,/ que tendré que acallar/ mis gritos furiosos al/ alba de todos los días,/ que clarear mis ojos/ con el mar./ El día llegará,/ y en los mares inmensos/ no veré más mis campos/ fértiles,/ no veré mis árboles/ verdes,/ mi viento cercano,/ mi cielo claro,/ mi lago oscuro,/ mi sol, mis nubes,/ ni veré nada,/ nada,/ únicamente el/ cielo azul/ inmenso/ y/ todo se disolverá/ en/ una llanura de agua,/ en donde un canto o un poema más/ sólo serán ríos/  pequeños que bajan,/ ríos caudalosos que bajan a juntarse/ en mis nuevas aguas/ luminosas,/ en mis nuevas/ aguas/ apagadas.»

Subo a la azotea de mi casa en Apolo. Veo Lima alrededor, viejos edificios, el cielo gris  colgado de los postes, un cuculí se posa en una antena oxidada. Un día como hoy nació Luis de Góngora y Argote. De la calle Teófilo Castillo salen los gitanos sobre sus alfombras voladoras. De pronto veo, entre la av. México y la av. Aviación, al río Ucayali y al Marañón desembocando en el Amazonas. Veo un paiche de 2 metros y medio sacando su lomo de las aguas, veo un ronsoco, una anaconda, y 30,000 especies de plantas y 4,000 de mariposas y 2,000 de peces y 4,000 de aves y 150 de reptiles y 361 de mamíferos, y también veo la cordillera de los Andes, y miles y miles de palabras que salen de los socavones y de las bocas de los muertos, y escucho a mi madre contándome unas historias de su pueblo, y me imagino a su pueblo entre los eucaliptos y aquellas montañas que veo emocionado. ¡Qué más da! Emocionado… Emocionado…

Apolo, 11 de Julio del 2006.

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© 2006, Miguel Ildefonso
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Para citar este documento:
Ildefonso, Miguel: «Viaje al corazón de las tinieblas. Crónica», en Ciberayllu [en línea]


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