Dos filosCuento |
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Antonio Bou |
A mi amigo Eric, a quien le tomo prestado
el apellido, un par de puñales y ciertos ángulos
de su
lugar secreto.
damson rebuscó los
bolsillos del pantalón que había dejado tirado en la terraza la noche anterior.
Encontró un peso. El peso ha recobrado su personalidad... cada noche advertía
la concentración con que cada cual contaba y estiraba los billetes de a peso
antes de pagar aquí y allá... Para que la noche pudiera seguir había que
hacerlo... un deber que imponían por igual el instinto de sobrevivencia y la
añoranza continua de la muerte.
Emilia aún no despertaba, de seguro que tendría bastante dinero en la cartera... lo suficiente para beber nuevamente como desesperados... o para bajar a La Perla a capear. Ni se desnudaron ni hicieron el amor... Ádamson tenía ideas, opiniones, lanzaba diversidad de sentencias sobre todo. Muy acertadas algunas sobre sí mismo, sin apartarse de las sanas costumbres, o hasta de las santas virtudes, siempre creyó. Podía defenderlas, sus ideas, con bastante gracia, usando la brillante retórica de uno de esos catedráticos que te duermen, en el mejor de los sentidos, con audaces conferencias. Emilia no quiso creerle anoche que él, el bellísimo borracho... fuera el doctor Ádamson, el joven profesor Ádamson...
En un momento en que se acercaron fríamente sus cabezas... por casualidad... golpe de suerte... jugarreta del destino... cuando casi chocan... Ádamson no pudo más que elogiar el primitivo matiz de color de los ojos de Emilia... tienes los ojos de un raro azul verdoso que me asombra. Sin transiciones ni sutilezas insertó tres o cuatro palabras para asegurarle que era un vicioso, que no era suficiente ahogarle en vino. Los tuyos, dice Emilia, son del más extraño y profundo verde mar... esmeraldas... En verdad, no se habían visto los ojos, no sé en qué efectos basaban sus palabras, por eso no acabaron chichando sino durmiendo bastante juntos pero sin tocarse... semivestidos... Emilia se había quitado la blusa... ¡no me toques!, dijo. Quizás sabía que no había nada de verde en los ojos de Ádamson... Ádamson, aún sin estar confundido, o aún más confundido que lo que se pudiera suponer, sentía siempre, cuando no estaba solo, la necesidad de algo más que sustancias y contacto físico.
Emilia supo así que lo comenzaba a querer... Sabe Dios qué pensó él... estaba rebuscando los bolsillos del pantalón que anoche había tirado en la terraza... Ni un beso y ya caía rendido el bellísimo borracho, al aire libre, semidesnudo, sobre una silla. No te vayas, había dicho unos segundos antes... échate por ahí... quédate... no te vayas ahora. Desde el sofá, Emilia no veía mucho más que resplandores que la cegaban, no sabía ahora si era Ádamson o no el que le había hablado, se estaba enamorando de esa nada blanca y refulgente como luna llena frente a sus retinas quizás inflamadas de tanto ron y humo. Tengo dinero, dijo un Ádamson balbuceante desde la terraza... Yo también, ¿qué queremos hacer? Nada, vamos a salir... ¿queda vino? Muy poco. Vamos a la playa, vamos a tu casa de playa, dijiste anoche que tenías una casa en la playa, que tenía forma de barco. ¿Vamos?... Vamos, pero quiero antes que veas dos cuchillos... luego quiero enseñarte mi lugar secreto.
Vladimir Ádamson sacó la vaqueta donde guardaba los dos cuchillos. Dame tu mano. ¿La derecha? La derecha. Tiró un tajo rápido y frío. Emilia sintió por un par de segundos que su mano sangraba colgante... cercenada. No tiene filo, no te asustes... pero ni entonces se besaron. Había dos cuchillos, el grande, perfectamente boto... y uno más pequeño... Quieres que jamás te olvide... que te sueñe, pensaba Emilia... ¡qué manera de seducir! Mira el filo de este cuchillito... es como una navaja barbera... de doble filo... con el largo suficiente para llegar al corazón y romperlo. Ahí casi se besan, el labio de Emilia, ya totalmente desnudo del rojo infernal que había parecido advertir Ádamson temprano la noche antes, le rozó la punta de la nariz. Vladimir siente el corrientazo... pero cierra los ojos, no dice nada... Emilia se dejó arrastrar por la blandura de una almohada que le recogió la cabeza. Vladimir se levantó y encendió el tocadiscos... ¡Te voy a matar con música! ¡te voy a volver loca con música!
Verberaba como demonio el sol de la una sobre los adoquines de San Justo, y aún no habían salido de la casa. Nadie se quejaba del escándalo provocado por el tocadiscos. Se habían estado estrujando y apretando, primero inconscientes sobre el sofá, luego arrastrándose como culebras por el tablero blanco y negro del suelo... ¡Estoy ciega!... Vladimir se levanta, ¡vamos! ¡vamos ahora mismo a la playa! Esto no puede terminar, debe seguir así para siempre. Emilia repitió en el mismo tono las mismas palabras. Volvió a vestirse lo mejor que pudo. Vladimir se puso otra camisa. Salieron sin más, ni siquiera sacaron unos segundos para lavarse.
Emilia se reía a carcajadas cuando se montó en la pick up. ¿Quieres fumar? Sí, se puede fumar aquí... y beber... y volverse loco con música. Estaba segura de que estaba terriblemente enamorada del profesor Ádamson. Nunca había querido así a nadie, no importaba que todo lo que Vladimir dijese fuera debatible... ¡y lo decía con la más cabrona seguridad con que se pueden decir las cosas! ¡Cabrón! ¡Soy una mujer! Con derecho a opinar y a diferir y a olvidarme de todos los principios que deben regir la vida de la gente decente... Hubiera querido provocarlo hasta los golpes, hasta que le rompiera la boca de un puñetazo. Hubiera querido que la preñara para cargar con la opima semilla por dos o tres meses y luego ejercer sus derechos... ¿me comprendes?... para abortar y castrarlo y cegar toda posibilidad de continuar la especie desde la perspectiva del hermoso borracho. ¡No estamos ya en la casa! Vladimir se acurrucaba como un gato. ¡Vamos, bicho! ¡Prende el carro! No le respondió, pero prendió el carro. Me desespera el tapón, Vladimir, ¿puedes hacer algo? Tranquila, sube el aire. Doblan una esquina y la calle está totalmente vacía.
No se dirigían a la playa, Emilia lo sabía, protestó. ¿Quieres conducir tú? Le dejó el volante y le daba instrucciones... a la izquierda, a la derecha, sigue, sigue, no te dilates. Llegaron al mar, no a la playa, al mar. Mira, traje los cuchillos, dice Vladimir tartamudeando. Anda, estaciónate ahí, sí, ahí, siempre en tono amable, no tenía otro el bellísimo. ¿Serás un ángel? ¿un ángel como los de la Biblia? ¡No! ¡Ven, vamos a mi lugar secreto, vamos! Primero se metieron en un barcito de mala muerte a comprar cubalibres de a dos cincuenta. No estaba muy lejos del lugar secreto. Se recostaron sobre unas rocas que les resultaban bastante incómodas. No había nadie por allí. Veintitrés cubalibres y el disco del sol amenazaba con desaparecer. Emilia sabía que no iba a librarse, se enamoraba cada vez más de aquel bello bruto que la empujaba a nada, siempre deslumbrándola como un cineasta con luces de mil orígenes que le cauterizaban las retinas. No podían desnudarse allí, ni abrazarse ni unirse en cópula ardorosa... Emilia sólo creía, perdida en la borrachera, que lo amaba como a un niño enfermo. El lugar secreto no llegaron a verlo hasta que el cielo no se puso totalmente rojo, con rasgaduras verdes y violetas y el olor del mar se hizo particularmente intenso, con delicados matices de crustáceos muertos... ¿Por qué no vas a buscarme otro cubalibre? El número veinticuatro, todos habían sido idénticos. Tengo un sobrecito casi vacío, ¿te lo doy? Te vas a pelar la lengua. ¡Dame!, en lo que me buscas el cubalibre.
Por favor, no te vayas sin mí, ¡no te desaparezcas! ¡Mira, mira hacia la izquierda! Una línea de tierra en el horizonte donde podían distinguirse dos edificaciones ya casi en total sombra... un castillo, una fábrica. Se puede trabajar en la fábrica y vivir en el castillo... y gastar en el castillo lo que te ganas en la fábrica. A la larga vas a deber más de lo que ganas. Como en las centrales azucareras... ¡Eso, como en las centrales! Un mundo de esclavos como tú y yo. Emilia sintió que le aplicaban la marca del carimbo. Iba a gritar.
¡No, no puede ser, no queremos esto!, quiero amarte para toda la vida, siempre con saldo a nuestro favor. ¿Saldo? ¡De tiempo! Si pudieras despreocuparte del dinero por unos instantes, al menos por un instante. No valgo mucho. He dejado por estar contigo mil compromisos. No importa.
¡Mira, mira, otro cuba libre!... ¿te queda dinero? Queda un peso en el bolsillo.
Vladimir sabía que estaba atrapado en el final de un cuento. Emilia, no lo quería aceptar. Cuando el sol se fue totalmente y la oscuridad los quiso envolver, decidieron regresar a la casa. Aún tenían los cuchillos... la navaja de dos filos brillaba en la diestra de Vladimir.
Comentario privado al autor: © Antonio Bou, 2001, [email protected]
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