10 junio 2003

Los fantasmas persiguen la sed de mis sandalias

Cuento

[Ciberayllu]

Walter Lingán

La casa, plantada en el centro de un páramo infinito, es un inmueble de corredores luminosos y salones gigantescos. Una monstruosa edificación carente de muebles, sólo un blanco sofá se destaca en la inmensidad. En este sofá deposito mi distraída esencia para contemplar en el viejo televisor los paisajes de un mundo que visito cuando no poseo tu mano, cuando me faltan tus esquinas y tus arcos, cuando no percibo tu voz ni me lame tu aliento. A veces, al abrir una puerta, descubro a esa muñeca de la canción, vestida de amarillo-verde tul y zapatitos blancos, sentada en el espejo que cuelga en la pared de uno de los pasillos. La luz de sus ojos celestiales azulea el piso de parqué y su risa, que sale de un estuche pegado a la espalda, se difunde en ondas pesadas, en fluidos alfileres que se clavan en mis oídos. Es un dolor insoportable. Me revuelco en el piso. Lloriqueo. Pienso en ti. Ruego a gritos que llegues, abras la puerta y seas mi salvación. No puedes imaginarte / lo que es pasar la tarde / esperando a que tú vengas / contemplando mi ventana / para ver si tu silueta / se dirige hacia mi puerta. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás...

No. Claro que no. Tú no sabes lo que es pasar el santo día viendo televisión o deambulando por las sinuosidades de esta casa sombría y no encontrarte en ninguno de sus recintos. Camino, hora tras hora, en un mundo hinchado de espanto. Abro y cierro puertas. Ando y desando pasillos vacíos. Subo y bajo extrañas escaleras. Me caigo, me levanto, recupero mi suavidad, una cierta aspereza. Cansado, muy cansado, me derramo y duermo rodeado de temibles arañas que laboran sin pausa en sus rincones más enlutados. Sus patas peludas me circundan, me acunan, me envuelven dulcemente con esos sus tibios telares de finísimas hebras. Sus fieros-nobles hociqueos quebrantan mis labios y mi rostro. Las heridas sangran imitando la grandeza del Amazonas, del Rin, del Nilo. Entonces llega mi madre y, diciendo que las arañas me han besuqueado, coloca emplastos de telaraña quemada en las llagas y aplaca mis flujos de púrpura. Me da de beber «uña de gato», que cura toditos los males, incluso la corrupción oficial. Al despertar sigo el rastro de una tenue luz que alumbra el correteo de una hormiga roja. Alargo la mano y la aplasto. Su abdomen queda pegado en uno de mis dedos. Sacudo la mano y el abdomen, en restos minúsculos, vuela en todas las direcciones. Volutas de polvo caen al piso. Una vida hecha polvo. Sólo polvo. Otro soplo más retornando a sus orígenes. Mientras la rojiza cabeza, redimida del dolor, zigzageando, avanza hacia el escape que le ofrece la cristálica boca del ventanal. Aliviada de su peso marcha imperturbable a su encuentro con la muerte. Las paredes de la casa / tienen un color tan triste / sin la luz que tú les das / yo trato de consolarme / inventando mil pretextos / cuando sé que no vendrás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás...

Intento volver a la sala para seguir viendo televisión, pero me vuelvo a extraviar en una laberíntica sucesión de pasadizos colosales, habitaciones que cambian de formas y colores. Busco una salida. Me desespero. Mi corazón es una campana colgada en mis costillares, redobla alborotada. En una de las esquinas aparece un perro. Se desplaza arrastrando la lengua. Me atalaya serio desde su brava altura y se detiene. Gira la cabeza. No sé si trata de morder su cola o busca algo entre sus patas. Luego ladra, aúlla. Sus roncos aullidos retumban en las paredes. Los muros rojos-verdes-azules se convulsionan, se deforman. Poco a poco se convierten en luces decadentes, lechosas, y el espacio va creciendo. Surgen girasoles que uno a uno, disciplinados, se ordenan en una hilera y sus sombras acortan la luz. Risueñas iguanas mastican ramas de marihuana que traen enredadas en sus patas. Sus mandíbulas escupen nubes negras. Vuela la oscuridad. Se oye el rumor de la lluvia, su goteo persistente en el tejado. El perro lametea mi mano. Su baba pastosa me da asco. Retrocedo, pero en realidad es el iracundo animal que se aleja hasta disiparse en la bruma de sombras mortecinas. La lluvia me inunda en un creciente sonido de tambores y voces ensordecedoras: Ay de tanto andar pensando / Ay de tanto andar pensando / se me nubla la razón / se me nubla la razón /¿ay dónde andará? /¿ay dónde andará? / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii... Me tapo los oídos, pero el canto y los tambores zumban, truenan y retumban en mis occidentes, estallan en mis orientes, estremecen mis adentros. Tiemblan mis carnes. Se abren todas mis compuertas, se escapan mis contenidos y mis vientos. Ay de tanto andar corriendo / ya no sé ni dónde estoy / Ay de tanto andar corriendo / ya no sé ni dónde estoy / Por andar buscando olvido / me he olvidado del amor / Por andar buscando olvido / me he olvidado del amor / ¿ay dónde andará? / ¿ay dónde andará? / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii / Oiiiiii...

Al ritmo de los tambores las paredes amarillas-rojas-blancas se levantan, se cierran lentamente, me aprisionan. Cae la luz a pedazos tronchando los girasoles. Crujen mis huesos y se repite ese dolor desesperante. Grito. Lloro. Suena el teléfono y los muros se detienen. Me escurro por un estrecho pasillo hasta que mis manos chocan con el manubrio de una puerta delgada. Al abrir la puertecilla cae el teléfono en el WC y  la explosión que produce me expulsa violentamente y me estrello en el piso de losetas blancas-azules. Los pasillos se transforman en anchas avenidas adornadas de alisos, de rosas revelando sorprendentes tonalidades, de geranios rebosando bajo la luz de la luna. Por un valle poblado de árboles enanos desfila una emocionada tropa de dinosaurios. El suelo tirita, vibra asustado. Te veo sentada en una banca, tus manos juegan con los pliegues de tu vestido de blanco-negro-rojo tul. A tu lado una pantera se entretiene con una gacela. Retoza y se precipita con elástica elegancia tras su presa que goza unos segundos de libertad. Voy hacia ti, pero tú ya no eres tú. En tus ojos encuentro dos fosas lagrimeando hilillos de sangre. Tu risa hueca se hace trizas en el horizonte y tu esqueleto envuelto en su vestido de muñeca es bandereado por el viento. La pantera ruge y agita sus poderosas garras cerca a mi rostro. Rápida y decidida brota mi madre para ofrecerme su ayuda, pero es una anciana desvalida jugueteando con su bastón ante tremenda fiera. Árboles, rosas y geranios se diluyen en los cristales de las ventanas. Ahora estoy en la sala, sentado en el pequeño sofá blanco frente al televisor que divulga las noticias de las ocho de la noche y tú aún no has llegado. Cromáticos ofidios me acompañan. Sus reptílicas lenguas hurgan en mis dedos, embolsican mi soledad. Sus fríos semblantes se arrastran por mis terrenos baldíos y me hacen llorar con una pena inmensa, sobresaliente. No puedes imaginarte / lo que es pasar la tarde / esperando a que tú vengas / contemplando mi ventana / para ver si tu silueta / se dirige hacia mi puerta / contemplar nerviosamente / como va pasando el tiempo / y ver que no llegas tú. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás. / Salir al balcón / mirar del umbral / mirar hacia el parque / tal vez ahí estás...

Miro por la ventana con la esperanza de verte venir pero afuera no hay calles ni casas, no hay nada, sólo un inmenso hueco negro. Oigo voces, gritos, ruidos, llantos, risas, cantos, pero no veo a nadie. Dentro del televisor bulle la ciudad. En la pantalla asoman los departamentos de uno de los edificios. Una pareja hace el amor en una cómoda cama, brillan sus cuerpos en los espejos del ropero. Se distinguen también la esquina del tocador, la parte de un cuadro, una lámpara a media luz y las cortinas un tantito levantadas. En otro piso discuten un hombre y una mujer, mientras dos niños asustados están a la expectativa. En las calles arboladas los autos pasan veloces, la gente camina apurada. En sus rostros estresados hay huellas de miedo, de abandono. En eso oigo que la llave gira en el cerrojo. La puerta se abre y al fin te siento llegar. Otra vez la casa es la que yo conozco: un pasillo y cuatro habitaciones. Abro una puerta con temor pero compruebo que todo sigue como cuando te fuiste. El dormitorio y la frescura de sus edredones, la cocina y sus olores, la sala con los sofás de cuero negro y su mesita al centro, la pequeña pieza donde trabajas, el baño con sus aparejos limpios y relucientes; el gato negro-blanco dormitando en su canasta, los libros ordenados caóticamente en la estantería, en fin, todas las cosas en sus cotidianas dimensiones y en el lugar que las hemos dispuesto. Es la magia de tu presencia. Entonces, ¿cómo vivir sin ti? Cuelgas tu abrigo en el perchero. Vienes hacia mí y me besas, pero te retiras bruscamente porque mi boca te quema, mi aliento huele mal, apesta. Huyes de mi abrazo porque mi cuerpo te incendia, te inflama. Sentados frente al televisor, acaricio los salvajes contornos de tus caderas, los perímetros de tu espalda, pero, caramba, no, eso no te gusta. Mis sedientos dedos corren a beber en la lisura de tus muslos y tampoco te agrada, te molestan. Eso no es cariño, no es amor. Eso es arrechura, angeilen, argumentas. Mi agitada respiración te sofoca. Mis insinuaciones te exasperan, te martirizan, te joden. Te sientes acosada por mis deseos, por mis ganas de macho, ¡ay, mujer!, si tú pudieras imaginarte, aunque sólo sea un tris, lo que es pasarse todo el santo día dando vueltas como un juanvenvamos por unos pasillos tenebrosos, por unas estancias habitadas por alimañas impensadas. Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel. / Todo te lo he entrega'o / te he regala'o todita mi juventud / tú me das a cambio / con tus desprecios / prendas amargas, mi cruz / no me niegues un beso / sólo por eso mala mujer. / Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel...

Antes de acostarme a su lado, se me ocurre acomodarme en la congeladora y dormir ahí algunas horas. Luego salgo contento sintiendo que se ha extinguido el fuego de mi piel. Ya no quemo y quiero abrazarla, besarla, acariciarla, amarla, pero ahora mis manos están frías, mis pies le congelan sus piernas y llena de rabia se envuelve con la frazada. Me empuja, me bota, me rechaza. Estás helado, tienes la nariz fría, como de muerto, me dice. Pide con una insultante dulzura que la deje en paz, que mire la hora y la deje dormir. Repite hasta el cansancio que está cansada, ha trabajado demasiado, además en su cabeza revolotean las deudas vencidas, la amenaza de un embargo, el monto del próximo crédito, los problemas de los hijos, la declaración de impuestos aún no entregada a la oficina de finanzas, y yo, desconsiderado, pedazo de barro egoísta, pensando sólo en satisfacer sus deseos, sus bajos instintos. Ando desvariando / vivo pensando / por esta loca pasión / si no pones remedio / la calle al medio / es toda mi solución / no me niegues un beso / sólo por eso mala mujer. / Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel. / Déjate querer / mujer déjate querer / déjate querer mujer cruel...

Entonces, triste, desolado, aprieto con fuerza su cuello. Manotea. Patalea. Todo es inútil. Se apagan sus gritos. Su cabeza llena de preocupaciones se pierde en la penumbra del más allá. Su cuerpo sin brújula y sin rumbo ya no es nada apetecible, me provoca náuseas. Ya no tengo ganas de acariciar ese cuerpo inerte. Meto sus restos en la congeladora y me acurruco a su lado. Pronto estaremos en las mismas condiciones, le digo, aunque ella ya no quiere escucharme. Distraída, le cuenta las tinieblas a la eternidad.

* * *


© 2003, Walter Lingán
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Para citar este documento:
Lingán, Walter: «Los fantasmas persiguen la sed de mis sandalias. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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