28 mayo 2002 |
AmaliaCuento |
Jorge Gómez Jiménez |
Ni yo a ella.
Me hice esquivo a su mirada en un mero ejercicio de sondeo, y entre observar a la cantante, dibujar espirales en una servilleta y preguntarle al hombre de la barra por el costo de la vida, se fue pasando el tiempo. Ella estaba sentada de manera que podía mirar alternativamente hacia la barra y hacia la puerta, por lo que deduje que esperaba a alguien sin demasiada convicción y yo representaba una potencial salida de emergencia.
Era por eso, deduje, que miraba también el reloj.
Fue durante un bolero cuando la cantante sufrió un problema en la garganta que mantuvo la música en suspenso unos segundos. Ya habían pasado tres tragos de los míos, uno de los de Amalia, y ante su insistente movimiento de muñeca en busca de la hora decidí acercármele. La saludé y le pregunté, con la perfecta entonación de un conocido al que no se le conoce en lo absoluto, si había sido plantada. Después de admitirlo aceptó acompañarme a la barra, con la acotación de que no disponía de mucho tiempo; uno o dos tragos y se largaría.
La cacería, como todo arte, requiere de paciencia.
No era definitivamente hermosa, como esas mujeres a las que ves en la calle y su belleza te deja un poco triste por no tener siquiera el privilegio de que te devuelvan un saludo. Pero se podía estar con ella y hasta considerarla una hembra cabal, aunque para ello su esfuerzo en las labores de maquillaje tuviera que ser más arduo que el de otras mujeres más agraciadas. Sus labios y sus pechos eran sus ases principales; quizás también su personalidad, lo cual no deja de ser secundario.
La personalidad también se maquilla, además.
Reímos un rato hablando de los tiempos de la universidad y de nuestros respectivos fracasos como pareja. Alrededor de los treinta, son absurdas e irreales, o al menos sospechosas, las historias de felicidad y, si los viejos anhelos se convierten en frustraciones, la incipiente madurez empieza su trabajo arrasando las heridas y reforzando los cimientos del cinismo. Rió también, no sin una pequeña amargura, del tipo que la había plantado aquella noche.
Era casado, por supuesto.
Y habló de sus pechos; confieso que fue entonces cuando empecé a considerarla una compañía interesante. Se comparaba con otras mujeres de su edad que habían engordado o envejecido, y cuyos pechos eran los primeros caídos en el combate contra el tiempo. Ella había sido aconsejada en la adolescencia por una tía que era modelo en la capital y con quien había aprendido dos o tres rutinas de ejercicios que la mantenían en la línea y con firmeza de pechos.
La tía murió drogada, hace dos años.
El hombre de la barra nos acercó un plato con unas pequeñas croquetas que Amalia no quiso probar. Mientras me las comía pensé en lo extraño que era sentir algo de hambre después de ese almuerzo de bárbaro, y seguí pensando otras cosas algo conexas hasta que me di cuenta de que había dejado peligrosamente de prestarle atención. Volví a ella. Estaba hablando de su interesantísima programación alimenticia y me sugirió que sustituyera los desayunos grasosos por fruta fresca, lo cual, según dijo, me haría más activo y decidido.
Sentí ganas de orinar.
Justo en ese instante sonó su celular y decidí aprovechar la tregua. Le hice una seña para que me esperara un momento y me dirigí hacia el baño, oyendo a la distancia su voz respondiendo la llamada a través de la estridencia de la cantante. Mientras orinaba se formó un gas en mi estómago y lo dejé salir sin pudor, amparado en la soledad del baño. Me lavé las manos y, al querer secármelas, no encontré servilletas, por lo que tuve que frotármelas en la parte inferior del pantalón. Cuando regresé a la barra, Amalia me recibió con una sonrisa franca que agradecí con otra.
Sonó de nuevo su teléfono.
Antes de contestar me dijo que unos amigos la invitaban a una fiesta al otro lado de la ciudad; quería saber si prefería que se fuera o seguiríamos compartiendo. Me gustó que me preguntara, era como si me concediera la potestad de decidir el carácter de la noche, como si admitiera la primacía que le corresponde al macho de la especie. Opté por lo segundo. Respondió la llamada negándose cortésmente y hablamos con sutil seducción de lo bien que la estábamos pasando, de cuánta falta habría hecho una llamada como esa en la aburrida soledad del hogar un viernes desprevenido pero hoy para qué.
Amalia sonreía y un nuevo gas se formaba en mi estómago.
Renovamos los tragos y me pidió que le hablara de mis hijos; interpreté con verdadero histrionismo cierto discurso meloso, y sobre todo breve, que reservaba para esos casos. Ella sí habló largamente de su hija, y me contó del parto y las muñecas y las abuelas que la consienten y la malcrían. Un colega se acercó a saludarme y vinieron las presentaciones de rigor; al marcharse me dejó una tarjeta y yo me disculpé con Amalia señalándole el baño con un gesto.
Las noches serían perfectas sin la biología.
Ya en el baño, el sentido común me dijo que lo mejor era acabar con el origen de mis gases sin demora. Había dos cubículos; en ninguno de los dos encontré papel higiénico. Recordé que tampoco había servilletas. Sonreí frente al espejo y empecé a pensar en una posible solución. Se me ocurrió que en cualquier momento ella también tendría que ir al baño; entonces aprovecharía para tomar varias servilletas de la barra y guardarlas en mi bolsillo y problema resuelto.
Qué bueno ser sensato, frío.
La cantante empezaba a interpretar algo de los ochenta y Amalia retomó la conversación con un tono nostálgico, recordando lo que hacía en la época en que ese tema estaba de moda. Éramos ambos adolescentes y aún no nos habíamos conocido, por lo que las aventuras y el despertar de la picardía tenían un interesante matiz cromático. Le di pie a una distendida conversación para poder pensar con serenidad mientras los gases se agolpaban dentro de mí.
Me quejé del volumen de la música.
En la búsqueda de una solución hay que considerar todas las salidas posibles. En unos momentos seguramente se haría insoportable esperar a que ella fuera al baño, así que tenía que descubrir una salida alterna. Sazoné mi rol de oyente con espaciadas y certeras interrogaciones acerca de su secreto para mantenerse lozana, tantas chicas que a su edad ya se habían amargado, marchitado; el plan en toda su extensión implicaba volverme abiertamente seductor para que no desencajara una eventual propuesta de ir a un sitio en el que la música sonara a un volumen que permitiera al menos hablar.
Y en cuyo baño hubiera visto antes papel higiénico.
Después de hacer un inventario mental de los sitios que reunieran ambas condiciones, y tomar la correspondiente decisión, se lo propuse con la mejor de mis sonrisas. Sentí algo muy similar al triunfo cuando ella asintió. El problema principal consistía en resolver lo de mis gases, pero ya Amalia me resultaba muy atractiva y si además podía lograr algo con ella, tanto mejor. Hacía bastante tiempo que no miraba el reloj; la conversación estaba convenientemente animada; su sonrisa la iluminaba desde dentro.
Pagué y nos fuimos.
Saliendo del local, un gas golpeó groseramente las paredes internas de mi estómago, aunque pude impedir que escapara. Llevaba delicadamente a Amalia del brazo y ella notó cuando sufrí el pequeño descalabro; le dije que había pisado mal y le pedí que no se preocupara. En el camino me detuve en una gasolinera y, antes de bajarme, la miré; ella tenía las piernas cruzadas y sonreía y de pronto se hizo fácil captar que sí, que en verdad era bella, quizás porque era natural, fresca.
O quizás porque ya no tenía prisa.
Mientras el tanque se llenaba le pedí al muchacho que revisara el aceite. Con una serenidad ya no muy fácil de sostener me dirigí a la parte posterior del auto y abrí el maletero. Fingí buscar algo y, oculto en la soledad temporal y en el fuerte olor de la gasolina, liberé uno de los gases, uno tan grande que tuve que ser precavido. Mi espíritu fue atravesado por una sensación de alivio tal que casi olvidé dónde me encontraba y estuve a punto de encender un cigarrillo.
Enjugué el sudor de mi frente con un pañuelo y pagué.
Amalia dijo que le gustaba el sitio al que la había llevado más que el anterior, y recordó haber celebrado allí el cumpleaños de una amiga, varios meses atrás, junto con una banda de secuaces del trabajo. Nos ubicamos en la barra y ella me preguntó si era asiduo al sitio; cuando me disponía a contestarle, el barman me saludó por mi apellido; ella con una sonrisa se dio por respondida. Tratando de ser consecuente con el tono de la noche y el líquido saxo que desgranaba sus notas desde el escenario brindé por ella y por su cabello aún sin canas.
Una gota de sudor bajó inelegantemente por una de mis sienes.
No quise apresurarme, pero estaba realmente incómodo y, a mitad de trago, le pedí me disculpara y fui al baño. De situaciones molestas, ésta: un sitio en cuyos baños siempre hubo papel higiénico y justo esa noche quedaba tan poco que habría sido insuficiente. En circunstancias corrientes, podía haber ido a pedirle ayuda al barman, pero esto me habría obligado a delatar mi penosa condición ante Amalia. Definitivamente no era una opción muy honrosa.
Las emergencias exponen la fragilidad de la honra.
Un pequeño ejercicio que hago desde niño con mis esfínteres logró retrasar mis premuras mientras pensaba en las opciones restantes. Podía utilizar mi pañuelo, pero igualmente existía la posibilidad de que se hiciera insuficiente. Me di cuenta de que empezaba a desesperarme cuando revisé el largo de mis pantalones y me pregunté si Amalia notaría la ausencia de mis calcetines. Me tranquilicé un poco cuando el ejercicio hizo su efecto y redujo el bochorno a un largo y sonoro gas, después del cual pude secarme el sudor, salir y rezar por que un nuevo cambio de tasca no sonara demasiado extraño.
A veces ocurren imprevistos.
Amalia lucía resplandeciente; me contó que también había ido al baño y se había retocado el maquillaje. Evalué el resultado con pretendida mirada de experto y ella sonrió. Dijo algo de los hombres que saben tratar a las mujeres y yo respondí algo igualmente vago sobre cómo el simple retoque del maquillaje indicaba que una mujer sabía tratar a un hombre. Acaricié su cabello, negrísimo, y sonreí.
El beso ni siquiera nos sorprendió.
Fue un momento digno del saxo; sus labios avanzaban y se replegaban con algo de ritmo, como respetando el compás de la música. Abrí un poco mis ojos y disfruté el espectáculo de los suyos, que me miraban sumergidos en una tierna lujuria. Me solazaba palpando sus dientes, su paladar, cuando emitió un minúsculo gemido que habría sido imperceptible de no haber estado besándonos. Eso bastó para que todo mi torrente sanguíneo se concentrara en las regiones genitales de mi cuerpo y por un momento olvidé mi embarazosa emergencia.
Por un momento.
Separamos nuestros labios con lentitud, mirándonos con leves sonrisas que denotaban una incipiente y prometedora satisfacción. Suspiré, y también lo hizo Amalia. Quizás creyó que estaba ante alguien un tanto tímido cuando tomé su mano y notó que las mías estaban frías y húmedas de sudor. El beso, me dijo, había tenido un gusto especial; pensé que se trataba de un argumento, un artilugio femenino de cacería, y respondí en tono similar que siempre había querido besarla. Quiso entonces hacerme creer que no me creía.
Pretender es por excelencia la herramienta del flirteo.
La nueva situación presentaba la disyuntiva de que, dependiendo de lo que dijera o hiciera, podía bruscamente resolver o empeorar mi problema. Si lograba convencer a Amalia de pasar el resto de la noche juntos y en intimidad, tendría ocasión de expulsar las molestias de mi cuerpo sin caer en el bochorno; pero si ella ponía reparos, corría el peligro de que la velada se alargara más de lo prudente. Comprobé, con un discreto movimiento de mis piernas, la tranquilidad temporal de mi organismo, y decidí afrontar el riesgo.
Sin riesgos no seríamos más que juguetes.
La besé nuevamente con afectado brío; Amalia pareció agradecerlo con otro gemido, más notorio y enervante. Su mano derecha acariciaba suavemente mi cabello y la otra, más osada, recorría con cierta rudeza uno de mis muslos. Separándome, le dije con voz muy baja que su perfume tenía algo de luna llena; aguda, respondió que quizás le gustarían mis aullidos y mis dientes.
Mis intestinos atacaron una vez más.
Era ahora o nunca. Lamí su cuello con fiereza y toqué todo sobre y bajo su falda; Amalia aspiró un poco de aire entre sus dientes y volvió a gemir. Su mano izquierda olvidó la paciencia y pasó del muslo a mi furibunda entrepierna; su tacto cálido y ansioso arrancó, ahora de mí, un gemido, que ella acalló con un beso más violento y revelador. Entre suspiros y resoplidos nos dijimos algunas cosas inconexas que nos hicieron arder.
Caminé con paso firme y definitivo.
Le hablé de la imposibilidad de soportar un minuto más en ese sitio, lo cual era cierto por más de una razón, y ella asintió dándose un pequeñísimo mordisco en el labio inferior. Hice una seña al barman, quien en un instante me acercó la cuenta. Amalia tomó un poco de aire y me habló de confianza y madurez como un preámbulo para plantearme la pertinencia de una verdadera y satisfactoria privacidad que podríamos conseguir en su apartamento; su hija pasaba el fin de semana con los abuelos.
Eso sí era suerte.
No me permití demasiados juegos en el auto; la trémula promesa de aquel cuerpo hirviente, pero sobre todo el ya casi incontrolable estallido intestinal del mío, me sirvieron para interpretar con notable maestría el papel de un amante urgido. En el ascensor, libre al fin de inhibiciones, Amalia me oprimió, me arrinconó gimiendo y tocando a placer, besándome con un frenesí del que participaban labios y dientes, y lo hizo con tal fuerza que, en la cumbre del ansia, descuidé ciertos controles.
Qué vergüenza.
Un gas, inoportuno en su sonoridad, salió de mí enterrándome en el peor de los bochornos. Me pregunté cómo podía reaccionarse a algo así sin perder el aplomo; sólo pude despegarme de ella y bajar la mirada. No dejó de sorprenderme que Amalia, sonriendo y acariciando mi rostro para levantarlo con suavidad, me preguntara qué me ocurría. Cuando le dije que era obvio, desestimó mi preocupación y propuso un convenio: no nos daríamos por enterados.
El ascensor llegó a su piso.
Con una sonrisa diáfana, Amalia me llevó de la mano hasta su apartamento. Mientras sus llaves abrían los cerrojos, condujo mi mano por superficies de su cuerpo que casi me apenaba tocar a causa del episodio en el que me había visto envuelto. Entramos y, sin encender las luces, me hizo atravesar a tientas lo que creí era la sala de estar, y luego un pasillo. Traspusimos una puerta y al fin, en la oscuridad, se detuvo y me besó; su pasión no había disminuido un ápice. Reuní fuerzas; tenía que pedirle, antes de que empezara a descubrirme su desnudez, que me permitiera unos minutos para ir al baño.
Ella habló primero.
Me dijo que me esperaría en la habitación de al frente y, antes de salir, encendió la luz. Sentí náuseas a causa de la vergüenza: estaba en el baño del apartamento de Amalia. Cuando salí, sudoroso y aliviado, la hallé ansiosa, recostada en su cama, cubierta sólo por una bata que agregaba, a sus inquietantes formas, una textura especial. Hubo mucho fuego y ninguna alusión al tema de mi bochorno. Pero pese al silencio acordado, creí entender que Amalia se había dado cuenta de todo desde el principio, y agradecí su inimitable tacto.
Una mujer de un tacto inimitable, en todo sentido.
© 2002, Jorge Gómez Jiménez
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