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n el bar del hotel de la ciudad peruana de Tingo María, quizá en 1980, escuché de un amigo y colega universitario una historia que era un chiste costumbrista o étnico, como se suele decir ahora
que he repetido incontables veces para hacer reír a
contertulios y para tratar de ilustrar, según mi ignorancia
llena de prejuicios, la idiosincrasia del habitante de la selva
amazónica peruana. Pero mejor voy a la historia y después
a las moralejas, que es como se hacen estas cosas. Bueno. Pues se trataba de este señor español que trabajaba para una compañía tabacalera, y que, de tanto venir a hacer negocios, ya era baquiano de los rumbos fluviales peruanos. Comedor de mono asado, hormigas al azúcar y otras delicadezas más comunes como una buena cecina con plátano majado, sabía la diferencia entre surcar un río y navegarlo río abajo, conocía de las delicias del árbol del pan. De tanto venir al Perú y de tanto querer a su esposa, la convenció por fin de que viniera con él en uno de sus viajes, para por fin mostrarle las delicias y los misterios selváticos. Una mañana, temprano, surcando uno de los cientos de tributarios del Amazonas, camino a una lejanísima finca, la mujer estaba feliz oyendo los ruidos de la selva y no tanto perdiendo la batalla con mosquitos y cientos de otros bichos que no la dejaban en paz. En eso, vieron en la distancia a un vendedor de papayas sentado en un precario muelle de tablones. Bien sentado, el delgado y sonriente «charapa» saludó a la barcaza de lejos y señaló a su mercadería, algunas frutas muy grandes, que llamaron la atención de la española, que pidió acercarse. En el «puerto» todo muelle es un puerto había cinco hermosas y enormes papayas, cada una de más de 30 centímetros de largo, simétricamente distribuidas en un trozo de plástico viejo y algo sucio. ¿A cómo las papayas? preguntó el piloto de la lancha en el típico acento loretano. A sol, patrón respondió el comerciante. La mujer, maravillada ante tan poco precio para tan grande fruta, inmediatamente le dijo al marido que sacara cinco soles para llevárselas todas. Al estirarle el billete al vendedor, vio que este sonreía, pero que al mismo tiempo negaba con la cabeza. Sólo una papaya, señora, a lo más dos nomás puedo venderle, pues dijo Pero señor insistió la española le pago por las cinco. No puedo, pues se resistió el comerciante. Pero ¿por qué? Le pago el doble: ¡diez soles! dijo el español. ¿Cómo pues? sentenció el vendedor, categórica y temerosamente, arrastrando las vocales acentuadas en el delicioso dejo selvático Y después... ¿qué vendo? Risas. El prejuicio sobre el selvático al que le sobra tiempo es evidente, pero hay otras metáforas en la historia. Y una de esas me toca de cerca, cuando los amigos me preguntan que por qué sigo haciendo Ciberayllu. La respuesta egoísta pasa por las valiosas amistades que el trabajo de mantener estas páginas ha hecho posibles: muchas nuevas, otras casi, y otras renovadas; y por sentirse útil estando lejos, tratando de comprar indulgencias, supongo, o decir «aquí estoy, no me he muerto todavía». Pero en el fondo, Ciberayllu es mi «puerto»: ¿Qué haría, pues, sin Ciberayllu? Es mi forma de estar en América Latina. (Déjame citarte a Carlos Fuentes, América Latina, que hace que, en Detroit, Frida Kahlo le hable así a Laura Díaz: «porque sabes, amiga mía de verdad, de verdad mi cuata mía a toda madre, ¿sabes?, conocernos a nosotros mismos nos vuelve hermosos porque identifica nuestros deseos; cuando desea, una mujer siempre es bella...». Y no hay América Latina más hermosa que la que levanta la cabeza, Argentina, y dice basta, convencida de que la incertidumbre es mejor que la ignominia de no ser dueña de su propio futuro.) Con la voluntad de empezar el 2002 año capicúa del siglo XXI con fuerza renovada, Ciberayllu cerró el primer año del milenio con material proveniente del ancho mundo de las letras latinoamericanas. Veamos. El crítico y creador mexicano Felipe Vázquez nos envió un más que oportuno ensayo de recuerdo y homenaje al poeta mexicano Juan José Arreola, fallecido el 5 de diciembre de este año. La creación literaria vino de la fértil y barroca pluma del puertorriqueño Antonio Bou, con dos cuentos de amor: uno algo misterioso, con cuchillos, y el otro navideño, con regalos y reyes magos. Desde Alemania, el narrador peruano-alemán Walter Lingán nos envió una crónica sobre la vida y pasión que no muerte de la asociación de autores latinoamericanos de Alemania, un ejemplo excelente de lo difícil que es hacer comunidad en la diáspora. César Ángeles, atento cronista de los poetas contemporáneos del Perú, nos envió una reseña crítica del último libro del poeta peruano Miguel Ildefonso. Y por último una nota de presnsa sobre el número 57 de Allpanchis, revista cusqueña que ha dedicado esta edición a asuntos de género en la perspectiva andina. Mantengan la sintonía, amigos, que ya tenemos casi listas importantes contribuciones para el mes de enero del 2002. Mis mejores deseos para este año. (Si bien, al cierre, vemos espantados la tragedia del incendio de Lima: tendremos que esforzarnos más aún para hacer del 2002 un año mejor.) Domingo Martínez Castilla © 2002, Ciberayllu, Domingo Martínez. Todos los derechos reservados. |
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