Óscar Wilde (1854-1900): Del arte por el arte a una cena con panteras
|
|
Rodrigo Quesada Monge
|
«And all men kill the thing they love,
By all let this be heard,
Some do it with a bitter look,
Some with a flattering word.
The coward does it with a kiss,
The brave man with a sword!»1
ablemos de Óscar Wilde (1854-1900). Pero hagámoslo con la alegría de quien se prepara a dedicar una canción, una canción para uno de los más grandes poetas de este siglo y, por lo tanto, uno de los más agudos y lúcidos visionarios de nuestra época. Porque, entre la tristeza y el gozo, la gloria y la miseria, el triunfo y la caída, la figura de Wilde se yergue grande y aleccionadora por dondequiera que se la mire.
A contrapelo del canon victoriano, es decir, del conjunto de creencias y principios que regían el gusto artístico y la conducta moral de los ingleses, durante el reinado de la adusta e hierática reina Victoria (1837-1901), uno tiene la dicha reservada y discreta de encontrarse con espíritus aventureros y osados, como Wilde, que se atrevieron a tomar tales convencionalismos y reglas por los pelos, para lanzarlos por encima de la borda de un programa socio-ideológico, que no sólo era fiel tributario de la corona sino también de las estructuras imperiales.
En la condena de Wilde a dos años de trabajos forzados por sodomía, confluyen la hipocresía moral, el cinismo político, la prepotencia colonialista y finalmente la más desproporcionada intolerancia que uno pueda imaginarse. Mientras la corona británica hace todo lo posible por destruir a Wilde, siete años después de muerto éste, en la más absoluta soledad, en medio de la pobreza y de la sequía artística, la corona sueca premia con el Nobel de Literatura a Rudyard Kipling (1865-1936) por su obediencia al canon victoriano, y por su lucidez en la defensa de los derechos que tienen los países «civilizados» para someter a los que no lo son, como los de África, Asia y América Latina («la carga del hombre blanco», decía él2).
A cien años de su muerte, recordar a Wilde no es gratuito, no se trata de una simple pose académica, o porque nos obsesionen las efemérides. Cuando algunos, desde una posmodernidad vulgar y vana, quieren decirnos que el arte no sirve para nada, es el momento de preocuparnos, puesto que está a la vuelta de la esquina la posibilidad de que también nos digan que el humanismo ya perdió vigencia. Así lo han intentado con la herencia del marxismo y de las distintas variantes del pensamiento socialista, y casi lo han logrado con los anhelos de las personas por soñar y construir utopías cotidianas, uno de los grandes legados del siglo XIX, ese siglo burgués por excelencia, con todas sus contradicciones, pasiones y desgracias.
De tal forma que hablar, pensar, sentir a Óscar Wilde desde este siglo brutal, sangriento y opresivo, no es baladí, es una necesidad. Puesto que su frescura, su alegría, su capacidad de sufrimiento y su ciclópeo coraje son una lección descomunal para todo aquel que crea en la más simple de las virtudes humanas: la honradez..
«De Irlanda por raza, y de Oxford por cultura»3, como solía decir de un amigo suyo, a Wilde se le puede visualizar de largo, como el prototipo del hombre moderno: repleto de contradicciones, y sin embargo, portador de una sustancial capacidad para soñar. Esa constante disposición al desafío lo puso frente a frente con una masa informe de reglas, normas y prohibiciones, que a la larga terminarían por aplastarlo.
Uno lo encuentra en los patios, jardines y plazoletas de la vetusta universidad de Oxford, engalanado de poses y mascaradas, jugando a la mediocridad, cuando en realidad sabemos que su inteligencia y sensibilidad estaban por encima de las de cualquier hombre o mujer de su tiempo. Pero el juego era muy peligroso, porque se trataba de manipular al medio y a los otros con simulaciones, pequeñas traiciones, jugarretas y paradojas, que buscaban tentar la curiosidad del amigo, del vecino, del lector, en una tómbola abigarrada de enigmas y acertijos que a él mismo lo dejarían sin salida alguna. Nos estamos refiriendo a que Óscar Wilde se construyó con esmero y dedicación su propio laberinto, según el buen entender de los griegos, a quienes tanto tradujo y amó4. «Con frecuencia ocurre», nos decía, «que cuando creemos que estamos experimentando con los otros, es con nosotros mismos con quienes lo hacemos en realidad»5.
Ni duda cabe de que Wilde, con ese amor por la simulación, anunciaba con mucho algunas de las tendencias más notables de la estética del siglo XX. Tanto así que, a veces sus tesis casi configuran un programa existencial, muy bien articulado en ciertos de sus más profundos ensayos, conferencias, diálogos y artículos, como lo veremos luego. Pero a Wilde le estaba reservado convertirse en la víctima propiciatoria que pusiera en evidencia toda la hipocresía pantagruelesca del reinado de Victoria. Pocas veces podemos encontrar una reina más consciente de su «misión civilizadora» como esta mujer. La magnificencia con que el totalitarismo victoriano fue construido, no sólo revela la incontrovertible vocación dictatorial de la mayor parte de las monarquías imperialistas de la época, sino que también permite explicar en gran parte algunas de las causas del cataclismo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Para Victoria y los ideólogos victorianos, los «súbditos» de su majestad no tenían vida privada. Todos y cada uno de los más ocultos resquicios de su cotidianidad estaban reglamentados, al extremo de que hasta las escaramuzas de alcoba debían sujetarse a cierto tipo de codificación6. Pero es que a su reinado le tocó en suerte definir los parámetros con que se construiría y se cimentaría el imperio. No se podía pedir moral, disciplina, civilización y otros principios a los pueblos de África, Asia o el Caribe, sino se era capaz de construir una moral igualmente efectiva en casa.
Resulta que Óscar Wilde, su persona, sus ideas, sus emociones, sus gustos y hasta sus gestos no encajaban en ese esquema. Dos cosas entonces, parecen aflorar aquí con una fuerza particular, si algo queremos entender de la saña y la brutalidad con que se le reprimió, y finalmente se le aniquiló. Su homosexualidad por un lado, y sus ideas socialistas por otro, eran dos ingredientes definitivos para que todo el peso del canon disciplinario victoriano le cayera encima. Al lado de estos elementos, todo el dispositivo caricaturesco que Wilde montó con su dramaturgia sobre la moralidad burguesa, le representó en todo momento serios problemas éticos, políticos, estéticos y sociales. Porque las críticas de Wilde son anti-burguesas, más que anti-victorianas. Tenía claro que la monarquía era el obediente instrumento de un todo más abrumador y destructivo: la civilización capitalista. La monarquía y el imperio eran sus dos puntas de lanza, a las cuales, un autor como Kipling, siempre rindió respeto y pleitesía.
La homosexualidad de Wilde pareciera tener dos dimensiones, a cual más problemática y llena de riesgos. Bien podemos decir que es la primera víctima de la homofobia burguesa, pero también de aquella ajustada y apremiada por la racionalidad excesiva que ha caracterizado toda la época moderna. La racionalidad burguesa no aceptará nunca al homosexual pues éste está en contra de todos sus más caros principios: la familia por ejemplo, para la salud de la cual es necesaria la reproducción; la sexualidad displicente y mecánica, para la cual el cuerpo femenino no es asunto de las mujeres sino de la burguesía, que lo concibe como el depositario cierto de su visión material y espiritual del mundo. Por eso es que la rebeldía feminista en gran parte empieza por el rescate y recuperación de su propio cuerpo7.
Todo el basamento judeo-cristiano, sobre el cual reposa la moral burguesa, cruje ante la presencia insolente y vanagloriosa de un homosexual como Óscar Wilde. Hitler, Stalin, Somoza, Duvalier, todos los grandes dictadores de nuestra época persiguieron y aniquilaron cualquier brote de homosexualidad en sus sociedades. Y la reina Victoria, entre otros tiranos, les enseñó cómo hacerlo. Rodeado de un séquito sumiso e incondicional de burócratas y policías, el dictador, el tirano, sea éste hombre o mujer, quiere controlar todos los detalles del funcionamiento de su sociedad. Y no hay cosa más difícil de controlar que la sensualidad, el erotismo, las espontaneidad de las pasiones. Éstas son increíblemente subversivas, trátese de una pareja homosexual o heterosexual. Resulta que la burguesía descubrió al individuo pero le negó su individualidad, de tal forma que su sexualidad es un asunto social, no lo es privado. Un homosexual entonces es un individuo marginal, un enfermo, que debe ser aislado para proteger la individualidad de los otros, aunque ese individuo en particular, deba ser eliminado. Aquí se trata de una decisión, como bien puede verse, muy civilizada, prendida del sano objetivo de proteger la «salud mental» del grupo, el cual, a la larga, para la burguesía, es simplemente una suma de individuos, no de individualidades, como ya anotamos.
Entonces, para bien de la civilización, un homosexual, inteligente, sensible y educado como Wilde es peligroso, subversivo, revolucionario enventualmente, porque es portador de una individualidad demasiado fértil y vigorosa. Al fin y al cabo el sistema aniquila al individuo, pero la herencia de su individualidad es lo mejor que nos queda, y sobre eso no se discute porque al final de la jornada también se puede subastar . No es desarmonioso en consecuencia, pero sí muy irónico, que el inventor de las reglas para el boxeo, un deporte tan varonil y «machista», el Marqués de Queensberry, padre de Lord Alfred Douglas, amante y motivo de la tragedia de Wilde, fuera quien finalmente lo enviara a la cárcel.
En conclusión, la moral burguesa primero arrincona al individuo, cuando a éste se le ocurre desafiar su indubitable dominación, para luego someter a escrutinio su individualidad. Si la herencia factible que ésta posibilita puede pasar a formar parte del acervo cultural de la civilización capitalista, entonces la burguesía termina merodeando esa herencia, se la apropia y la hace suya, es decir, la convierte en mercancía. En el caso de Óscar Wilde, como de muchos otros grandes artistas, individuo e individualidad son inseparables, aunque la moral burguesa los obligue a realizar una vida en el «clóset». Mucha de la más bella poesía o de las cartas escritas por Wilde son directamente proporcionales a su naturaleza sexual. Ignorar ésto es separar al hombre del artista, una aberración que hoy nos hemos acostumbrado a ver con una gran naturalidad.
Pero junto al sufrimiento que tal desgarre produce, en términos humanos y artísticos, existe otro todavía más grave y de mayor impacto sobre la vida personal y social del artista. Esta es la otra dimensión de la homosexualidad de Wilde a la que queríamos referirnos también. Él lo describía maravillosamente, cuando decía que bajar a los mundos subterráneos de la prostitución masculina del Londres victoriano, era como «cenar con panteras», puesto que siempre se exponía al zarpazo, al chantaje que tales licencias suponían a manera de resaca ineludible. En estos viajes demenciales y arriesgados siempre lo acompañó Lord Alfred Douglas (1870-1945), Bosie.
Del paso de las tranquilas plazoletas del verde y aristocrático Oxford, al sucio y desvencijado Londres, Wilde y Douglas hicieron una aventura, la misma que los llevaría a la tragedia, la desgracia, la humillación y finalmente al desamor y al odio. Estas aventuras, aparentemente traviesas y juguetonas, tienen un perfil terrible, si pensamos en que quien hacía las mayores apuestas era Wilde.
El tránsito de la homosexualidad como tragedia del pensamiento y la cultura, a la homosexualidad como comedia, proxenetismo y vicio, les resultó a ambos amantes increíblemente caro. Ese juego camaleónico, esa mascarada sibilante repleta de entuertos e infortunios, tendría que sostenerse indefectiblemente en los bordes de la moral burguesa, la que no comprendería jamás ese ir y venir entre las dos caras de una homosexualidad diseñada para ocultar el verdadero propósito de toda esta aventura: encontrarle sitio al arte en una sociedad que hacía mucho rato había dejado de entenderlo. Creemos que Lord Alfred Douglas tampoco comprendió en toda su justa dimensión este azaroso manipular de espejos en que lo había metido Wilde.
Para él el juego tenía dirección sólo en la medida en que su individualidad artística saliera fortalecida, vigorizada para continuar con una tarea que toda la sociedad burguesa en algún momento vería como una absoluta aberración. En el trayecto, Wilde no sólo perdería el control sobre su cuerpo, puesto que su carcelero sería el verdadero dueño durante dos años, sino también sobre lo más preciado y valioso para un artista: la independencia y la tranquilidad de espíritu para crear. Bastará leer De Profundis para darse cuenta de las enormes proporciones que tiene para Wilde el arrepentimiento por todo el tiempo perdido al lado de Bosie cenando con panteras8.
Finalmente, en este afán nuestro por entender al hombre, para recalar sus lecciones artísticas a nuestra época, no podemos concluir esta sección sin referirnos a sus ideas políticas, las que en realidad, creemos, causaron su caída y su desgracia final. Ampliaremos este tema un poco más adelante; entre tanto, anotemos que algunos críticos contemporáneos sostienen que, en todo lo que respecta a Óscar Wilde, los ingleses siempre se han equivocado. Sabemos hoy que, a pesar de que sus afeminadas maneras, su esteticismo y hedonismo a ultranza fueron el blanco de la burla de la prensa victoriana, y también de alguna prensa amarga y venenosa de los Estados Unidos (de San Francisco para ser preciso, durante su visita en 1882), lo que resultó más incómodo tanto para los oficiales del imperio británico, como para la burguesía aristocrática de algunos círculos culturales norteamericanos, fue la forma directa y veraz con que Wilde abordó el problema irlandés. Contamos con fragmentos de sus conferencias en los Estados Unidos, en las cuales el escritor siempre que pudo, criticó al imperio británico, a la política migratoria de aquél, y de manera sutil y elegante insinuó que el socialismo era un ideario digno de tomar en cuenta para combatir la ocupación británica de Irlanda. Es cierto, durante su estadía en los Estados Unidos, aquellos círculos culturales que mencionamos arriba, sintieron que el poeta se burlaba de sus poses academicistas, vacías y burdas. A él, por su parte, la prensa de San Francisco lo hizo víctima del escarnio y la mofa caricaturesca. Pero el hombre asumió el asunto con estoicismo, con una inteligencia sólo digna de Óscar Wilde.
El hedonismo sincero de Wilde pudiera haber producido algún grado de acidez en los sectores más conservadores y vigilantes de la moral pública victoriana. Lo mismo que el lado oculto de su vida privada, atemperado por un matrimonio trágico y falaz, parecía atraer la curiosidad más morbosa del público británico de la época, porque rara vez alguien exponía su verdadera naturaleza sexual con tanta sinceridad como lo había hecho el escritor. Todavía estos ingredientes podían ser manejables en una corte de justicia. Pero que el arte por el arte fuera la excusa para promover sus verdaderas ideas políticas, hacían de nuestro poeta una presa fácil, como veremos más adelante, de los inveterados prejuicios políticos y culturales de la corona británica. Ser irlandés, rojo y maricón, eran indiscutiblemente tres componentes decisivos para hacer saltar en pedazos a cualquiera que se atreviera a criticar al venerable e intachable imperio británico. Lo más curioso de todo esto es que Wilde amaba a su reina Victoria, y cada vez que podía celebraba los cumpleaños de ella con la misma devoción que cualquier anciano británico, ciego creyente en la infalibilidad de su monarca.
© Rodrigo Quesada Monge, 2000, [email protected]
Ciberayllu