Óscar Wilde (1854-1900): Del arte por el arte a una cena con panteras
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Rodrigo Quesada Monge |
Con frecuencia, la enigmática visión de la vida que tenía Óscar Wilde, evoca en nosotros una capacidad particular para llevar hasta sus últimas consecuencias aquello en lo que creemos y en lo que sentimos. El esteticismo de Óscar Wilde tiene el tono de la ficción, del puente que se establece entre el sueño y la realidad. Vivir la vida como una obra de arte puede plantearle problemas a quien la aborda con la cordura que da la perpetua racionalización a que nos obliga la vida cotidiana9.
El arte por el arte, postulado central de algunos de los grandes teóricos de la estética pre-rafaelista como Walter Pater (1839-1894), y cuya influencia artística en Wilde fue decisiva, en apariencia, podía profundizar las contradicciones entre la amoralidad del arte y el supuesto compromiso que el artista debía tener con los problemas de su tiempo. Porque para Wilde no existían el libro pervertido o el libro virtuoso. Existían los libros bien o mal escritos. Y esta sola afirmación fue capaz de provocar un debate de grandes proporciones, que incluso se siente hoy día entre nosotros.
El esteticismo de Óscar Wilde, su dandismo, pertenecen a la era del imperialismo, a los sobrecogedores umbrales del siglo XX. No es el dandismo de Charles Baudelaire por ejemplo, todavía bajo los influjos de una revolución francesa que no acaba su tarea, aun cuando la comuna de París de 1871, supuestamente, debió haber llevado al colmo una herencia que en el presente recordamos con nostalgia y gratitud. El arte por el arte, como patrón ideológico, en el caso más que concreto de Oscar Wilde, es una estrategia de evasión, ante las evidencias contundentes de la fealdad de la sociedad industrial. En estos casos jamás el arte podrá imitar la vida.
Si partimos de la base de que el arte por el arte es una actitud irresponsable, sometida a los vaivenes del gusto literario y artístico de la época, o metida de plano en los caprichos estéticos del artista, eso sería ponerle límites muy serios a un conjunto de ideas que no se agotan en el culto por el objeto de arte, sino que va más allá y abarca también el grado de inserción que tenga el artista en su realidad social, política y cultural específica. Cuando Wilde sostenía que el arte era inútil, se refería precisamente a su supuesta banalidad, predicada por años por una burguesía pragmática y estéril, que sólo confiaba en la industria para producir «cosas útiles». Se refería también a los despropósitos socioeconómicos del mismo, puesto que los afectos, las emociones y la soledad creativa del artista no están diseñadas para producir cosas útiles según el criterio de la burguesía, sino objetos bellos, capaces de evocar en el espectador la posibilidad de tener acceso a un mundo mejor. En ese sentido el arte es subversivo, pero sigue siendo inútil. Aunque el artista y su creación serían muy útiles para la burguesía si defendieran y estuvieran al servicio de sus intereses.
La tesis del arte por el arte, no sólo como se expresó en la Inglaterra victoriana, sino también en la Francia del Segundo Imperio, generaba una serie de acaloradas discusiones sobre todo porque, si la revolución industrial había traído consigo una riqueza colosal para los poderosos, también se hizo acompañar por una pobreza aterradora. Tal tesis en este caso, era poco menos que frívola y superficial. Sin embargo, difícilmente el artista con sus creaciones podía modificar dicha situación. La pintura de los pre-rafaelistas no alteró un ápice los desmanes imperialistas británicos en la India, por ejemplo. O la humillante situación en la que se encontraba la mujer.
Sin embargo, en el ejemplo de Wilde como en el de muchos otros creadores de su época, el arte podía convertirse en un artefacto de poderosa influencia política y social, a partir de la fuerza y de la naturaleza del compromiso con que el artista se insertaba en la sociedad de su tiempo. De tal manera que, entre el buen decir de Wilde, y su verdadero hacer, la lógica dialéctica nos dice que son los resultados los que nos permiten medir la verdadera dimensión del impacto de sus creaciones, y los mismos son de tal magnitud que hoy podemos decir que existe una bibliografía cercana a los ocho mil títulos sobre su vida y su obra.
Durante su estadía en los Estados Unidos, en 1882, Wilde impartió conferencias sobre las distintas y variadas expresiones de la belleza, pero la sonoridad del recibimiento que le dieron no estuvo en proporción con los contenidos y las críticas que quiso hacer. La buena sociedad norteamericana parecía hacer derroche de su riqueza, pero no sucedía lo mismo en lo que respecta al buen gusto, la delicadeza, y el glamour en los distintos escenarios que ofrecía la vida cotidiana. Como les hizo ver con cínica franqueza sus limitaciones, algunos escritores y críticos del autor lo encontraron presuntuoso e infatuado, pero rara vez escrutaron a profundidad lo que Wilde entendía por belleza, sentido estético y sensibilidad artística.
Esta clase de desacuerdos, por más esfuerzos que él hubiera hecho para atemperarlos y no perder la paciencia con el mal gusto de la pretenciosa y arrogante nueva burguesía industrial norteamericana, le enseñaron mucho y lo ubicaron de frente a la gran polémica del siglo: ¿Dónde reside el verdadero valor de una obra de arte? ¿Quién decide lo que es una obra maestra? Dos preguntas que, cómo decía Wilde, habían recibido una riquísima gama de respuestas, pero sobre las cuales cada vez sabíamos menos.
Hoy, cuando el valor de una pieza artística se mide por su cotización en la bolsa, el esteticismo de Wilde tendría muy poco que añadir, pero es un resonante llamado de atención. Por eso, en gran medida continúa con nosotros, porque tuvo el coraje de sostener que la belleza tenía valor en sí misma, y que no era un medio para enriquecer a su poseedor. La economía política del gusto nos enseña a fin de cuentas que la belleza, el talento, el ingenio no se poseen, somos poseídos por ellos. Una cosa que la inveterada burricie maquinista de la burguesía no vislumbró jamás. Su mundo de objetos útiles, su insaciable necesidad de cosas, de mercancías, ha jugado el papel de una plataforma muy efectiva para dinamizar al mundo de los marchantes, pero ha dejado libres, aunque sufrientes y exangües, a los creadores, sobre todo a aquellos que no se venden, así les vaya en ello la salud física y mental.
Por eso el esteticismo de Wilde como decíamos arriba, no se puede comprender fuera de su proyecto vital, el cual incluye su homosexualidad, su condición de irlandés y de soñador socialista. «El mapa del mundo estará incompleto si en él no incluimos al país de la Utopía»10. Aseveraciones como ésta eran las que le ocasionaban sus tórridos enfrentamientos con el orden burgués establecido. Porque siempre le gustó jugar al borde de los límites, víctima de las tentaciones y de la marginalidad. Tomar riesgos al filo del precipicio no sólo fue una idea que permeó su sexualidad, sino también sus creencias estéticas, las cuales aunque no tenían muy buena acogida por los teóricos del establishment, eran frecuentemente recibidas con cierta simpatía por los sectores populares, como le sucedió con los mineros y las amas de casa en los Estados Unidos, cuando se dirigió a ellos para hablarles de la importancia de la belleza en nuestra vida cotidiana, y de la necesidad de tener una casa bien decorada y atendida. Si la mujer victoriana iba a ser ama y señora de los dominios de su hogar, entonces había que decorarlo de tal manera que se hiciera más tolerable la vida cotidiana en él.
Con el principio hegeliano en las manos, recogido en nuestros días y llevado hasta sus últimas consecuencias por un crítico como Lucáks, de que la belleza de un objeto no es un tema de discusión ontológica necesariamente, autores como Sir Edward Arnold, John Ruskin y Walter Pater, a quien ya nos referimos, le prepararon el terreno a Wilde para que su estética esencialista fuera más allá del simple placer cotidiano o instantáneo que pudiera producir una obra de arte. Tal tensión entre la cotidianidad y la eternidad no se resolvía con el hedonismo de los pre-rafaelistas, aunque las propuestas de Rossetti o Morris eran dignas de tomarse en cuenta, sino, según Wilde, de acuerdo con la capacidad que tuviera un determinado artista de minar el terreno de la estética burguesa desde adentro. Bien sabemos que dicha tensión le reventó en la cara. Sin embargo, encontró seguidores en autores posteriores como Gide, Auden, Nabokov, Beckett, Mann y otros que supieron plantarse de manera frontal ante una estética burguesa que aspiraba a la legitimación esencialista del objeto, en la medida en que éste tarde o temprano terminaría convertido en mercancía.
En ningún lugar, finalmente, podemos ver con más claridad la textura de dicha tensión que en los diálogos que sostienen sus personajes dramáticos. El dialoguismo de Wilde, como diría Bakhtin, es un recurso mediante el cual el autor despliega a plenitud todas sus objeciones hacia la sociedad burguesa, pero tiene la fuerza particular, asumida con sutileza y elegancia, de revelar sus paradojas sin caer en la vulgaridad discursiva o panfletaria que sus temas pudieron haber provocado. Si el artista vive en los límites de la sociedad, y con regularidad puede ser confundido con un criminal, por su actitud rebelde y marginal, la burguesía hace lo mismo, sólo que se oculta tras una pasta de afeites a la cual hay que penetrar con el cincel de la crítica y la sensibilidad individuales. De aquí que el socialismo de Wilde apunte hacia el rescate del individuo antes que a cualquier masa social informe y primitiva. A continuación nos referiremos un poco al tema.
«La principal ventaja que se obtendría del establecimiento del socialismo, sería indudablemente que el socialismo nos relevaría de la sórdida necesidad de trabajar para otros, la que, en el presente estado de cosas, presiona tanto sobre casi todo el mundo. De hecho, casi nadie escapa»11.
Wilde sostenía que en el socialismo el desarrollo del individuo, a la larga, devendría en un extraordinario beneficio para toda la comunidad. Pero era fundamental ofrecerle a ese individuo las condiciones ideales para que su expansión y crecimiento como ser humano se dieran sin limitaciones de ninguna naturaleza. En su condición de irlandés católico, hijo de una mujer (Esperanza) dirigente dura y combativa del movimiento feminista, también líder lúcida y brillante de las tareas por la liberación de Irlanda, Wilde nunca separó su sueño de la posible construcción del socialismo de las luchas por la independencia de su país. Sostenía que la sensibilidad y profundidad de los celtas no tenían por qué estar sometidas a la frivolidad y al burdo sentido práctico de los teutones (sajones o ingleses). Estas ideas, desplegadas en varios de sus ensayos, pero notablemente en The soul of man under socialism (1891), le ocasionaron algunos problemas con la crítica literaria victoriana. A ésta, la Revolución Industrial le había creado el falso sentimiento de la infalibilidad del proyecto burgués de civilización, y por ello, el canon victoriano estaba lubricado de arriba a abajo con la húmeda creencia de que todos los pueblos del planeta le merecían incondicional entrega. Húmeda en la sangre, el sudor y las lágrimas de los trabajadores de las colonias, quienes durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) empezarían a inmolarse por una causa que no era la suya.
La Inglaterra victoriana es la del apogeo de la industrialización, pero también la del crecimiento de la clase trabajadora, de sus luchas, sus avances, retrocesos y conquistas. En la era del imperialismo, cuando las utopías sociales florecen como hongos por todas partes, puesto que la miseria que ha traído consigo la expansión capitalista en pro del enriquecimiento colosal de unos cuantos, no pasa inadvertida para aquellos con suficiente sensibilidad y sentido común como para percatarse sobre quién se beneficia y cómo legitima esos privilegios.
Las reflexiones de Wilde sobre la sociedad de su tiempo son portadoras de esa orientación. Pocos autores del período hicieron tanto para promocionarse a sí mismos, pero también pocos lograron penetrar tan a fondo lo que en realidad era la Inglaterra victoriana. Sus viajes a los bajos fondos de Londres, una ciudad con dos millones de pobres al iniciarse los noventa, se completaban con su conocimiento práctico y teórico sobre los círculos sociales más distinguidos de aquella.
Consecuente con su hipótesis de que el carisma, el buen vestir, la prudencia en las comidas y la templanza en los placeres eran el resultado de un conocimiento adquirido en un mano a mano con los excesos, Wilde hizo lo que estuvo a su alcance para vender su imagen, y con ello estaba dando el primer paso hacia la venta de sí mismo como mercancía artística, producto de la publicidad, una de las grandes aspiraciones del hombre contemporáneo. Todos seremos famosos por lo menos durante quince minutos de nuestras vidas, decía Warhol. Y de esta manera, Wilde saldó sus deudas con su pasado en Oxford, con una pizca de notoriedad.
Porque sostenía que los dos grandes cambios de su vida habían tenido lugar cuando sus padres lo enviaron a Oxford, y cuando la sociedad lo envió a prisión. No podemos decir que estos dos acontecimientos fueran hitos decisivos en su discreto enfrentamiento con la burguesía victoriana, pero sí lo fueron en el diseño de su perfil como poeta y escritor, porque el material que ambas experiencias suplieron le facilitó un mejor conocimiento de sí mismo y por supuesto la creación de ese mundo literario personal en el que el único héroe visible era él mismo.
No debemos llamarnos a engaño atragantándonos con la creencia de que las utopías que sueña Wilde tienen algo que ver con el concepto totalitario que tiene Marx del socialismo. Es de notar que, a pesar de que el marxismo se sirvió con mucho de la sólida tradición racionalista burguesa, que se remonta a los inicios del siglo XVI, y que bien por ello lo podemos considerar como parte del pensamiento burgués occidental, aunque moleste a sus más severos defensores, nunca perdió, tal vez más bien exacerbó, la vena totalitaria de tal racionalismo. Puede resultar difícil de negar la vertiginosa propensión totalitaria del reinado de Victoria; ahí están las brutalidades de su imperio para probarlo. Precisamente es contra esa tiranía victoriana que Wilde escribe sus ensayos, sus historias para niños y sus dramas. Pero no se le enfrenta de una manera abierta y exultante. Su lucha contra la mojigatería, la falsa espiritualidad, y la frivolidad volátil de los victorianos está planteada en términos estéticos, de manera que es también estética la noción de socialismo que cultiva Wilde.
Pero aquí no hablamos de un socialismo melifluo y azucarado, sino de un socialismo de catacumbas, marginal, que sueña con un mundo mejor para los desheredados de la tierra, los minoritarios, los criminales, los desajustados y los irracionales. En gran parte ése es el tributo que Wilde le rinde a los chulitos de los barrios bajos de Londres: soñar sus sueños y traducirlos en poesía, prosa y pensamiento. Pero como buen pequeño burgués, citadino y acomodaticio, también se cobra su precio: acostarse con ellos, aunque después le devuelvan el zarpazo.
La educación sentimental de Wilde bien puede valorarse a partir de su catalítico más notable, su relación con Lord Alfred Douglas; pero le haríamos una gran injusticia si hiciéramos algo igual con su ideario socialista y utópico, pues éste tiene una gestación más tribal, casi familiar, en el cual la atractiva figura de su madre es vertebral.
Wilde está más cerca de Tolstoi que de Bakunin, y todavía más de los fabianos que de los marxistas. Pareciera feliz de estar al margen de las ruidosas discusiones que se suscitan al interior de la Segunda Internacional de los Trabajadores, definitivamente rasgada en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Aún así, la vida de Wilde se extiende a lo largo de un período rico en acontecimientos sociales, políticos y culturales, que no le pasaron desapercibidos en su gran mayoría, y en los cuales, cuando fue requerido, tuvo una participación importante, como el asunto de la cacería de brujas que provocó el caso Dreyfus. Su participación en el affaire no está clara por completo, pero sabemos que con Émile Zola y otros grandes escritores de la época, hizo lo necesario para mostrarle al mundo el racismo y la intolerancia que había detrás de la condena de Alfred Dreyfus (1859-1935) por supuesta alta traición al ejército francés en favor de los alemanes. Su gran delito fue ser judío.
El individualismo de Wilde, sustentado sobre la sólida idea de que si la persona humana no dispone de condiciones materiales y espirituales para desplegarse a cabalidad abre el paso a muchas variantes de la esclavitud, tiene una vigencia y una vitalidad en nuestros días, que asombra por su frescura y su inmediatez. No se trata del individualismo rampante y explotador que predican el liberalismo y el neoliberalismo actuales, sino más bien de aquél que sostiene que si los seres humanos no sacan todo lo que tienen dentro, la sociedad se verá invadida por todos los vicios y consecuencias nefastas que traen consigo la frustración, las inhibiciones, la amargura y la represión. La belleza, el cultivo del espíritu, la solidaridad, serían los vehículos mediante los cuales los hombres y mujeres de la nueva Utopía harán posible la recuperación del individuo. «El estado fue concebido entonces para hacer lo útil, el individuo para realizar lo bello» decía Wilde, en una frase que recoge a la perfección su criterio sobre los distintos terrenos en que deben moverse ambos sujetos.
El individualismo burgués, cuyas raíces penetran en el egoísmo más elaborado, es objeto de crítica y sarcasmo por parte de Wilde. Él argumenta que el hombre egoísta jamás tendrá conflictos con la máquina, porque ésta le completa como instrumento de producción y, culturalmente hablando, lo deja intacto desde el punto de vista moral. El ingeniero industrial, para usar un ejemplo, al estilo de los que soñaban Ford y Taylor, y que fue maravillosamente tipificado en los trabajos de Ayn Rand, es un sujeto sin contradicciones de ninguna especie, tan compacto que asusta su efectividad, para la cual todo lo no que genere mercancías es inútil. No era ese el tipo de individualismo en el que estaba pensando de Wilde.
Uno quisiera pensar que el socialismo de Wilde es más sistemático, más y mejor articulado que muchas propuestas que circulaban por aquellos días, pero no pasa de ser una pose romántica, anticolonialista y certeramente estética, nada más. Leerlo con los ojos de un marxista de nuestros días, puede llenarnos de frustraciones, pues podríamos ponerlo a decir cosas que nunca dijo, ni pensó remotamente. Casi nos inclinamos por argumentar que para Wilde el arte y la individualidad, esa noción específica que tiene del individualismo, son interdependientes. Ya decíamos, líneas arriba, que él intuyó la diferencia operativa entre individuo e individualidad. Para fines estéticos tal distinción es central, pues la burguesía tiene una idea del individuo que en nada se parece a la que estuvo trabajando Wilde hasta su muerte en 1900.
Sonará formalista lo que vamos a señalar, pero a veces es útil este tipo de juegos semiológicos. Si separamos al sueño del soñador, nos daremos cuenta que, en un ensayo como The soul of man…, el contenido utopista del trabajo lleva la dirección de hacerle notar al lector que, sin él, ningún progreso social o cultural es posible. Wilde no sistematiza su sueño, sólo piensa en los cambios que experimentará el soñador cuando esa nueva sociedad se vislumbre en el horizonte. Esto es perfectamente lógico, a partir del andamiaje estético que Wilde se ha construido. En sus «historias socialistas para niños», la belleza de las narraciones, de los temas, del lenguaje, de los personajes, nos impiden de primera entrada darnos cuenta que en casi todas ellas, se parte de postulados binarios: justo-injusto, bueno-malo, bello-feo, egoísta-generoso, y así en casi todos sus cuentos. No podía haber sido de otra manera: la lógica formal, de fuerte sabor aristótelico, es la plataforma sobre la que reposa la visión del mundo de la burguesía colonialista de los tiempos de Wilde, y él, para bien o para mal, fue educado por ella, a pesar de que su decadentismo esteticista le haya granjeado su mala voluntad. Con serias dificultades, la burguesía tolera de nuevo en sus filas a quienes la traicionan.
Con este ensayo nos hemos dado cuenta de un asunto: en la vida y obra de Oscar Wilde hay tres pecados y una virtud. Su homosexualidad, sus ideas socialistas y su procedencia nacional, junto a su capacidad para soñar, para diseñar utopías, hicieron del proyecto vital de este hombre algo paradigmático en el desarrollo personal de algunos de los grandes creadores de este siglo.
Pero esa confluencia de factores no se da de forma idéntica en todos ellos, puesto que la especificidad histórica define el perfil que tendrá ese proyecto existencial en particular. ¿Será posible una comparación entre Óscar Wilde y el escritor cubano disidente Reinaldo Arenas (1943-1990), una de las grandes plumas de la literatura latinoamericana de este siglo? En este último caso, la bronca de Arenas no es contra el proyecto cultural burgués, es contra otro supuestamente inspirado en los ideales del socialismo. Pero él también fue víctima de otra forma de totalitarismo: aquél que se sirve a manos llenas de las grandes y buenas lecciones de la historia. Es difícil escamotear la idea de que, al fin y al cabo, la honestidad le demanda a cualquier historiador no eludir las grandes y abrumadoras semejanzas que se pueden establecer entre el fascismo y el stalinismo.
Pero el ejemplo que nos dejan artistas como Arenas, a partir de la luz que arrojan las lecciones de autores como Wilde, es que desde la perspectiva cultural, a pesar de las distintas expresiones que puede asumir el autoritarismo, éste sigue siendo portador de la misma naturaleza opresiva, brutal e intolerante, sin importar los parámetros espacio-temporales que estemos manejando. Tampoco importa el dictador de marras, al fin y al cabo la prepotencia, la arrogancia y la mentalidad paternalista de fuertes ecos medievales, es la misma, así se trate de la reina Victoria o de Mussolini.
Wilde como Arenas y otros similares, nos dejan la gran enseñanza de que la insolencia imperialista y totalitaria, con sus distintas expresiones, puede llegar a límites insospechados, cuando los grupos que la sustentan sienten que las instituciones y los aparatos que los legitiman pueden rodar por los suelos. Aquí, el dogma, el catecismo y toda la liturgia civil que las hizo posibles entran en crisis y de esta manera, entonces, se ponen en movimiento los mecanismos requeridos para sacar de circulación a esa persona o personas, que amenazan con traerse abajo la nueva forma de pensamiento y disciplina eclesiásticos, que ha venido al mundo con la monarquía de una persona o de una maquinaria partidista.
En su lucha contra esa maquinaria, un hombre como Wilde se arriesgó pero perdió su vida. Sólo el arte lo salvó del olvido irreparable que trae consigo el ostracismo cultural a que se ven sometidos los artistas e intelectuales que osan enfrentar al monstruo de la dictadura, en cualquiera de sus distintos disfraces. Razón tenía Proust al sistematizar aquella maravillosa idea de que solamente con el arte se recupera el tiempo perdido. Con Wilde el asunto es todavía más grave porque no tuvo tiempo suficiente para rescatarse a sí mismo, y cuando la tragedia lo alcanzó apenas comprendió lo que le estaba sucediendo. Dos años en prisión no fueron suficientes para despejar el enigma en que se había convertido su vida. Nos damos cuenta de que fue poco lo que alcanzó a entender, cuando al salir de prisión lo primero que el hombre hace es buscar a su antiguo amante, precisamente quien de alguna manera fue el principal instrumento de su desgracia. ¿O será que las del corazón no atienden a otras razones? Cien años después de su muerte, recordamos de Wilde su lírica terquedad emocional que Proust, Gide y Arenas después de él, convirtieron en el mecanismo artístico más eficaz para sellar su ingreso al siglo veinte.
Comentario privado al autor: © Rodrigo Quesada Monge, 2000, [email protected]
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