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Abril. En el Perú y el mundo, se comentó mucho este mes acerca de dos escritores muy metidos en la experiencia de este editor. César Vallejo, poeta máximo peruano, murió en la mañana del 15 de abril de 1938, viernes de pasión probablemente a su pesar de militante: a los 46 años, apenas. «Ser poeta hasta el punto de dejar de serlo», había escrito. En otro viernes santo, hace cien años, nació Samuel Beckett, irlandés de familia protestante. No se trata en esta nota de inventar o «descubrir» intertextualidades, préstamos o paralelos artificiales entre dos escritores, sino simplemente contar cómo un lector —quien escribe esto— se ha relacionado con lo que estos dos autores han escrito. Vallejo. Todo peruano que va al colegio secundario lee a Vallejo. En mi caso, ya prendado de la poesía desde muy niño —tengo por ahí algo que hoy parecería absurdo dado el acceso enorme que ofrece la Internet: un cuaderno con poemas eclécticamente escogidos y cuidadosamente transcritos, como si temiera perderlos—, fue una delicia descubrir a los doce o trece años una poesía que estiraba las palabras y los conceptos: los poemas iniciales e iniciáticos que Vallejo grabó en mi memoria fueron «Los pasos lejanos» e «Idilio muerto»: supongo que el primero por la presencia pasiva del padre, en nada comparable al otro padre poético que me sabía de memoria, el maestre Don Rodrigo Manrique; y el segundo, obviamente, por la hormonal adolescencia muy atenta a andinas y dulces Ritas... y las tejas, oh, sí, las tejas de Santiago de Chuco que no podían ser distintas a las de Jauja. Los rítmicos versos de Vallejo montaron en mi mente imágenes muy precisas que hasta hoy persisten, incluso más allá de las palabras: están los caminos curvos, la madre en los huertos, el padre dormitando; están las tejas (Rita nunca tuvo rostro pero, a falta de imagen, mi mente puede escuchar su «¡Qué frío hay...Jesús!» con un indudable dejo andino). Luego vendrían a ocupar espacio en las neuronas —en orden inverso— los poemas tremendos de la guerra civil española, y todo Trilce, de versos misteriosos, especialmente para un adolescente para quien las palabras lo eran casi todo. Nunca he dejado de tener a Vallejo a la mano. Y abrir sus libros en cualquier página siempre trae sorpresas y arranca sonrisas. ¿Vallejo trágico? ¡Me friega la imagen trágica de Vallejo! Beckett. Llegué a él, o él llegó a mí, unos ocho años después de Vallejo. Fue cuanda andaba yo perdido en la universidad errada, donde el ajedrez y la literatura se hicieron cargo de mi tiempo —que se suponía destinado a anatomías y bioquímicas—. Se sabía y hablaba algo del absurdo de Godot, pero no mucho más, hasta que un bien enterado amigo llegó un día blandiendo la reciente traducción de Murphy, en cuya página 185 aparece una partida de ajedrez tan tímida y simétrica como jamás habíamos visto, pues iba contra la esencia misma del juego (¿que nos preparaba para la vida?): señuelos, cálculos, trampas, estudios. Luego vendría la trilogía genial que presenta a Molloy en su bicicleta-muleta, a Malone que quiere desvanecerse, y al innombrable que, en cierto modo, lo logra. Poco a poco fui devorando a Beckett. Primero me parecía que cabía un poco en el mismo saco de los existencialistas franceses, especialmente Camus, pero luego lo separé en su propio altar. Lo creí nihilista, hasta que fui descubriendo —y sigo haciéndolo— un trabajo mucho más complejo que el de una mera posición filosófica: crítica social mordaz y llena de humor; afán de hacer las cosas con perfección —como escribir en francés para liberarse de las ataduras retóricas de la lengua nativa y así poder exponer limpiamente las ideas—; exploración interminable de la palabra pura, la imagen pura, el sonido puro. Y una convicción que, hacia el final, lo llevó a imitar la vida de sus ficticios personajes de novela. Admirable. Sigo hoy, lector y espectador, regresando al trabajo de Beckett —escrito, hablado, actuado— y gozando de cada descubrimiento. Beckett se mudó a Montparnasse, en París, a fines de 1937, cuando Vallejo terminaba sus Poemas humanos y escribía España, aparta de mi este cáliz, y donde poco después, en marzo del 38, una fiebre antigua se haría cargo de sus ajenos huesos que durarían sólo un mes más. Beckett empezaba su vida francesa. Y una coincidencia aún más intrascendente. En el verano del 2004, mientras buscaba la tumba de Vallejo —solo, como suelo hacer las cosas que no me puedo explicar— me topé en el cementerio de Montparnasse con la de Samuel Beckett, que está por ahí cerca. Tomé las fotos del caso, Beckett primero, Vallejo después, y sonreí. (Como sonrío cuando te veo, América Latina, citando a tus poetas favoritos y escritores queridos que, entre canciones desesperadas y niñas de Guatemala, te llenan no sólo los ratos, sino la ilusión del amor bien dicho. Como sonrío cuando te leo, América Latina, en estos medios donde la remota compañía vuela como las brillantes agujas de una flor madura de diente de león. Como sonrío.) Abril pasó muy rápido: tanto, que en esta publicación le tuvimos que añadir una semana prestada de mayo. Se han añadido los siguientes escritos en este mes memorioso. A partir de un cuadro de la pintora Remedios Varo, Ericka Ghersi, poeta peruana, ofrece un largo poema epistolar con varios destinatarios. También muy lleno de poesía es el comentario que Gonzalo Portals Zubiate, recién llegado a estas páginas, sobre un libro de poesía erótica de Miguel Ildefonso, baquiano regular de estos pagos. Entre costumbrista y mágico es el cuento que trae de regreso a Jorge Díaz Herrera, que relata la lucha final entre un viejo propietario de una antigua sala de cine, la modernidad y sus recuerdos. También de los rumbos de la narración, llegan a Ciberayllu avances de dos novelas de dos colaboradores en los dos países principales de la diáspora intelectual peruana. En Pensilvania, el poeta Róger Santiváñez trabaja una novela corta, Los anteojos ahumados, de la que nos envía un fragmento donde relata la visita guiada de Astrea a los rincones antiguos de un barrio limeño. Y en París, Mario Wong está escribiendo Wild. La guerra del fin de los tiempos, novela de la que nos ha enviado cinco fragmentos. Finalmente, Hervé Le Corre comenta Palabra en el viento, del americanista francés Roland Forgues, que colabora con Ciberayllu. Hay también una nota de prensa sobre una compilación de trabajos arguedianos preparada por Sergio R. Franco. Y por último, una nota de este editor sobre un álbum de yaravíes, forma musical profundamente andina y necesariamente poética. Domingo
Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu © 2006, Ciberayllu, Domingo Martínez Castilla. Todos los derechos reservados. Para citar este documento: |
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