Babilonia la grande

Fragmento: Lágrimas Negras

[Ciberayllu]

Óscar Ugarteche
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El regalo de matrimonio de Chichi a su nieto fue la casa de playa en Pimentel que heredó a la muerte de su madre. Fue lo único que quedó de la bella época. Nadie había vuelto a esa casa desde los años treinta cuando se vinieron a Lima. A la muerte de su padre, nadie quiso ir a la playa porque le recordaba la tragedia. Luego de la muerte de su madre, ella y sus hermanas vivían en Lima y tampoco querían regresar al lugar de la tragedia. Se quedó la casona allí, abandonada. No obstante, Chichi siempre guardó el llavero en su caja fuerte. Tenía una lagrima de oro enganchada al aro que ensartaba las múltiples llaves de toda la casa. Aunque tú me has dejado en el abandono/ aunque tú has muerto todas mis ilusiones/ en vez de maldecirte con justo encono/ en mis sueños te colmo de bendiciones/. Ese llavero y el titulo de propiedad se lo dio a Juan Pablo deseándole lo mejor.

De regreso de la luna de miel en Punta Sal, Juan Pablo y Lucero entraron a Pimentel y le dieron la vuelta a la plaza que Chichi describió como un mercado con rejas de madera. Ya no había mercado. Voltearon a la izquierda. Al llegar al malecón, vieron el hotel del puerto. Sólo quedaba un inmenso edificio con vidrios rotos. Como rosa que pierde su aroma/ así era mi vida/ como nave que está a la deriva/ sin rumbo y sin calma/. La estación ferroviaria pintada de amarillo se encontraba en medio de nada con ningún tren a ninguna parte. No había depósitos de caña de azúcar. Sí, unos inmensos galerones perforados. El grandioso muelle tenía las vigas separadas y pedazos de riel del ferrocarril que alguna vez llevó su dulce carga hasta naves inmensas que cruzaban el Pacífico. Preguntando por la casa de los Pardo de Balta los porteños le indicaron que se hallaba lejos y embrujada. Cuán lejos es lejos en un puerto abandonado, pensó Juan Pablo, con su cabeza parisina. Caminaron por el malecón hacia la derecha hasta que llegaron a una casona abandonada, al fondo. Inmensa, cercada con un muro bajo y palmeras muertas. El campo seco del inmenso jardín abría el preámbulo para una terraza gigantesca techada con una rampa de tejas ausentes. Las persianas de madera de las ventanas, desvencijadas, tenían el color azul marino erosionado por la sal, el tiempo y el sol. Es todo amor lo que reina en mi bohío/ donde la quietud del río se ensueña/. Sacó las llaves y buscó una que le hiciera a la chapa del portón de madera. Una le hizo. No giró. El óxido hizo más bien que se rompiera el mecanismo y la chapa se abriera oyéndose la desintegración del metal. Ambos miraron la piscina de cemento en medio del terral que era testigo de sesenta años de abandono, llena de tierra y pedazos de palmeras decapitadas. Al llegar a la puerta de dos hojas que unía la terraza al hall, otra vez sacó el llavero. Fue inútil. No logró darle vuelta. Entraron por las ventanas rotas. Grandes y bajas parecían más puertas abiertas, que ventanas cerradas. Sonó un trío cantando mira que eres linda/ que preciosa eres/ verdad que en la vida/ no he visto muñeca más linda que tú/.

Dentro del hall, Juan Pablo y Lucero se quedaron inmóviles, paseando la mirada por el interior de la casa. La escalera larga al segundo piso. La salida a la puerta de la calle. La puerta de rombos de vidrio al salón de fumar. Las puertas corredizas al comedor. La puerta a la sala de estar. La puerta a la sala de billar. La puerta de vaivén a la cocina. Parecía la biblioteca de Babel. /Con esos ojazos/ que parecen soles/ con esa mirada siempre enamorada/ conque miras tú/. De pronto, diversas voces en murmullo como en una fiesta en la terraza. Barrilito, barrilito, barrilito de cerveza. Chichi de quince años, menuda, de pies pequeños y cabellos de arándano bajaba las gradas muy erguida. Usaba por toda joya un pendentif de rubí que le regaló su abuela para su primera comunión. Al costado y conversando se encontraba Norma, rosada y castaña clara, también muy delgada y bien erguida. Atrás venía Rosalba, buenamoza de dieciocho años, mas alta, entrada en carnes, de busto pleno y sonrisa coqueta en medio de sus cabellos negros largos. Terminaba de arreglarse el listón en la cabeza. Juan Pablo miró a Lucero y ella lo miró con intriga. Juan Pablo adivinaba. Carnavales de 1935. Su abuela y sus hermanas. Yo vendo unos ojos negros/quién me los quiere comprar. Eugenio y Chichi conversando en la sala. Los adolescentes se miraban a los ojos con gran amor. Entre divertidos y asustados, Juan Pablo y Lucero subieron y las imágenes se esfumaron. Nuevas voces y nuevas escenas. Jaime es guapísimo, decía Norma, ajustándose la trabilla de sus primeros zapatos de fiesta. Es igualito a Erroll Flynn. Quizás fueran los primeros tacos que se ponía a sus aventados doce años. La abuela les arreglaba la cabellera a las tres sentadas al borde de la cama esperando la bendición final antes de bajar a la fiesta. Voy por la vereda tropical/ la noche llena de quietud/ con su perfume de humedad/ hay la brisa que viene del mar/. Una de las mucamas negras le arreglaba los fustanes de tafetán a Normita. La otra les cerraba los cierres relámpagos a los trajes entallados de Chichi y Rosalba, preparándolas para esa gran fiesta. En la sala de estar, Jaime le decía a Norma: los hombres toman cerveza de un solo vaso que va dando vueltas en un círculo de bebedores democráticos siguiendo la vieja tradición de la chicha y el poto que corre de mano en mano y de boca en boca hasta que las diferencias se borran. Juan Pablo no reconoció a Jaime. Había visto una foto que su abuela Chichi le mostró de esas fiestas de carnavales. Lograba divisar quiénes era sus tías y pudo discernir que Eugenio no era su abuelo. Un primer enamorado, creyó. El amor de su vida, le dijo Lucero. ¿Te fijaste la intensidad con la que se miraban?

Lucero y Juan Pablo transpusieron una puerta e ingresaron a un inmenso baño con cuatro puertas, y más puertas y más puertas y el abuelo conversando con la abuela sobre la hipoteca que tenía la hacienda en el Banco y que se la iban a quitar si no pagaba la cuota de marzo. No había música. Sólo la abuela mirando triste por la ventana y el abuelo jalándose los bigotes conversándole que la depresión estaba liquidando el negocio de la caña de azúcar. No te preocupes hija que de peores salimos en el 31. Los chicos regresaron al corredor del segundo piso otra vez, y se pararon apoyados en la baranda de madera para escuchar mejor el murmullo de la fiesta afuera y bailando el charleston/ charleston/ charleston/. Bajaron y empujaron una puerta donde olía a humo de habanos. Había una nube de humo y los habanos dejaban sus cenizas en el suelo. Afuera /mamá yo quiero/ mamá yo quiero/ mamá yo quiero mamá/ una cosita/ una cosita/ una cosita pa poder enamorar/. Voces de hombres conversando sobre Sánchez Cerro y Leguía y si mejor no fuese darle un golpe a Sánchez Cerro que ese cholo quiere quedarse en el poder y el acuerdo fue que sacara a Leguía y llamara a elecciones y que Leguía fue elegido presidente y al año siguiente cerró el congreso porque la oposición tenía mayoría y quería que el capital extranjero y que los créditos y entonces, madre, llamó a elecciones a una asamblea constituyente para que redactaran una nueva constitución y así se hizo reelegir tres veces... Mejor lo matamos, se oyó a uno. Samanez es una solución se oyó a otro, y las paredes decían «el Perú no tiene remedio». Una bata de fumar tirada en el piso, raída. Era el único objeto. En el hall escucharon: mi sombrero es verde, elegante y con estilo. Me lo regaló un amigo. Es Borsalino de Roma. Es un sombrero vivido, conversado, viajado. Ha cruzado el Atlántico 72 veces. Se lo llevó por error un inglés cualquiera y me lo devolvió cinco días después. Es un sombrero de caballero y conoce el derecho a reclamar el lugar que le corresponde en esta vida.

Entraron los chicos de un empujón a la sala de billar, la más oscura de todas, y escucharon el chasquido de las billas y una voz que le decía a otra, dime de qué prejuzgas y te diré quién eres. Te tienes que morir de la vergüenza de cuanto hay. Somos tan tapados como culposos. El Perú vive en crisis desde siempre. El peor gobierno... y salió con un golpe de estado. El peor gobierno... y regresó el golpeado, porque pobrecito ¿no? Le dieron golpe de estado y hay que tener caridad. Y después tuvimos el peor gobierno y desaparecieron los partidos políticos y ahora flotamos en el éter. Éste es un signo del Perú contemporáneo. No sé a lo que le llamamos contemporáneo. Flor de años treinta.

El abuelo José tenía un cigarrillo en la boca, cuando apuntaba con su taco a la billa blanca y dijo: mi sombrero se murió de cansado. Casi por fin se murió. Era muchacho cuando el Presidente ganó las elecciones, cerró el Congreso porque la oposición tenía mayoría, y fue a parar muerto al mes que el Coronel lo sacara del gobierno en 1930. Esa historia terminó. Vio al general hacer las elecciones democráticas metiendo a la cárcel a su contrincante. Lo vio perseguir a su adversario con dureza y perseverancia unos míticos ocho años. Observó sonriente cuando perseguidor y perseguido se aliaron para impedir algunas reformas años más tarde. Mi sombrero era un cínico y se reía de la ridiculez. Vio cuando el Mariscal paseaba sombrero de copa en mano en un coche halado por caballos, con un uniforme lleno de medallas. También cuando el Mariscal hizo la ley de promoción industrial y los adinerados reaccionaron diciendo que era lo más comunista desde Stalin. Mi sombrero se casó varias veces; en realidad, no le conté nunca los matrimonios porque no entiendo nunca cuando lo es y cuando no. Soy medio sordo. El caballero con el otro taco vio cómo metió la billa en la tronera derecha y le añadió, mi sombrero es dirigente político. Tiene 44 años. Fundó varios partidos políticos, y sobre todo, quiere darle voz a los sin voz, dice. No se ha enterado todavía de que los sin voz no tienen el menor interés en tenerla. Quieren orden, paz y progreso, como dice el Mariscal, cortesía del caos económico y de la violencia. Recuerda el año 31. El único problema de la izquierda es que el pueblo es de derecha, decía una voz. Le han puesto una bomba en su casa. Camina con varios guardaespaldas amenazado por todos los flancos y allí sigue. Sus hijos están entrando a la universidad y cree en el futuro. Es un trujillano de pura cepa. Que obsesión con los sombreros, le dijo Juan Pablo a Lucero, en este barullo de los años treinta. Don José le replicó, Mi sombrero tiene 25 años. Estudió para ser abogado aunque trabaja como taxista. Un día le clavaron un cuchillo en el pescuezo en un semáforo. Cuando llegué a la asistencia pública me dijo me voy a morir y pensé, eso te pasa por andar con la ventana abierta, cojudo. Claro, es mejor estar vivo, de todos modos, porque puedes comer anticuchos, cebiche, tacu tacu, arroz con pato, o tomarte un chilcano de pisco. Puedes reírte y bailar, cuando a tu alrededor el mundo se desintegra. Estar en el Perú no es igual que estar muerto.

En el escritorio había libros en el suelo, un frío helado, una pistola y una mancha en la pared. Se oían gemidos y gritos de horror. La imagen del abuelo José sentado en un sofá con la cabeza caída y medio reventada pasó fugaz. Normita, parada en la puerta, atónita frente a su papá.

Salieron de la casa alelados pasando por en medio del murmullo del fiestón de la terraza y risas y algarabía. Mientras atravesaban la terraza oyeron «el sombrero de paja todavía tiene las manchas de choritos y cerveza helada, conversando sobre una toalla en la playa el verano antepasado». Las palmeras decapitadas en medio del terral los invitaron de regreso al malecón.

Sufro la inmensa pena de tu extravío/ y siento el dolor profundo de tu partida/ y lloro aunque sepas que el llanto mío/ tiene lagrimas negras como mi vida/

A otro fragmento...

© Óscar Ugarteche, 1999, [email protected]
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