Crítica constructivaCuento |
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Francisco Olaso |
s domingo por la mañana, cae el otoño en hojas de roble, el viento acerca la voz fría del Mar Báltico, y frente a la casa del gran crítico se ha formado una fila de escritores. Siete en total. Cada uno portando, en la cartera o en la mano, un libro de su autoría. Sólo al principio se han mirado con recelo: a la hora de llegar y darse cuenta de que la originalidad ha sido nuevamente un pez esquivo. Pero ya se han acostumbrado. Ahora cada cual espera la aparición del crítico, ese hombre que, menos con sus palabras que con sus manos, ha sabido trazar el camino hacia la cima literaria ajena.
Hay entre los presentes autores jóvenes y otros no tanto, pero cada cual a su modo es considerado una realidad literaria, una pretérita promesa, con la angustia que ello implica. La excepción es un hombre al que nadie conoce, un tipo de gesto ansioso y sobretodo de cuero, que cierra al fondo la fila, por el sencillo hecho de haber llegado último.
—Ahí viene —dice uno, al ver abrirse la puerta de la mansión espartana. Se genera entre los escritores un revuelo, pero nadie intenta un sorpaso. Atravesando el portal con aire altivo, en rob de chambre y pantuflas, se acerca el hombre capaz de abrir la puerta de los premios y la fama.
—A ver —dice el crítico, haciendo el gesto de quien tiene poco tiempo.
El primer escritor se adelanta unos pasos, se detiene frente a los escalones de la balaustrada, ofrece su libro con las manos extendidas. Antes de recibirlo, el crítico filtra un dedo por debajo de los lentes y se extirpa una lagaña. Luego, sí, husmea el texto.
—Para construir hay que romper —sentencia, y raja con un movimiento presto el ejemplar en dos mitades. Enfrente, el escritor no puede contener su emoción. Toma el libro destrozado, y se retira a disfrutar entre los suyos la auspiciosa perspectiva.
Se adelanta el segundo escritor. Estira la mano con un ejemplar de tapa extraña.
—No pensé que se atrevería a venir —sonríe con placer sombrío el crítico. Y el tenor de esta sonrisa, más que la altura de los escalones, otorga a la balaustrada carácter de pedestal.
—Ahorremos comentarios —dice el escritor.
—Los autores de su calaña deberían recibir trato de delincuentes comunes —sentencia el crítico, y parte el libro al medio.
El escritor recoge sus mitades, maldice al crítico y se retira.
La tercera en la fila es una dama con aire de poeta. El crítico le besa la mano. En ese mismo momento irrumpe desde atrás de un roble un camarógrafo.
—Espero que no le importe —dice ella—. Es sólo para mi archivo privado.
El logo de un canal televisivo resplandece en la cámara. Pero el crítico finge no verlo.
—Faltaba más —dice, y rompe ante la cámara el libro, no sin cierta fruición en la mirada. El acto se ve empañado por un pedido de repetición. Ocurre que la luz en el portal no es la más favorable, y el camarógrafo se ve obligado a pedir, resignando acaso naturalidad, un play back del sacrificio.
—Usted confunde síntesis con pobreza de ideas —le dice el crítico al cuarto en la fila—. No desanime: el olvido le hará justicia —le asegura al quinto. Ambos se retiran abrazados, con sus libros hechos polvo y sus ojos lagrimeando de emoción.
El sexto, después de tomar lo que queda de su obra, anota a pie de página, o quizá en el margen, algunas generosas sugerencias. „Gracias“, le dice al crítico, y le besa las pantuflas.
El crítico ya casi gira, para volver a su jardín de invierno y proseguir con el desayuno. Entonces descubre al tipo de gesto ansioso y sobretodo de cuero.
—¿Y usted qué quiere? —pregunta.
Se ve que ha pensado que era algún curioso, quizá un amigo de los literatos.
—No, yo sólo quería... —balbucea el tipo, en un alemán que se percibe defectuoso. Del interior del sobretodo extrae un sobre grueso. Lo abre. Extiende hacia el crítico las hojas de un manuscrito, lleno de tachaduras y correcciones, que éste toma con las puntas de los dedos, como si los papeles pudieran transmitir alguna rara enfermedad de los trópicos.
—Parece español... —dice por fin, rascándose la cabeza.
—Espero que eso no signifique un impedimento —dice el tipo, o supone que lo dice, o empieza a decirlo y se traba al darse cuenta que no sabe cómo podría decirse, en alemán, impedimento.
El crítico no le da tiempo ni siquiera a avergonzarse.
—¿De qué se trata? —pregunta con sagacidad.
—Es algo que supuestamente me pasó —dice el tipo.
—¿Y en qué persona está escrito?
—En tercera —se defiende el tipo.
—Sincérese, hombre, páselo a primera.
—Está bien —le digo—. Soy un escritor desconocido, incluso en mi patria. Por eso me tomé el atrevimiento. Si no es demasiado pedirle...
Hablo de corrido, sin reparar en detalles semánticos. Me hago entender también por señas. Hasta que el crítico me interrumpe, me dice que ya es suficiente, y me pide por favor que lo espere un minuto. Vuelve al minuto exacto con un libro. Mira hacia ambas esquinas, para ver si alguien nos ve. Me extiende el ejemplar. Es su autobiografía.
—Maestro, yo... —balbuceo—. No creo que dé resultado.
—Atrévase, no es tan difícil —dice el crítico, y para demostrarlo empieza a hacer picadillo mi manuscrito. Un poco por orgullo, le rebano a su libro la tapa. Pero pronto veo que, al destruir mi obra, un hilo de baba le cuelga de la boca. Entonces le doy a su libro sin asco. En medio de la fiebre que nos hermana, me doy cuenta que tal vez no tengo copia de mi obra, porque mi computadora sufre, como yo, serios olvidos y graves contradicciones. Lloro. ¿Con qué obra voy ganar qué premio si en esos papeles está mi vida?
—Ustedes, los latinoamericanos... —me palmea el crítico la espalda para darme ánimo—. Yo los llamo el talento inestable.
Así me lo dice, o así creo entenderlo, a través de las lágrimas, mientras los retazos de su autobiografía y lo que queda de mi vida han formado una hojarasca, que resopla y se disgrega con el viento del otoño.
Comentario privado al autor: © Francisco Olaso, 2000, [email protected]
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