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omo muchos otros miembros de las múltiples diásporas de Nuestra América, este editor se alista a visitar la patria, aprovechando el algo relajado verano boreal. Cada año, los matices de la visita son distintos, por razones cuyo desentrañamiento no debe ser complicado pero sí probablemente peligroso por bordear las enrevesadas cavernas donde habita la ausencia . Es probable que esos matices sean todos variaciones del color de las raíces personales: abrazar a la familia y ser, por unos días, parte de lo que uno fue en las épocas de descuido juvenil, de descubrimiento del amor, de refugio en los brazos protectores de los padres, de sentir las voces queridas, los modismos semiprivados del lenguaje familiar, los olores que marcan cada casa. Pero, más allá del viaje a la semilla, las visitas adquieren, cada una, un carácter especial. Un año, uno va a buscar la ciudad y sus ruidos. Otros años son sólo los parientes, unas veces los vivos y otras los muertos. En ocasión se escoge viajar a los lugares más queridos. ¿Y qué será de los amores viejos? Y otra vez visitar los rincones de la patria que a uno se le escaparon cuando vivía por allá. Y hay más: viajes en los que uno va a reencontrarse con paisaje y folklore, otros con colegas de juerga, y los hay en que uno va a querer conversar con los amigos sabios para que le ayuden a re-entender nuestra complicada historia, nuestro (¿nuestro?) inescrutable presente. Hay anticipación ¡qué duda cabe! pero también mucha incertidumbre acerca de cuán bien nadará uno en las aguas del país, la cultura, los cariños, los autos apurados, la incomprensible repetición de las frustraciones políticas, los progresos materiales de la gente simultáneamente con las enormes brechas económicas. La cabeza del emigrado está llena de una mezcla muy circunstancial de acontecimientos familiares y una ingesta irregular del acontecer nacional. Por ejemplo, este domingo, mirando de reojo la televisión peruana, terribles imágenes de una matanza de presos de hace más de quince años capturaron mi atención: eran imágenes de la patria que me parecieron importantes. Hoy leo los diarios peruanos, y el impactante reportaje parece haber desaparecido: la historia cercana es la más difícil de digerir. Uno prefiere las memorias más plácidas, pero la realidad se empeña en envolver a quien se ha convertido en visitante de su propia casa. ¿Cuándo será que la patria lo llame definitivamente a uno? ¿Será el llamado fuerte? ¿Será? Vida de emigrado, la de este editor, pero en estos tiempos de comunicaciones instantáneas, no parece haber vida de inmigrante: y por eso se vuelve a casa. (Como cada año, buscaré tu rostro, que me resisto a ver delgado y afanado: América Latina, llena de ocupaciones y de apuros, sonriente y preocupada, viviendo al día, pero viviendo, cosa que de lejos es difícil de entender; pues otro de los engaños que la ausencia mete en la cabeza del emigrado, es que todo ha quedado exactamente igual entre nosotros, que tu vida se ha paralizado porque me esperas quiero creer, quiero que este absurdo sea cierto, todo el tiempo, penélope andina, amazónica, caribeña, porque nada hay más importante que el recuerdo: es mi ilusión de siempre, y lo será.) Seis escritos se han añadido a nuestra publicación en el mes de junio. Veamos. Dos escritores peruanos, ausentes por varios meses, volvieron a Ciberayllu en estos días. El narrador Walter Lingán nos envía desde Alemania una historia que muestra las extrañas imágenes que provienen de los recuerdos y el afán de revivirlos. Y el poeta Jorge Frisancho también recuerda, pero esta vez a una de las casas familiares, lejanas en tiempo y en distancia. También habla de una casa familiar, pero en circunstancias más dolorosas, el primer cuento que nos envía Féliz Toshi Arakaki, peruano residente en Francia hace muchos años: se trata de una historia ambientada en la época de la guerra sucia en Argentina. Alicia Perdomo es otra nueva pluma en Ciberayllu: la estudiosa venezolana nos envía, desde Nueva York, una enterada noticia y análisis de la poesía de Judith de Teixeira, escritora que en los años veinte remeció los prejuicios literarios y culturales de la sociedad portuguesa, lo que por varias décadas le valió ser ignorada sistemáticamente. Completan la oferta del mes de julio dos crónicas: desde París, Miguel Rodríguez Liñán nos cuenta la presentación de un libro de Edgar Montiel sobre globalización, que provoca en él una reflexión sobre los políticos... y los idiótikos. Por último, el escritor boliviano Víctor Montoya, desde una Suecia con lluvia, comenta las impresiones que le trae un viejo dibujo de una gran serpiente asfixiando a una vaca. Esperamos ponernos al día en julio, pues ha quedado abundante material: estamos en deuda con la generosidad de nuestros colaboradores y la avidez de nuestros lectores. Saludos diapóricos. Y la próxima nota vendrá desde el Perú. Domingo
Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu © 2003, Ciberayllu, Domingo Martínez Castilla. Todos los derechos reservados. Para citar este documento: |
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