Mensaje del kuraka

Primero de junio del 2002
[Ciberayllu]
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Quienes quisiéramos escribir mucho más de lo que nos lo permiten la habilidad, la relevancia, el tiempo o las musas (sabrán algunas lectoras a quiénes me refiero), tenemos especial consideración hacia quienes sí fueron capaces de dedicar su vida a escribir, y mucho más si al placer de la buena lectura se añade el constante aprendizaje y el descubrimiento de nuevos horizontes. Poco hay como la historia bien escrita: ahí están Herodoto y Jorge Basadre, para cubrir un espectro amplísimo en dos nombres.

Y está lo escrito por Stephen Jay Gould, biólogo, paleontólogo, filósofo e historiador de la ciencia, y experto colateral en arquitectura religiosa, béisbol y canto coral (y no hay ninguna broma en esta afirmación), que murió el 20 de mayo pasado. Esta nota pretende ser un modestísimo homenaje a su memoria, que ojalá contribuya a acrecentar el interés por sus ensayos entre nuestros lectores.

En el mundo de las ideas, escribir bien ayuda mucho a difundirlas: Gould era un ensayista extraordinario —en la mejor tradición de Montaigne, el inventor del ensayo, ese género literario discursivo insuperable para informar sobre un asunto, volando más sobre el pensamiento del autor que sobre la aridez científica—, con objetivos claramente desmitificadores. «Combatió» no parece una palabra apropiada —dado su estilo elegante, ameno y persuasivo— para referirse a su incansable campaña contra algunos mitos persistentes en el ejercicio científico occidental. Gould no escatimó esfuerzo alguno en enfrentarse a racistas y a «creacionistas», esos integristas cristianos que quieren imponer las prédicas de la religión sobre el trabajo de la ciencia. También escribió mucho en contra de la idea más sutil, pero igualmente insidiosa y persistente en el pensamiento occidental en general y judeocristiano en particular, que sostiene que el universo sigue una senda de «progreso», que vamos de menos a más, de imperfección a una supuesta perfección: en otras palabras, que todo está mejorando. (En gran parte gracias a su bienvenida insistencia en este asunto, el hermoso Museo Americano de Historia Natural de Nueva York ha ordenado la sala de evolución de vertebrados de manera tal que los seres humanos no son la «cumbre» de la evolución ni lo último en aparecer, sino una parte más de la relativamente temprana rama de los primates en el proceso evolutivode los mamíferos.) Más pesa la contigencia —la casualidad— que el determinismo; el aleatorio salto genético resulta más importante que la adaptación gradual a nuevas condiciones.

Si bien Gould no era amigo de frases célebres o conclusiones grandiosas, la aceptación de estos plausibles puntos de vista, extraídos de la historia natural, borra de un plumazo los cánones más queridos del pensamiento occidental: progreso, avance y mejora son válidos sólo en la medida en que los seres humanos los percibamos así, y no son parte inherente de la historia del universo. No ha lugar, pues, a la arrogancia del ser humano como especie; y eso es sumamente importante en estos tiempos en que, gracias a la defensa cuasi universal de la propiedad privada en la producción, se supone que, mientras el mercado así lo indique, está bien ejercer sobre el mundo las presiones que sean necesarias para sacar adelante al ser humano.

En su campo profesional, su contribución científica más importante se da a través de la refutación de una de las ideas de su ídolo máximo: Charles Darwin. Y que no se malentienda: Gould creía profundamente en el mecanismo de la evolución, en la descendencia con modificación propuesta y demostrada en Origen de las especies. Pero Darwin, como el viejo Linneo, estaba convencido de que Natura non facit saltum, y que los cambios evolutivos eran graduales y sumamente lentos, prácticamente permanentes y respondiendo a adaptaciones a un mundo cambiante. A esta creencia —que no se puede llamar de otra manera, porque no hay evidencia fósil de tales cambios graduales— Gould le contrapone la evidencia de sus observaciones de campo: su trabajo con unos pequeños caracoles en las islas Bahamas sugiere que los cambios son más bien súbitos (miles, no millones de años, que el tiempo geológico usa los adjetivos a su manera), que, después de todo, la naturaleza sí da saltos: y toda la evidencia existente sugiere que así es: por ejemplo, el registro fósil que no muestra los supuestos cambios lentos y graduales; o también el desarrollo de los mapas genómicos, en los que es común que una pequeña diferencia genética se traduzca en grandes cambios externos. (La teoría de Gould —desarrollada con su colega Niles Eldredge— recibe en castellano el nombre de «equilibrio puntuado» o equilibrio interrumpido.)

En los procesos históricos, Marx propone las mismas ideas, y Gould mismo nos lo dice en un ensayo que no he podido ver reproducido en ninguno de sus libros («Life in a punctuation. A visitor to Russia reflects on change in nature and the nature of change», Natural History, 10/92): eterno amigo de la ironía histórica, sugiere cómo la súbita transformación de la Rusia soviética en una sociedad capitalista neoliberal, es un caso ejemplar de ese equilibrio interrumpido que Marx proponía como posible y necesario en la sociedad, en contra del gradualismo propuesto por los economistas marginalistas de cuyos escritos se nutre hasta hoy el neoliberalismo que pretende ser hegemónico en nuestros días. En otras palabras, la caída del socialismo real —de una u otra forma originado en los planteamientos programáticos de Marx— y su veloz transformación en una economía capitalista de las que se llaman salvajes, es una clara confirmación de la idea de cambio súbito, también propuesta por Marx en el terreno de la historia y de las ciencias sociales. Paradojas deliciosas: ¿cómo no sonreír de placer intelectual ante la lectura de ejemplos como ése?

Gould tenía especial predilección por los casos extremos, las especies raras, los ejemplos extraños, pues son esas «excepciones» las que ponen a prueba la solidez de los planteamientos científicos. A partir de observaciones inusuales fue construyendo ese fértil y entretenido universo de ensayos: casi uno al mes, por 27 años, 300 ensayos que han explorado múltiples aspectos del pensamiento científico, la vida diaria, el mundo natural y el de las ideas; y todo eso sin dejar su trabajo de profesor en Harvard, sin interrumpir sus investigaciones en caracoles, sin dejar de cantar en el coro del barrio o seguir las campañas del equipo de béisbol de los Yankees de Nueva York. Muchos de esos ensayos han ido apareciendo en libros con títulos más que sugerentes: Dientes de gallina y dedos de caballo (que los hay), El pulgar del panda (que no es propiamente un dedo, pero funciona como tal), La sonrisa del flamenco (si se ve de cabeza), Ocho cerditos (refiriéndose a que hubo vertebrados con más de cinco dedos), o Brontosaurus y la nalga del ministro. Otros libros suyos fueron escritos con propósitos claramente desmitificadores, como Milenio (una guía para racionalistas acerca de una fecha arbitrariamente precisa), La falsa medida del hombre (un estudio sobre el racismo «científico»), y Ciencia versus religión: un falso conflicto (donde propone que el conflicto se elimina si se mantienen «magisterios» separados). Y, por supuesto, están los libros más cercanos a su propia disciplina, como el que pudiera ser su libro científico más importante, que vio la luz muy poco antes de su muerte: The Structure of Evolutionary Theory, que temía no completar cuando, hace dos décadas, le diagnosticaron el cáncer que acabaría con su vida. Ya habrá tiempo de leer ese libro, y de seguir aprendiendo a pensar y a escribir. Mientras tanto, anotemos que Gould era un hombre profundamente materialista —en el sentido filosófico— y que entendía mucho de dialéctica. ¡Ay qué miedo! ¿Otro Anti-Dühring en estos tiempos en los que el neoliberalismo pretende ser el nuevo sistema natural? Sí, señor. Gracias, Stephen Jay Gould.

(Y ¡ay!, América Latina, me alejé esta tarde de tus meandros suaves e interminables, sólo para recordar en esta página a quien me ayudó a aprender a enterrar la arrogancia con sabiduría —lo que suena arrogante y nada sabio— y a que lo que hay que dejar es el ejemplo. No sé dónde ni para qué, pero hay que dejar el ejemplo... ¿o no? Y buscando busqué y encontrando encontré otros versos —de hace diez años casi exactos, escritos después de mi primera visita al museo de Nairobi con su niño de Turkana y otros cráneos— que pueden no estar muy bien en cuanto al continente pero que van con el tema de este pequeño tributo:

Homo sapiens

Si se llama Esculapio a quién le importa
si refuerza ventanales
o sirve almuerzos fríos
o vende acciones
o enseña artes marciales.
No importa el nombre: como siempre, sólo la evidencia
de llamarse Homo sapiens
y no estar
enterrado
en la garganta de Olduvai. Ni tampoco
siquiera
interesa su futuro. Es evidente
que no trascenderá más allá de tres generaciones.
¡Quién fuera planeta, o falla geológica, o
siquiera
especie!
Pero no. La conciencia nace aprisionada en la parte
y no en el todo,
en el rostro y no en la historia,
y muere.

Escrito el 4 de junio de 1992, joder, en Nairobi, tan, pero tan lejos de ti, América Latina.)


Y antes de que junio siga progresando, paso a resumir lo añadido en mayo a nuestras páginas.

Primero, un ensayo-encuesta de José Luis Rénique, particularmente informador y didáctico, sobre los partidos políticos en la historia del Perú republicano, mostrando su históricamente débil carácter institucional.

Damos la bienvenida a Santiago Montobbio, poeta catalán de mucho oficio, tan amigo del aforismo como de la introspección, de quien reproducimos cuatro poemas que son una muestra del espectro de temas que le interesan.

La narración, que se había ausentado en abril, regresa con fuerza, por partida triple y de varias latitudes. Nuestro conocido y fidelísimo Antonio Bou nos envió desde la Isla del Encanto una historia algo bíblica, como que se trata de una sacrificada Magdalena. Con mucho, muchísimo placer y más alegría, damos la re-bienvenida a Jorge Gómez Jiménez, el venezolanísimo fundador de la señera Letralia (que ya volverá), quien ha tenido a bien reaparecer en la red a través de nuestra páginas con un entretenido cuento de conquistas y vergüenzas, que hay que leer. Y casi al cierre, añadimos otro cuento del español Óscar Sipán Sanz, quien esta vez se ocupa de un artista de la cuerda floja.

Una crónica de Miguel Rodríguez Liñán es de un carácter bastante especial, pues trata de la presentación de su propia novela tal como sucedió en París, sin falsas modestias y con mucho humor (y habrá segunda parte ahora en junio).

Finalmente, saludamos la publicación del nuevo disco de nuestra queridísima Susana Baca, grabado esta vez en Nueva York, justo en los días del ataque a las torres gemelas: hay que ver qué canta la genial chorrillana.

Hasta pronto, queridas lectoras (varones incluidos).

Domingo Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu
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