(Por un error en el mensaje de correo, algunos lectores están llegando
acá en lugar de al mensaje de setiembre del 2001. Disculpas.)

Mensaje del kuraka

Primero de julio del 2001
[Ciberayllu]
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En el epicentro de la noticia, decían los titulares refiriéndose al Perú del fin de semana pasado, 23 y 24 de junio del 2001. En menos de 24 horas, dos acontecimientos sacudieron al Perú y a buena parte de América Latina. Uno, lamentablemente común y cruel, asoló al sur del Perú con una destructora fuerza de 6.9, en alguna escala de la que ya nos estábamos olvidando, y se sintió muy duro en Chile y Bolivia. El otro, lamentablemente raro y feliz, fue la captura de un delincuente dueño de un prontuario terrible.

Los terremotos no son exclusivos de nadie, y se dan en todo lado. Hace muchos años, cuando Alberto Fujimori —estricto y pedagógico dictador de aula en ese entonces— enseñaba álgebra matricial a este editor, fue la última vez que la tierra tembló con fuerza en Lima. Me tocó ver paredes viejas que caían como fichas de dominó; al mirar para atrás, vi con terror que el modernísimo techo de las llamadas aulas nuevas cedía, como alas cansadas de un ave de concreto armado, haciendo saltar el hierro de las columnas. Casi toda la parte moderna de la universidad, con la excepción de los laboratorios y la biblioteca, fue destruida en dos minutos. Empero, las construcciones más antiguas soportaron mejor la acometida (y uno se pone a pensar que también hubiera sobrevivido la oficina donde el maestro Arguedas empezó su muerte, si no fuera porque dos años antes ya había sido arrasada por temblores ideológicos que quisieron desaparecer las ciencias sociales de esa universidad). Hoy, la blanca Arequipa —la novia dorada de la canción que me aprendí comiendo camarones por cinco días seguidos en dos restaurantes en los sendos extremos del puente de Ocoña, cerca al epicentro de este terremoto— sufre una vez más. Saco de mis archivos una diapositiva de hace unos quince años, donde, tras de una hermosa reja de hierro labrado, se ven las dos torres de la vieja catedral contra el brillante oro del atardecer, cuyo maltratado aspecto probablemente se convierta en el símbolo de este primer terremoto peruano del milenio

(Uno quisiera decir más acerca de estos desastres, pero lo único que brota es una sarta de lugares comunes, que no ayudan mucho a quienes han perdido techo y esperanza, así que mejor dejemos, impotentes, el acontecimiento uno.)

Acontecimiento dos: la captura del hombre fuerte del gobierno de ese mismo Alberto Fujimori, a quien sus ambiciones y desprecio por los demás, y una combinación improbable de circunstancias, lo llevaron a presidir uno de los gobiernos más corruptos de la historia. El «asesor», Vladimiro Lenin Montesinos Torres, pasará a la historia de la estupidez humana, pues parece que se especializó en provocarla y sacar a la luz constantemente la estupidez de otros. ¿En dónde más un ex-oficial de baja graduación, expulsado del ejército, puede, después de no muchos años, darse el lujo de escoger a los comandantes generales y, de paso, meter la mano a los fondos de retiro de toda la oficialidad? La magnitud del poder que ejercía este individuo no tiene parangón, pues se dio maña para manipular a su antojo, además, a lo más graneado de la clase empresarial peruana (burguesía, que le decíamos). El álgebra de Fujimori andaba feliz con este incógnito personaje, cuyo crimen más duradero no aparece en los códigos penales, y tiene que ver con la más extrema manipulación (iba a escribir prostitución, y luego bastardización, pero no es justo: hay que respetar a la gente y al idioma, respectivamente) de las instituciones para beneficio propio.

Y se le temía al sujeto de marras. Incluso en los caminos virtuales frecuentados por este editor: cuando sus testaferros copaban los espacios peruanos en la red, uno sentía que había que cuidarse. Se los sabía sin escrúpulos de ninguna clase.

Es la de ahora una ocasión excepcional para acelerar la educación cívica no sólo del Perú, sino de América Latina toda: mostrar cómo un país pobre y golpeado como el Perú puede juzgar con limpieza y transparencia a este polidelincuente de estatura histórica.

(Te veo mujer, América Latina, y no puedo dejar de imaginarte cobriza y sonriente, y por alguna razón pienso en tus hombros limpios, bronceados, firmes, donde quisiera posar un beso duradero, más de acólito que de amante, y recostar luego en él mi frente mientras te llevo dando vueltas alrededor de un bolero que no se detiene a pensar en latitudes. Te siento cerca, América Latina, pero escondida, lista para saltar y apropiarte de la historia.)


Es de no creerse: en junio Ciberayllu pasó por primera vez la barrera de las cien mil páginas mensuales, más que duplicando el volumen de «descarga» de hace un año. Con suerte, las entregas del mes pasado ayudarán a cimentar este modesto esfuerzo.

Y a eso vamos: empezamos junio con un muy apropiado trabajo de Deborah Poole y Gerardo Rénique (bienvenidos a estas páginas) sobre la caída del gobierno de Fujimori, poniendo énfasis en el importante papel jugado por los movimientos de masas, de tradición y retórica izquierdistas.

También emparentada al tema político de las dictaduras, pero con vena de cronista y humor destacable, una entrega de Juan Gargurevich —maestro de muchos periodistas peruanos— ofrece un recuento muy personal de su deportación a Buenos Aires por la dictadura militar, que en 1975 acababa de derrocar a la otra dictadura militar.

Y hubo mucha literatura en junio. Al cabo de casi un año, vuelve a las páginas de Ciberayllu, para gran alegría de este editor, el verso cuidado y a narrativo de la escritora argentina Ketty Alejandrina Lis, que tuvo a bien enviarnos dos poemas, uno descriptivo y el otro introspectivo.

Siguiendo en los rumbos de la gaya ciencia, y con ocasión de la tercera edición (esta vez bilingüe, y que está en prensa) de El nombre de las cosas, la poetisa peruana Cecilia Bustamante quiso, en las vísperas de San Juan, dar a los lectores un poema muy apropiado para la ocasión.

La narración, esta vez, nos vino toda de Europa. Desde España, Óscar Sipán Sanz —que se ha dedicado a ganar cuanto premio de narrativa breve se le pone al frente— ha hecho un cuento en tres párrafos, que trata sobre la importancia que los hombres de negocios deben dar al fuerte verano peninsular. Y desde Alemania, el argentino Francisco Olaso nos cuenta la historia de un todopoderoso crítico literario.

También damos cuenta de la aparición de La verdad sobre dios y JBA, la más reciente novela de José B. Adolph, colaborador de Ciberayllu.

No sé si podremos mantener el mismo ritmo en julio y agosto, cuando nos toca visitar la patria, pero trataremos.

Hasta la próxima.


Domingo Martínez Castilla
Kuraka editor de Ciberayllu
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