odavía a mediados de los años 50, Chimbote era una hermosa bahía en la costa norte del Perú donde vivían alrededor de doce mil personas. Había sido una caleta de pescadores, habitada por una pacífica mezcla de artesanos, comerciantes, y profesionales de clase media; y aunque la industria del acero, que había asentado sus altos hornos en la costa y dos diarios compuestos a mano, El faro y El Santa, anunciaban los nuevos tiempos, nada hacía prever que pocos años después Chimbote se transformaría en un boom town. La industria de la harina de pescado convirtió a la caleta en el puerto pesquero más grande del mundo y al Perú en el primer productor mundial de ese valioso insumo. En los años 60, cien mil personas, mayormente migrantes andinos, se hacinaban en las precarias «barriadas» levantadas en sucesivas invasiones de terrenos arenosos e insalubres. Dos décadas más tarde, la ciudad de doscientos mil habitantes estaba coronada por el humo de las plantas y cercada por el mal olor del procesamiento del pescado. Las playas fueron destruidas por la industria pesquera, que había crecido sin planeamiento dentro del área urbana y arrojaba sus desperdicios directamente a la bahía, hoy día un desastre ecológico, de aguas muertas, cercadas por un cordón sanitario de rocas, infectado de ratas. La repentina prosperidad llenó al puerto de construcciones y negocios pero también de bares, burdeles y violencia. Los sindicatos, los partidos políticos, las alzas y bajas de la pesca indiscriminada, los precios del mercado internacional, la monoproducción, los mercados ambulantes, convirtieron al paisaje urbano y humano en una poderosa y contradictoria versión de la modernización compulsiva. Huelgas, invasiones de terrenos, conflictos legales, enfrentamientos con la policía, subrayaban el proceso caótico y dinámico, pero también desigual y agónico, de este populoso emblema del desarrollo peruano.
José María Arguedas (1911-1969), el más importante escritor peruano contemporáneo, era un novelista ya reconocido internacionalmente por su obra maestra Los ríos profundos (1958); pero era también un antropólogo, que había trabajado sobre áreas sensibles de la memoria étnica andina, y cuya teoría cultural suponía una nacionalidad heterogénea, donde la sociedad criolla dominante fuese capaz de reconocer los derechos del mundo indígena no sólo como una cultura legítima sino como parte intrínseca de la diferencia nacional. No es, por ello, sino sintomático, y hasta lógico, que este escritor bilingüe, cuya lengua nativa había sido el quechua aborigen, encontrara en el fenómeno humano y social de Chimbote no solamente el conflicto de la migración andina y la modernización compulsiva sino también la puesta a prueba de la existencia de ese mundo andino. Con un proyecto de investigación apoyado por la Universidad Agraria de La Molina, en cuya área de Ciencias Sociales era profesor, Arguedas visitó varias veces Chimbote para entrevistar a los migrantes recientes. Sin embargo, su proyecto académico pronto se transformó en el plan de una novela. Inicialmente, había planeado escribir sobre el puerto de Supe, más próximo a Lima, que conocía muy bien por haber pasado allí los veranos, el cual también había sufrido la violenta transformación de la industria pesquera; pero comprendió que el fenómeno migrante era mayor y más complejo en Chimbote. El proyecto de la novela empezó llamándose «Harina mundo», luego «Pez grande», y finalmente, «El zorro de arriba y el zorro de abajo», título tomado de la mitología pre-colombina; más específicamente, del tomo de leyendas y mitos recopilados a fines del siglo XVI por el fraile Francisco de Ávila, que Arguedas tradujo del quechua al español bajo el título de Hombres y dioses de Huarochirí (1966). Estos «zorros» son dioses nativos que representan el mundo de lo alto y el mundo de lo bajo, principios a la vez de la geografía humana (costa y sierra andinas) y de la estructura mítica (complementariedad del saber común como principio del ser plural). En la novela, son otra de las formas del planteamiento central: el dialogismo, que convoca a las partes en disputa a un debate exacerbado y emotivo en torno al sentido de la modernidad peruana. Uno de los zorros incluso interviene como personaje irónico (don Diego) en el capítulo III.
Pero Arguedas escribió, intentó seguir escribiendo, y finalmente abandonó la escritura de esta novela para suicidarse el 28 de noviembre de 1969, disparándose dos tiros. Murió el 2 de diciembre, sin haber recuperado la conciencia. Ya la primera página de la novela, en el primero de los «Diarios» intercalados en el relato, anunciaba el propósito de matarse. Pero también que la escritura de la novela le permitía diferir esa decisión, quizá incluso recuperar la voluntad de vida, y, en todo caso, avanzar en el proyecto de un relato que había concebido en todas sus partes, estructura y fábula, pero que el malestar recurrente, y la aparente imposibilidad de obtener un tiempo libre suficiente, le impedían culminar. Sus viajes repentinos entre Lima, Santiago de Chile y Chimbote, alojado en sucesivas casas de amigos, subrayan la transición entre el malestar y la escritura, entre los «Diarios» y la novela. En Santiago es paciente de la psiquiatra Lola Hoffman, con quien lee los capítulos de la novela, y quien le recomienda, como terapia, avanzar en la escritura. Pero Arguedas ha pasado por un divorcio laborioso, está adaptándose a un nuevo matrimonio, y vive en un estado de inestabilidad que su correspondencia traduce. De modo que cuando comprende que no podrá concluir ya la novela, decide preparar su publicación en el estado en que se encuentra. Escribe las cartas finales, las del suicida, que son un testamento público; prepara el manuscrito, y entiende que si la novela queda inconclusa tiene, no obstante, valor narrativo propio además de un valor documental. En un mecanismo de transferencia simbólica, que le es connatural, la misma incompletud del libro y su carácter póstumo, se le aparecen como una alegoría de su propia situación, animada por la promesa de su tema y minada por el malestar que lo vence.
Arguedas había intentado ya matarse en abril de 1966 ingiriendo una sobredosis de barbitúricos, cuando su antiguo malestar psíquico hizo crisis; los médicos le salvaron la vida, y por un tiempo pareció recuperar su energía zozobrante y hasta la voluntad de seguir viviendo. En esos años de crisis, divorcio y nuevo matrimonio, la Dra. Hoffman parece haber recomendado a Arguedas, al menos según las cartas de éste, asumir sus nuevas decisiones para superar su estado crítico. No sería justo evaluar el tratamiento que esta reputada psiquiatra a quien su ilustre paciente llamaba «madre», ya que de su relación sólo tenemos la correspondencia que le dirige Arguedas, donde se advierte tanto su aguda dependencia como su temor a obedecerla. De cualquier modo, ella le recomienda escribir su novela sobre Chimbote como un ejercicio terapéutico. Arguedas escribe, nos dice, para recuperar «la sanidad». Escribir no solamente será construir una representación válida de Chimbote y su heterogeneidad peruana; sino, lo que es más arriesgado, reconstruir un espacio narrativo donde la ficción, que en el caso de Arguedas es la forma resolutiva de lo real, transfiera el malestar del autor a la convicción del narrador; operando, de ese modo, una articulación tan simbólica como vital entre la voluntad de muerte del autor y la necesidad de vida del narrador. Vida y muerte se traman, en varios planos, como la vertebración misma de la novela. Así, la representación de Chimbote se torna interior, inquietada por la vehemencia expresiva que anima al autor y por la perturbación que lo agobia. Pero se hace también alegórica, porque la capacidad poética del narrador recobra e incluye al autor en el proceso del relato. Se trata, claro, de una dolorosa alegoría, donde vida y muerte se ceden la suerte del autor. Pero esto, al final, una alegoría de la nacionalidad reformulada al centro de la modernización, donde vida y muerte ya no se oponen, se ceden la palabra, y traman un mundo incógnito, antiguo y futuro, apocalíptico y renaciente. La promesa mítica (religar los contrarios y fundir al sujeto en el objeto, al lenguaje en el mundo) se cumple dramáticamente en el proyecto final de Arguedas: si el malestar humano del puerto es simétrico a su propio malestar psíquico, esta fuerza del sufrimiento supone así mismo el conocimiento capaz de encontrar un sentido creativo aún en la violencia y la autodestrucción. Un mito del origen andino (la vida viene de la muerte) se transforma en un relato del futuro peruano (la utopía de una comunicación plena). En esta postulación trascendental del diálogo restitutorio, Arguedas nos pide que despidamos en él «un tiempo del Perú». Esto es, un período del sujeto victimizado por la discordia intrínseca al desorden cultural y social que ha vivido; pero también es evidente que se rehusa al escepticismo y al nihilismo, y que asume su vida y su obra como parte de un proceso de articulación cultural, donde la celebración del diálogo es definitoria. En este sentido, toda la novela es un extraordinario esfuerzo por darle sentido a una vida muriente y a una muerte vivificante .
El zorro de arriba y el zorro de abajo debe empezar, por ello mismo, con la historia del suicidio inminente del autor. Desde esta perspectiva, la novela proyecta su sombra melancólica, y se convierte en una ceremonia ritual. Desde la muerte, la vida (la del autor y la de sus personajes) se torna, sin embargo, más intensa, urgida y definitiva. El relato, así, adquiere la vehemencia de la confesión, la prisa de las síntesis, el arrebato de los gestos de ruptura, la poesía y la irrisión del lenguaje descarnado. La novela, ahora, se ha convertido en un documento desolado y magnífico: el nacimiento de la novela coincide con la promesa del suicidio del autor. La primera página anuncia la última: el Autor (ahora el Narrador) hará de su muerte un acto literal (una escenificación para la cual no hay protocolos) pero también un acto narrativo, donde el lenguaje deja de ser ficticio y es más que documental. Convertido en la última materia primigenia, el lenguaje es capaz de rehacer los términos dados del mundo en el proyecto de su revelamiento, de su desentrañamiento. Arguedas llamó a sus capítulos «hervores», porque son la gestación de un proceso ferviente. Por eso, dice Arguedas que «Vallejo es el principio y el fin». Como César Vallejo, el poeta de lenguaje más radical, Arguedas se propone hacer de su texto un objeto dirimente y apelativo, capaz no sólo de dar cuenta de la crisis de un mundo (la guerra civil española en el caso de Vallejo, el apocalipsis modernizador en el caso de Arguedas) sino de revertir los términos de la crisis en la alegoría realizadora del diálogo. En Vallejo, se trata del utopismo redentor («solo la muerte morirá», anuncia y, en efecto, la muerte muere en el poema); en Arguedas, del utopismo cultural (la suma de lo vivo en el mito de la heterogénea plenitud comunitaria).
Por lo pronto, la novela se compondrá de cuatro «diarios», el último de los cuales es titulado como «¿Último diario?». Esta es una pregunta por el mismo libro y por la propia vida, como si el narrador no quisiera del todo dejarlos en manos del autor. La pregunta revela, además, el temblor del autor ante su obra, a punto de abandonarse, abandonándolo. Luego, los documentos de la muerte, demuestran el cuidado con el que el autor saldrá de su propio relato para reconstruirlo desde la parte narrativa de su muerte. Porque el suicidio no será solamente el fin de su vida sino el recomienzo de su novela, esa textualidad póstuma de su muerte, que el autor anota como una biografía sumaria, desgarrada del relato mayor de su fe en su trabajo, en su obra, en su cultura. Al final, como al principio, sabemos que su vida se cierra, pero el texto inacabado supone la incompletud de la muerte, que requiere de la vida para tener sentido. Esa vida animada y ardiente del relato recobra al suicida, y lo alberga en la promesa mayor de la fábula: darle de hablar a la muerte. El relato amplía los poderes de esta vida disputada a las fuerzas contrarias. Y, más allá de las evidencias del malestar, la fuerza dialógica del proyecto del Libro como mito regenerador, comunica al registro del desamparo la lucidez y la emoción de una certidumbre trascendente, cedida al futuro.
El carácter incierto del suicidio (¿dispararse?, ¿ahorcarse?) se prolonga en la escritura oscilante del Diario: «Ayer escribí cuatro páginas. Lo hago por terapéutica, pero sin dejar de pensar en que podrán ser leídas». Esto es, la confesión se mueve entre el balance personal y la búsqueda de un lector posible. Y, en efecto, el Diario será pronto para Arguedas un diálogo múltiple, donde prosigue otras conversaciones, cita a diversos interlocutores, y entabla un debate con sus colegas novelistas. El principal interlocutor es Juan Rulfo, con quien Arguedas establece un vínculo inmediato de paridad. Pero también una identidad dirimente: Alejo Carpentier, dice, «¡Es bien distinto a nosotros!». Aunque estas opiniones de Arguedas sobre sus colegas provocaron reacciones más bien polémicas, vistas en el proceso del libro adquieren otro sentido. En primer lugar, ya este inicial Diario, tras su tema urgente del suicidio, levanta un paradigma interior: el de la comunicación transparente, aquella capaz de cuajar el potencial humano y la belleza del mundo. Lo vemos en los instantes epifánicos, cuando acariciarle la cabeza a un cerdo, por ejemplo, suscita la comunicación con una alta cascada. Pero este modelo natural de articulación que late en lo vivo supone el otro modelo, que es moral. En efecto, la eticidad que sostiene a la identidad vulnerable del individuo en el diálogo con el otro, como un mutuo reconocimiento, circula en el libro como otro de sus paradigmas sustantivos. En verdad, sin esta permanente identificación ética, que mantiene la humanidad del tu en el yo, no se podría entender cabalmente el proyecto utópico del autor. Por lo tanto, la capacidad de comunicación es representada como una capacidad de identificación, que provee la identidad del sujeto en la voz del otro, en las voces de la otredad. Esta validación es concedida por un sistema de revelaciones internas, que la naturaleza dialógica de lo real promueve, difunde y renueva. El hombre, en verdad, es agente de este diálogo convocatorio y celebratorio; y su trabajo más propio es desencadenar nuevas fuerzas de comunicación y articulación.
Por ello, cuando un amigo lo lleva a un espectáculo de danzas chilenas, Arguedas enfurece al comprobar que no se trata de un conjunto auténtico. «Todo eso es para ganar plata», protesta. «Pero lo intocado por la vanidad y el lucro está, como el sol, en algunas fiestas de los pueblos andinos del Perú», sentencia. Le ha indignado, en verdad, la domesticación social de las danzas populares, que al socializarse para el consumo se convierten en mero «comercio». Se defiende, de inmediato, de cualquier sospecha de «indigenismo» simple. El Diario deja curso a la opinión, que inevitablemente simplifica lo que evalúa, pero más interesante que la justicia o la injusticia de los juicios es lo que hoy nos parece más claro: primero, que Arguedas escribe desde un estado de susceptibilidad confesional, en un balance de simpatías y diferencias que pasa por su mayor o menor grado de identificación con otros novelistas o artistas que ha conocido; segundo, que bajo ese ajuste de cuentas late la noción de un principio artístico contrario a la socialización del artista, a su obediencia de las reglas del mercado, a su sometimiento a una modernidad disciplinaria y de control.
Estas páginas, adelantadas en la revista limeña Amaru (abril-junio, 1968) desataron una polémica con Julio Cortázar, a la que Arguedas tuvo todavía tiempo de responder por extenso en su penúltimo Diario de los Zorros. Se trataba, a todas luces, de un malentendido, tal como Cortázar lo reconoció después. Pero esta fácil polarización entre el escritor «localista» y el escritor «cosmopolita» suponía otra, planteada por Mario Vargas Llosa en un infortunado artículo en que dividía a los narradores latinoamericanos entre «primitivos» y «modernos». No en vano Arguedas prefiere distinguirse de los escritores «profesionales», cuya noción de «progreso» disputa. «Vallejo no era profesional, Neruda es profesional», enumera, refutando la jerarquización que el «oficio» o la «técnica» imponen sobre los escritores más «instintivos». Pero, en verdad, se trata de un espejismo de la hora: los años 60 promueven, junto con el éxito de la novela latinoamericana, la noción de una tecnología textualista y rupturista que, en el optimismo de la hora, adquiere valores de vanguardismo estético. Irónicamente, ese celo revolucionario del momento, que el propio Arguedas demuestra con su emotiva adhesión a Cuba, es compartido junto al optimismo desarrollista de esa hora liberal. Arguedas es de los muy pocos que desconfía del programa modernizador. Pronto, los proyectos nacionales reformistas encontrarán sus límites en el sistema financiero internacional, y los años 70 serán de crisis, violencia, y desintegración del optimismo político. No es casual que Mario Vargas Llosa cambiara también su valoración de la obra de Arguedas, la que inicialmente había apreciado; y que al pasar revista a estas polémicas opiniones de Arguedas terminara perdiendo de vista el sentido de su generosa demanda.
Ahora bien, la magnífica protesta de Arguedas («¡No es profesión escribir novelas y poesías!») es, en primer término, una defensa del arte contra su reproducción mecánica no ya sólo por la tecnología (por su reificación social y su conversión en mercancía vacía de conciencia), sino por su asimilación literal al mercado. De inmediato hay que decir que en la obra de Arguedas es patente una compleja relación con las distintas formas del mercado, a las que suele representar como desnaturalizadas o contrarias a los principios de convivencia, a las fuentes de la memoria colectiva, y a los procesos de cohesión étnica. Sería un error confundir este debate con un anticapitalismo romántico o un colectivismo anacronista, y mucho menos con una agenda neoprimitivista reacia a la modernización. Hasta la globalización está hecha de regionalidades y no meramente de homogeneización, como hoy sabemos mejor. Es evidente que en su experiencia andina y en su trabajo como folklorista y antropólogo, Arguedas define una cada vez más aguda y urgida defensa de las expresiones creativas y las formas culturales del mundo aborigen. Pero, como ha visto bien William Rowe, no es posible separar esos trabajos de su obra narrativa, ya que hacen entre ellos un entramado de recuperaciones, asedios y afirmaciones cuya forma, aún por estudiarse, puede ser vista como una estrategia intelectual y artística paralela, en cierto sentido, a los mismos movimientos de resistencia, apropiación y recodificación de la cultura andina peruana. Así, Antonio Cornejo Polar ha adelantado la importancia del sujeto migrante y del proceso de migración en la obra de Arguedas; lo que implica también su propia errancia de escritor desplazado y a la vez enraizado, poseído por un rico sentido de pertenencia y al mismo tiempo descentrado por su agobio anímico y zozobra personal. Pero cabría adelantar que ese movimiento migratorio, que incluye al sujeto andino como al mismo autor, tanto al lenguaje nativo como al mismo sentido de una articulación extraviada, es un desplazamiento cuya dimensión social y humana puede resultar trágica pero cuya práctica cultural puede ser creativa y desencadenante. Los héroes migrantes, como la migración misma del sentido, no son solamente víctimas o victimización sino ejes de transformación y principios de articulación. Esa práctica se ejerce en su capacidad de supervivencia, adaptación y cambio a través de mecanismos de reapropiación (nueva información es procesada y readaptada), que permiten que los sistemas sincréticos y flexibles del exilio aborigen se expandan sobre los nuevos saberes y formaciones culturales en medios discordantes. Esa práctica cultural supone, por otro lado, la contaminación de las normas jerarquizantes, la ocupación de espacios marginalizados, la incorporación de nuevos lenguajes, la reestructuración, en fin, de una actividad social horizontal que puede permitir nuevas negociaciones, diálogos y alianzas. Por eso, Chimbote se le aparece al autor como un formidable laboratorio humano, tan infernal y terrestre como sobrenatural y utópico.
También conviene recordar que en Los ríos profundos el mercado es uno de los pocos espacios de diálogo y reafirmación. En efecto, el mercadillo de las «chicheras» representa el intercambio, la individualización, la comunicación festiva y horizontal. Estas vendedoras de comida y bebida son agentes mediadores entre clases y etnias y, como tales, propiciadoras del ágape, el banquete, y la música regional. Más decisivamente aún, son ellas las que se rebelan contra el estado en protesta por el monopolio de la sal, y resultan por eso perseguidas por el ejército. Son una clásica fuerza política liberal, aquella que en todas partes, frente a las restricciones del estado, demanda un nuevo contrato social o un más libre orden político. Pero, aun si en el mundo andino no se conoció el mercado, las ferias asumieron su dinámica de valoración e intercambio; y este mercado de las «chicheras», en efecto, tiene el color de la feria y su afirmación de los bienes terrestres.
Por eso, en el cáustico balance que Arguedas hace de la literatura latinoamericana está en cuestión su mayor o menor dependencia del mercado distorsionador, aquel que deshumaniza al artista al convertirlo en un «profesional», en un tecnócrata más de la modernidad complaciente y de la modernización compulsiva. Arguedas, como Juan Rulfo, había logrado que la novela, uno de los instrumentos más refinados de la modernidad, se pasara a la orilla del otro, de los otros, de las víctimas de la modernización, los campesinos. En efecto, en Los ríos profundos la sublevación de los indígenas es un acto de reapropiación: demandan una misa para matar a la peste. Es decir, asumen el poder del rito católico como mito propio, capaz de restablecer el orden cósmico perturbado por la enfermedad. Arguedas se pregunta, alarmado, si estos nuevos novelistas exitosos no terminarán reafirmando, más bien, el arte como un privilegio de los vencedores, quienes además escriben la historia. El «mercado» literario se le aparece como parte del programa modernizante, que presupone la homogeneidad cultural y la perpetuación de las fuerzas dominantes.
© Julio Ortega, 1999, [email protected]
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