14 mayo 2002 |
La jornada de la MagdalenaCuento |
Antonio Bou |
«A las doce en punto
se encendió una vela,
eran los ojitos de la Magdalena,
de la Magdalena, que no hay quien lo dude,
y por el espacio caminan las nubes...»
del cancionero navideño tradicional
En este calvario, Íngrid hace el papel de la Magdalena Como acabo de decir, es la más perfecta máquina de trabajo perpetuo que se haya conocido. Yo no… soy un vago de la Providencia, me dejo llevar, me dejo caer… si brindo con cerveza es porque cae del cielo… Observará usted que nos complementamos perfectamente Íngrid y yo, con lo que se logra un balance mágico en estos confines isleños… espacio en que Dios nos bendijo colocándonos. Un balance que alguna gente todavía sabe apreciar. Nos admiran… nos respetan… nos rinden culto.
Naturalmente, que si tu novia trabaja las veinticuatro horas, tienes que subir la guardia, pero por más que la subas se hace prácticamente imposible vigilar por tantas horas seguidas. Siempre hay truhanes sueltos por las calles, sinvergüenzas, negros de alma, buscando la ocasión para descomponer el orden social que una buena mujer puede establecer con su dedicación y esfuerzo… A veces pienso que la proporción de los tales gamberros es superior... contrario al plan del Creador... al de las santas mujeres como Íngrid. Porque están dondequiera esos demonios… acechando.
Cuando tu novia trabaja tantas horas, se hace necesario que desarrolles una red de colaboradores para protegerla… porque estás limitado… no puedes estar al lado de ella todo el tiempo… por eso se hizo necesaria la creación, hace más de mil años, de la caballería andante. Todavía cabalgan por el mundo, paladines del amor, la verdad y la justicia, deshaciendo entuertos. No tienen la apariencia que destacan las novelas, la ficción es atrevida… las armaduras, si es que son, no son visibles… o no son fáciles de distinguir a ojo simple… necesitaría esfuerzos sobrehumanos para verlas tras las nubes de deshonor que levantan chulos y marrajos por estos mundos.
Mientras Íngrid hace su interminable turno, la velan con entrega esos nobles caballeros… aguardan en alguna esquina con ojos muy abiertos, vigilan desde alguna buhardilla con garita disponible a los efectos… o de pie frente al horno horas de horas para que salga el pan a su momento. Disimulan la función y el empeño… discretos hasta la humildad menos provocante… ejercitados, desarrollados de músculos como atletas, diestros en el oficio de las armas, sin ostentación... sin máscaras… Rompen días y noches en virtuoso celo… También hago mi parte sin hacer nada, sin trabajar… aunque a veces me rinde el cansancio y me quedo dormido, con lo que queda Íngrid, para su protección, a exclusiva merced de la fe de los caminantes buenos y de Dios.
Por tal debilidad mía no he terminado la pintura de la Magdalena para la cual Íngrid me sirve de modelo. Pero suelo vagar hasta altas horas por la ciudadela tomando apuntes y estoy seguro que acabaré la imagen. Pronto la podrá tener ante la vista para siempre, ilustrísimo, para que comprenda… porque una imagen vale años luz más allá que un relato. La otra noche, mientras tomaba apuntes, me fijé en dos aguinalderos que parecían borrachos, estaban recostados como obreros cesantes, lucían inertes bajo fecunda inedia... el cuatro y el güiro silenciosos, abandonados sobre el suelo. Uno me llamó pero no lo reconocía… al segundo le advertí cierto brillo en las pupilas… le puse la mano en el hombro, casi humillándolo...aguardaba que me pidieran algo… No querían nada, sólo identificarse.
Los dejé… seguí hasta la otra esquina... subí considerable tramo de cuesta… Cruz arriba… los ojos se me querían cerrar… tenía hambre y me dirigía a la humilde morada que compartiremos algún día Íngrid y yo en lo más alto de la ciudad… donde ella nunca está, a no ser que lo exija su trabajo continuo. Donde pinto. La noche se cerraba aún más, no había estrellas ni luna sino un inmenso nubarrón morado intenso… envolvente… No me veía las manos si extendía los brazos a derecha o izquierda… al dar un paso lo daba hacia lo que podía ser el vacío… puede no haber adoquín para sostenerlo, me decía… y aunque no apretaba el frío, muy entrado diciembre, me sonaban los dientes temblorosos. A mi espalda, escuché un grito.
El grito pareció de una mujer… un grito seco como estallido de pólvora… tras ello el silencio más pavoroso… Había salido el grito del lugar donde minutos antes había saludado a los aguinalderos … tuve que regresar a la esquina de Cristo y Sol. Bajé casi corriendo. Los vecinos más próximos habían encendido luces… se sentían las monjas susurrar sus rezos tras las celosías del convento. Hallé a Camilo, el primero de los dos hombres, tirado en el suelo, más bien sentado, con las manos agarrándose la cara… sangre a chorros le salía de entre los dedos. Se encendieron luces en la Catedral, salieron cuatro hombres armados por la puerta principal… policías… Íngrid iba con ellos.
Dos casas más abajo me llamaron desde el zaguán… Entra aquí… mejor que no intervengas, lo tenemos todo bajo control. Pero Camilo está perdiendo mucha sangre, protesté. Sí, le cruzaron la cara con dos tajos, no podemos hacer nada… alguien lo llevará al hospital y si tiene remedio se salvará. Ahora importa seguir a Íngrid, ver a dónde la llevan… Íngrid parecía estar bien con los guardias, cumpliendo con su trabajo. No, no voy a quedarme aquí cruzado de brazos mientras Camilo se desangra en la calle. Sigue a Íngrid, después que lleve a Camilo al hospital pasaré por el cuartel… allá nos vemos. No la pierdas de vista.
Camilo estaba muy mal, bañado en sangre, apenas consciente… lo levanté del suelo con facilidad… lo sentí como una plumita sobre los hombros. No se soltaba la cara… Caminé lo mejor que pude con mi carga, el hospital estaba bastante lejos… la oscuridad viscosa era total cuando nos alejábamos por detrás de la Catedral calle abajo… Me agotaba por el cansancio que ya traía encima… no por el peso que cargaba... sentía que se me impregnaba de sangre toda la ropa… Así no va a durar mucho… el hospital estaba cuatro calles más abajo. Me apresuro... Este hombre está muerto, dijo la monja que me recibió… hay que informar inmediatamente a la policía.
Pusimos el cadáver de Camilo en una camilla… No, sor, no puedo quedarme ahora… va a tener que ocuparse usted de todo, pasaré más tarde. Le dejé mi nombre y las señas del ático de la calle de la Cruz... No, sor, no puedo quedarme… Me esfumo... ¡Pero este hombre está muerto!, escucho gritar a la monja a lo lejos.
Salí corriendo hacia el cuartel … al chocar contra el aire sentía el frío de la sangre que me había bañado todo el cuerpo… se iba secando así… En la esquina del callejón estaba el otro hombre, Celestino, esperándome. No entres ahora, me dice, Íngrid está bien… pero los policías hacen averiguaciones, lo mejor es dejarla sola para que no vaya nadie a confundirse. Hay muchos de nosotros en guardia en la calle de la Fortaleza. Ven, entra aquí.
Adentro le informé de la baja de Camilo… no dijo nada… en largo rato… El silencio que salía del cuartel ensordecía… ¿Qué iba yo a preguntar? Supe que Camilo había muerto por defender a Íngrid. Un perro la había llamado puta. ¡Valiente manera de morir!... desangrado por una herida en el rostro… Me trajo Celestino una muda de ropa y unas toallas húmedas para que me aseara un poco. Son las once, le queda a Íngrid una hora más en el cuartel… si no sale en una hora habrá que pedir ayuda a los de la calle Fortaleza. Vamos a confiar.
A punto de dar las doce... cuando debería estar saliendo Íngrid del cuartel... se abren de golpe las puertas y salen todos los guardias corriendo despavoridos. Íngrid ha tomado la decisión de perecerse... rompe la vasija donde lleva el aceite... se pega fuego... No hay remedio... todo sucede de pronto... Unas chispas... una llamarada... resplandece ya como hoguera en las escalinatas... como árbol ardiendo... Se aligera el cielo pesado de la Nochebuena con bengalas y cohetes de artificio. Se escucha muy leve a lo lejos una parranda... A la misma vez oigo a la monja del hospital que viene al trote gritando que Camilo había resucitado. La sigue procesión de monjas cantando el Te damos gracias...
Sé que hoy podré terminar la pintura de Íngrid. Para seguir viviendo... porque no trabajo, vivo del arte... y del cuento... firme en mi fe... Aunque a veces me sienta afligido... cansado... muy cansado.
© 2002, Antonio Bou
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