Panadera de La Libertad |
Creo que ya puedo sentir el olor del pan caliente. De niño, me gustaba entrar a los hornos, siempre tiznados y oscuros, pero rara vez logré hacerlo lo suficientemente temprano para poder verlos en toda su actividad: las enormes canastas llenas de pan de varias clases, los compradores llenando talegas rezumando aromas y humores antiguos.
Llegando a la esquina, la abrigada panadera sonríe: «Lleve, joven», me dice, lo que siempre me hace sentir bien, vano como soy, «¿Quiere pan de a huevo? Los bollos también están muy ricos.» No dudo nada de lo que ella me dice: el pan se ve glorioso, fresco, aún tibio. Y hay también dulcecitos: rosquitas, aldabitas, alfajorcitos con manjarblanco, con sus diminutivos nombres, blancos por el azúcar refinada que los cubre. Compro de todo, mucho más de lo que se necesita para el desayuno. Y pan de maíz, que se hace polvo dulce en la boca, y que se deben comer sin reír, so pena de atoro. Y los dulces molletes.
Bollos jaujinos |
(Hoy, viviendo lejos de los hornos y las enormes canastas panaderas, desayuno cada día con el sustituto más cercano que he podido encontrar: pan pita, griego, horneado en Cleveland, Ohio, nada menos. Uno hace lo que puede para sentir que no está tan lejos.)
© Domingo Martínez Castilla, 1998
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