Los Zorros de Arguedas: migraciones y fundaciones de la modernidad andina
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Julio Ortega |
La novela misma empieza como una inversión o revulsión del proceso modernizador. La violencia latente y descarnada del lenguaje de los pescadores es una visión casi orgánica, visceral y atroz, de este «mercado» del más fuerte y más poderoso visto en su subjetividad, allí donde una lengua maldiciente desgarra y degrada. Esta metáfora de un lenguaje profundamente dividido recorre la novela en el habla del tartamudo, del pescador envilecido, del burdel degradante. Pero también aparece en el habla de Maxwell, el joven norteamericano que ha cruzado a la otra orilla y ha asumido la cultura andina, como un mestizo cultural, que oscila entre los extremos del puerto pero que anuncia ya un posible sujeto mediador. Y, así mismo, está presente en las hablas divisorias de los migrantes, formidables personajes emblemáticos de su distinto grado de negociación cultural. Esa identidad del sujeto en su lenguaje, sin embargo, no es sólo social; es también una alegoría babélica de un país que trabaja su horizonte dialógico. Así, el lenguaje es oral, y la oralidad una forma del mundo reciente.
La prostitución es otro «mercado» desnaturalizado, y uno de los ejes de vaciamiento del sentido. La novela encuentra su mejor mecanismo en las voces mismas de los sujetos, en el diálogo en que reconstruyen sus historias, a las que controlan sólo a medias, porque las palabras no configuran una objetividad común, sino una subjetividad que se reconoce como mutua en sus heridas, horrores y agonía. Así, el lenguaje no es una conciencia analítica sino una zozobra confesional, una gestualidad dramática, de emotividad cruda e incierta. «Lloraba y hablaba; lloraba y hablaba», se dice de una prostituta. Y otra, Paula Melchora, convierte su agonía en una oración: «Gaviotas; gentil gaviota...de mi ojo, de mi pecho, de mi corazoncito vuela volando. Bendice a putamadre prostíbulo. M’está doliendo me "zorrita". Lu’han trajinado, gentil gaviota, en maldiciado "corral", negro borracho, chino borracho. ¡Ay vida! Asno Tinoco mi’ha empreñado, despuecito». La miseria de su condición aparece brutalmente enunciada en un habla indígena que impregna al castellano con su emotividad. Ese estado a medias configurado de su nuevo lenguaje subraya su propia situación de migrante atrapada por la violencia del puerto, que no puede racionalizar, por el mercado de su abyección. Y, con todo, el lirismo del habla revela las mediaciones, del todo decisivas: la del quechua original (que impone, por ejemplo, «vuela volando») y la de la oración católica (que aquí apela al diálogo con un mundo más natural). En esta novela uno de los substratos más persuasivos será el lenguaje epifánico, esa forma revelada de diálogo pleno, cuya celebración del mundo, postulación dialógica, sentido redentor del sacrificio, comunidad oficiante y comunión ritual, me parece que dan forma interior a las muchas hablas de esta historia de vidas errantes en busca de una morada en el habla, de un lenguaje de afincamiento. Me ha parecido advertir que ese lenguaje epifánico es lo que en esta novela prevalece del encuentro del quechua y el discurso litúrgico.
En este mercado de la muerte, el espacio desasido se ha transformado en una necrópolis. El capítulo I corresponde al habla de Chaucato, el pescador que preside el centro desnaturalizado, el espacio del burdel y de la bahía degradada, esa doble «zorra» (órgano sexual femenino) violentado por este des-fundador; el capítulo II, en cambio, se sitúa en el mercado (llamado Modelo), y su héroe es el «loco» Moncada (loco iluminado, suerte de profeta mendicante). Si la palabra de Chaucato es denigratoria, la de Moncada es una plegaria rota. El lenguaje como don se enerva en boca de héroe de la predicación en el desierto. Moncada anuncia una verdad perdida: la ausencia de Dios en el lenguaje. Más perentoriamente, testimonia la pérdida de lo sagrado en la violencia deshumanizada del mercado. «Yo soy torero de Dios, soy mendigo de su cariño, no del cariño falso de las autoridades, de la humanidad...» Se define desde una orfandad irrisoria, porque mendiga el lenguaje religador, perdido en un mundo desligado. Por eso, la cruz que carga no es la del sacrificio sino la del cementerio: Moncada es un predicador sin público, cuyo lenguaje dislocado recorre el puerto a nombre de un Dios ausente. «Yo soy lunar de Dios en la tierra, ante la humanidad», dice. Pero su tarea mendicante es también una cruzada: «Y no es la moneda lo que me hace disvariar sino mi estrella», advierte. En los márgenes del mercado Modelo, celebra una misa grotesca y desafiante. Su discurso no tiene consecuencias, carece de interlocutores, pero se levanta como una imprecación contra las autoridades de los discursos socializados y dominantes.
En esta sintaxis narrativa de espacios emblemáticos, la novela pasa del burdel al mercado y, en seguida, en los pasos de Moncada, al cementerio. La escena dantesca de los pobres de una barriada trasladando las cruces de las tumbas de sus muertos, dramatiza la reorganización del espacio de la ciudad desde la perspectiva de la muerte. Esta escena fantasmática es conjurada por el rezo de tres mujeres: «Dios, agua, milagro, santa estrella matutina…» La oración suma motivos de la novela (la yerba que resiste en el abismo, el río Santa que retorna caudaloso), pero también funde algunos de sus lenguajes: el animismo quechua, la oración católica, el castellano reciente. Marcas lingüísticas de la migración, del exilio del habla sin lugar propio, y del desplazamiento del sujeto que disputa las interpretaciones para articular su propia objetividad. Quien intenta representar las nuevas mediaciones es otro ejecutor del habla de la adaptación: el porquerizo Gregorio Bazalar, cuyo español imbuido de quechua aparece como un discurso político emergente, situado en la necesidad de controlar el espacio adverso.
El «Segundo Diario» recuenta la dificultad de proseguir la novela que apenas empieza. No sin autoironía, y entre varios interlocutores, donde estamos incluidos los mismos lectores, Arguedas mide sus fuerzas de escritor ante la desmesura de su tema. Pero aquí, por un momento, no se trata del suicidio; la novela, a pesar de sus dificultades, se ha impuesto al autor. Nos dice que desde que empezó el primer «Diario» en Santiago ha estado «dos veces más en Chile y cinco veces en Chimbote». Fecha este Diario en el Museo de Puruchuco, en las afueras de Lima, donde un amigo le ha prestado una oficina para escribir. En su propia casa, en Chaclacayo, también en las afueras de Lima, el tren implacable lo despierta todos los días a las 4.30 a.m. Refugiado, duda: «¿y si no puedo?» Pero la última frase del Diario anuncia que al mes siguiente ya está otra vez en Santiago, en casa de «la mamá Ángelita», y que empieza a escribir el capítulo III. Otra vez, esta vulnerabilidad del escritor se traduce en la zozobra de la escritura; pero esta vez nos parece entender que los muchos viajes entre espacios protectores no sólo declaran una fuga del malestar (y su desenlace, el suicidio) sino la necesidad de un refugio donde retomar la escritura y prolongar la vida. Por lo demás, su relación con la conflictividad del tema se le torna, sino más clara, más íntima. «Creo no conocer bien las ciudades y estoy escribiendo sobre una», dice. Pero luego: «Y no es que pretenda describir precisamente Chimbote. No, ustedes lo saben mejor que yo. Esa es la ciudad que menos entiendo y más me entusiasma. ¡Si ustedes la vieran! ¡Tengo miedo, no puedo comenzar este maldito capítulo III, de veras!» Ese «ustedes» nos alcanza a los lectores. Pero, si no es el puerto, ¿qué es en verdad lo que quiere describir? Porque habiendo leído los dos primeros capítulos, en efecto, sabemos que ésta no es un una novela social o naturalista, pero tampoco vanguardista o mágico-realista. Antonio Cornejo Polar la llamó «abierta» porque está incompleta. Pero, de otro modo, sólo está incompleta en el proyecto del autor, que en su último Diario nos dirá con cierto detalle cuáles iban a ser los desenlaces. Tratándose de Arguedas y del carácter indeterminado de personajes y conflictos, esas líneas argumentales no tienen que haber sido las definitivas; pero nos permiten, al menos, entender que en su plan de trabajo esperaba a varios personajes un final truculento y a los zorros tutelares una mayor deliberación. En cualquier caso, la novela está «completa» en tanto libro escrito y editado por el autor. El fascinante proceso textual que incluye la interpolación, la autoreflexividad, y el testamento epilogal potencian la ficción en el documento, la novela en testimonio, y el relato en gesto autobiográfico. Los pre-textos y post-textos se desdoblan novelescamente pero también resitúan a la ficción en un nuevo estatuto de certidumbre narrativa, donde la novela se transforma en objeto cultural ajeno al Archivo de la normatividad y del canon. El problema de su definición, por lo tanto, es más que genérico; tiene que ver, más bien, con la radical diferencia de su escritura y planteamiento narrativo. Allí es donde radica la verdadera y enorme dificultad para el autor y la no menos inquieta tarea del lector.
En cuanto a la escritura se trata del formato del diálogo y del predominio de la oralidad. Pero este es un diálogo no siempre razonado, no necesariamente obligado a los turnos del hablante y el oyente; sino un diálogo de distinto protocolo. Hecho a partir de sobrentendidos, está fragmentado entre retazos de un discurso oblicuo y sin centro. De manera que las palabras no buscan sólo representar el mundo que refieren, los hablantes no intentan sólo intercambiar información, y la oralidad no pretende sólo reproducir el instante enunciado. Hasta cuando los personajes se interrogan, las respuestas son laterales o parciales, como en los diálogos de Chaucato (capítulo I) o en los de don Diego, el «zorro» convertido en evaluador de la industria, y don Ángel, el astuto gerente pesquero de Braschi (capítulo III). En buena cuenta, no sabremos necesariamente más del fenómeno pesquero o de la situación social o política de Chimbote a través de estos diálogos; conoceremos, en cambio, distintas e intrincadas interpretaciones de ese fenómeno y esa situación; versiones que refractan el mundo en el habla, como su inversión subjetiva, ambigua y sospechosa. Los capítulos III y IV, justamente, son los más dialogados, y donde el carácter conflictivo de la información será procesado entre hablantes hechos más que por la información misma por la escena comunicativa donde actúan sus propias vidas, como si ejercieran papeles no en la objetividad económica y social de una ciudad sino en el proceso comunicativo de un mundo sin reglas de habla, sin protocolos de comunicación, sin identidades fieles o veraces en el lenguaje mismo. Este es un proceso comunicativo que ocurre poniendo a prueba sus funciones, desprovisto de la seguridad de sus poderes inmediatos, y que está profundamente subvertido por esta nueva humanidad del habla. Por ello, suele darse en un habla desgarrada, quebrada por dentro, exacerbada; una suerte de materia emotiva que disuelve sus referentes para expresarlos casi material y descarnadamente. Sólo en la «Segunda parte» de la novela las funciones comunicativas parecen haberse definido, identificando a los hablantes como híbridos del lenguaje migratorio que se está levantando como otra ciudad (¿humanizada?) dentro de Chimbote.
El capítulo III, además, avanza la crítica del «mercado» como espacio desnaturalizador. El «zorro» don Diego le explica a don Ángel, el gerente, que las comunicaciones tecnológicas, incluidas las computadoras, permiten un espacio que concilia «los disímiles». Así en la bahía de Chimbote convergen, dice, el Hudson con el Marañón, el Támesis con el Apurímac, y hasta París y el Sena. Este espacio paródico es, en verdad, un mercado actualizado (un anticipo de la ideología del mercado globalizado que proclamará hasta sus últimas consecuencias el neo-liberalismo en los años 90), donde los agentes del poder modernizante perpetúan su explotación. Irónicamente, ese mercado comunicativo promueve la imitación y la distorsión. Se anuncia como un sub-sistema colonial, incapaz de verdadero diálogo. Contrastivamente, los mercados de las afueras tienen «más moscas que comida», más muerte que vida. Están rodeados de alcatraces hambrientos, verdaderos emblemas fúnebres.
Pero hasta don Ángel, brazo derecho de Braschi, el gran empresario de la pesca, reconoce que «en Chimbote está la bahía más grande que la propia conciencia de Dios, porque es el reflejo del rostro de nuestro señor Jesucristo». Se refiere a la abundancia natural como un atributo divino, y tal vez al capitalismo salvaje que destruye esa misma abundancia con su expoliación. De los nuevos barrios de los migrantes, trazados con orden y comunalmente, dice que «ni la conciencia de Dios [los] habría imaginado». Estas referencias de implicación religiosa se prolongan, en seguida, cuando don Ángel refiere el conflicto de dos estatuas de San Pedro, el patrón de los pescadores; una, modesta pero genuina, que los pescadores asumen como suya; la otra, más vistosa, comprada por la empresa, pero que al haber sido visitada por las prostitutas que la empresa acarrea es percibida como «desbautizada». El conflicto se insinúa: los pescadores demandan que su santo sea vuelto a bendecir por el Obispo. Enmarañado y oscilante, este capítulo desarrolla la idea política central de la novela: la industria de la harina, en manos de Braschi, está montada como un entramado conspirativo. Al modo de una mafia, actúa como un micro-estado corrupto, cuyas asociaciones, planes y operaciones están diseñados para explotar el mar, corromper a la fuerza laboral, manipular a los migrantes, y sabotear el movimiento sindical. (Quizá para no repetir el esquema de interpretación dominante, la «teoría de la dependencia», Arguedas no insiste en la racionalidad mecánica de estas explicaciones sino en su versión más bien moral). Sin embargo, este capitalismo salvaje es también una fuerza que ha generado sus propias contradicciones, algunas de las cuales ya no puede controlar, ya sea porque el movimiento social desencadenado es una expresión de las sumas desiguales del Perú, o porque las polarizaciones que se suceden reestructuran la significación con nuevos antagonismos y resoluciones. La novela, en fin, no se limita al reduccionismo socio-económico, no busca reiterar las evidencias; explora, más bien, esos márgenes de desencadenamiento, la textura de un lenguaje que busca reorganizar el sentido entre grandes negaciones y muy pocas promesas.
En esa dimensión es donde empieza a configurarse la polaridad central, entre el espacio infernal del mercado y el espacio de origen litúrgico. El capítulo IV desarrolla una versión agónica de esa configuración. El ex-minero Esteban de la Cruz, enfermo de muerte, y su compadre, el «loco» Moncada, que predica cargando su gran cruz, representan la parte más humilde y descarnada de la humanidad doliente. El narrador se demora en revelarnos esa palpitación desnuda del paria, huérfano y caído. En su poema «Un hombre pasa con un pan al hombro» César Vallejo había pasado revista a los parias de la urbe en crisis, al mendigo que «recoge huesos, cáscaras», al condenado que «tose, escupe sangre». Sólo que don Esteban y Moncada parecen configurar no sólo la condición del paria sino también, lo que es más intrigante, la penuria de una comunidad cristiana primitiva. Los anima la solidaria marginación de los herederos de un discurso cristiano roto; pero, así mismo, un propósito superior a sus pocas fuerzas.
La Biblia fragmentos del libro de Isaías y al final una parte de una epístola de Pablo alimenta a partir de este capítulo, con citas y alusiones, esta inquietante persuasión cristiana. En primer lugar, este plano de alusiones parece darle sentido sacrificial al padecimiento sin discurso de las víctimas de la modernización. En segundo lugar, la vehemencia enunciativa de Isaías, que resuena también tras algunos poemas de Vallejo, se aviene a esta lengua desasida y tremebunda de la novela. Pero, lo que es quizá más importante, este lenguaje bíblico posibilita una mediación entre la vida sin sentido y la muerte sin discurso. Ya que la representación social se agota en su propia explicación, en las evidencias; y ya que el mundo es percibido desde la subjetividad alterada por la violencia social, esta dimensión mítico-religiosa, esta persuasión cristiano-primitiva, posibilita articular la diáspora andina en la modernización desnaturalizadora como un sacrificio patente y un renacer latente.
«Con el Señor hablo bien, derecho», anuncia don Esteban, declarando su independencia de la práctica religiosa pero afirmando su estirpe cristiana. En su ojo, dice, hay candela que ataja a la muerte. Como un personaje del Antiguo Testamento, sus atributos de profeta en el desierto le confieren (como su nombre anuncia) el papel del sacrificio anticipado. Dice que Moncada «es testigo de mi vida, yo también de so vida... Yo bravo ‘homilde’, él, soberbio. Así la Santa Biblia…» Isaías, y no David, es la opción del rebelde solitario. La novela nos dice que don Esteban «no había sido aún completamente convertido al evangelismo», pero que «había asistido a muchas reuniones y escuchaba con interés y preocupación los comentarios de la Biblia». Esto es, en la Biblia adquiere la identidad de su filiación comunitaria, que está hecha más que en la lección evangélica en la imprecación profética.
Esta elocuencia empática con Isaías se sostiene, por lo demás, en la extraordinaria modulación del español indígena de este personaje conmovedor. Como ocurre con los otros migrantes, la lengua es la alegoría de la migración: cada uno ilustra el estado de su viaje migratorio en el estado de su lengua adoptiva. Todos son migrantes recientes, pero unos vienen de la sierra del norte, otros de la sierra de Huaraz, y hasta hay quienes vienen de Puno, del extremo sur andino. Unos revelan más que otros su pertenencia a la mentalidad mítica, como el patrón de pesca que habla del último Inca en Cajamarca como si fuera su contemporáneo. Otros, como Esteban de la Cruz, han pasado por el infierno de la minería, y arriban al infierno del puerto confirmando que estamos en un mundo al revés, y que la muerte habita en la vida. Pero, al mismo tiempo, esa conciencia de desdicha agudiza su lenguaje, forjado entre el quechua y el español, entre la Biblia y el mercado, entre la vida y la muerte, como un testimonio agonista. Es formidable, por ejemplo, esta frase castellana de estructura quechua: «Hemos llegado caserío calamina Cocalón mina». O sea: Así llegamos al caserío de calamina, donde está la mina de Cocalón. Pero la frase aglutinante quechua posee una resonancia épica, corresponde a las sagas del descenso al Hades. También es notable la riqueza anímica de esta descripción epifánica:
«Mariposa amarillo, siempre, pues, llegaba, cansado, al andén cementerio. Del árbol pobrecito, chico retama, sobía al cementerio, padeciendo. Hemos mirado paisanos, dispués, en los foneral entierros, a las maripositas. Alzaban bastantes, mancha grande, del retamal. Viento fuerte arrastraba su alita en el cañón barranco, río pa'abajo arrastraba, en cañón seco barranco. Lo hacía llegar, en veces, al negro río del carbón; cayendo caían. En polvo, seguro, atoraban».
Estas mariposas que promedian entre la vida y la muerte, podrían ser mensajeros, dice el minero, que lloran la muerte de los indios en la mina. Pero Moncada protesta: «¡... no hay mensajero de nada, compadre! La muerte en Perú patria es extranjero... La vida también es extranjero». Así, la memoria elocuente de don Esteban alimenta la prédica sentenciosa de su furioso compadre.
Pero si la vida está tan extrañada como la muerte, si una y otra están desplazadas por un espacio infernal, quiere decir que las correspondencias entre el mercado y el cementerio convierten a la ciudad en una necrópolis. Este espacio infernal que multiplica la muerte desligada supone al extranjero, esto es, al desierto, al nomadismo sin tregua. Lo extraño, lo «extranjero», es en este sistema aquello que no está articulado, y que disuelve el sentido de lo local con su jerarquización implacable. «Verdad verdadera, de justicia su fundamento Dios», sentencia don Esteban. Une en un enunciado a la verdad, a la justicia y a Dios; o sea, al sentido articulatorio de un lenguaje tan natural como moral. No en vano, ha aprendido del profeta Isaías la «tiniebla-lumbre», y ejerce el habla que se levanta «contra la muerte», a la que ha jurado vencer.
En la segunda parte la novela ingresa a una nueva dimensión del diálogo, esta vez más resolutivo. Por fin accedemos a un plano más articulado del lenguaje, donde la actividad comunicativa busca hacer un recuento de experiencias, establecer un balance de saberes, y postular un porvenir de responsabilidades. Otra vez, los hablantes migratorios se definen por su modulación oral del español adquirido, esta vez con una elaboración narrativa mayor, que permite el testimonio o el retrato. En verdad, posibilitan el curso de la saga migrante de los dirigentes, ya que ahora se trata de los líderes comunitarios, aquellos que responden por su experiencia y su medio. Don Cecilio es uno de los narradores decisivos aquí porque su relato modula la estrategia cultural del migrante, entre alianzas y negociaciones, que amplían justamente su representatividad comunal, su madurez civil. Los otros hablantes son el cura Cardozo y Maxwell, el joven nortamericano que se ha mestizado en el mundo indígena. El diálogo se va convirtiendo en un análisis de la calidad de compromiso de estos hablantes en sus nuevos márgenes que han empezado a convertir en umbrales. Para algunos se trata incluso de definir sus opciones. Cardozo anuncia así su posición:
«La revolución se oyó la voz firme de Cardozo no será obra sino de estos dos ejemplos, uno divino, el otro humano, que nació de ese divino: Jesús y el ‘Che.’»
Esta convicción parece aludir a la teología de la liberación, que por entonces Arguedas ha empezado a apreciar a partir de su diálogo con Gustavo Gutiérrez. Resuena, además, al sincretismo cristiano y marxista (o trotskista) de Vallejo, cuando anunciaba que el lema del escritor revolucionario era «Mi reino es de este mundo pero también del otro». Por eso, Cardoso cierra el capítulo con la epístola de Pablo: «Si yo hablo en lenguas de hombres y de ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un tambor que resuena o un platillo que hace ruido.».. Y reflexiona: «Yo he visto aquí, en Chimbote, visiones entre apocalípticas y ternuras. ¡Señor! Cada noche, cada día veo revelaciones que me enardecen y conturban».
A su modo, este cura católico avanza en su propio lenguaje, desde sus fuentes de fe, hacia la lengua híbrida del diálogo, donde los personajes son, finalmente, héroes del lenguaje del reconocimiento mutuo.
Al cerrar el libro, Arguedas se sitúa frente al suicidio inminente como parte de un diálogo de sacrificio y renacimiento. Se pierde con él un tiempo del Perú agonista, pero se gana otro, un tiempo del diálogo restituido. Al final, Chimbote se ha convertido en una disputa por el sentido (humano, espiritual) del país, del cuerpo simbólico de una nación posible. Por un lado se levantan los mercados de la muerte, por otro los discursos de linaje litúrgico y mágico, que confrontan a la modernización desnaturalizadora con su fuerza regenerativa y su utopía comunitaria. Por eso, no se trata meramente de una «utopía arcaica» como ha dicho, para descalificarla, Mario Vargas Llosa. Se trata, más bien, del más serio intento de la cultura peruana por sumar una versión de alteridad humanizada. Esto es, de una utopía del discurso de las sumas de plenitud, donde la muerte ya no sea la contradicción de la vida, sino parte imbricada de su potencialidad creativa. Es, por eso, no una utopía formal y normativa sino una en construcción, como el diálogo mismo, abierta e indeterminada. Una utopía, así, capaz de recuperar para lo humano el espacio revertido, el desierto o el infierno de los hombres reducidos por el «mercado» que los compra y los vende. Estamos, así mismo, ante un lenguaje de profunda intimidad religiosa, cuya reminiscencia litúrgica recorre el espacio infernal convirtiendo a la palabra en un don reparador. Contra la moneda del mercado, la palabra es gratuita y regenerativa.
Por eso, la ciudad como Necrópolis supone la pérdida de la Ciudad religadora. Pero los habitantes del lenguaje mestizo, los nuevos dirigentes y mediadores, los religiosos que asumen el valor del otro, la creciente hibridez cultural que disputa la debacle social, podrían también adelantar el principio de una suma de la justicia salvadora. Esa ciudad del habla del reconocimiento pleno es la utopía más radical, esto es, la más demandante y celebrante.
© Julio Ortega, 1999, [email protected]
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