La declinación de la economía global
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Jorge Beinstein
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Los seis procesos descritos pueden ser interrelacionados históricamente y servir de base para el esbozo de una dinámica general de la crisis Dicho esquema debería ser integrado a una visión más amplia que incluya aspectos no sólo económicos, sino también políticos, sociales, culturales, etc., pero ese objetivo excede los límites de este trabajo.
Globalización y crisis constituyen dos realidades estrechamente vinculadas. La crisis de los países centrales iniciada en los 70 pudo ser amortiguada, postergada, gracias a un complejo mecanismo de desarrollo mundial de negocios marcada por el parasitismo financiero, pero esta evolución, salpicada por varios sacudones monetarios y productivos, concluyó en una gigantesca crisis global, en la mega-ruptura de 1997. En resumen, la postergación global de la crisis derivó en crisis de la globalización, el proceso duró aproximadamente un cuarto de siglo.
La prosperidad de la postguerra terminó en 1973-74 (shock petrolero), con el telón de fondo de una crisis de sobreproducción. Las economías industrializadas ingresaron en la «estanflación» (los precios subían al igual que la desocupación y los aparatos productivos se estancaban); a partir de allí, sus tasas de crecimiento económico fueron cayendo tendencialmente hasta hoy. Ello se tradujo en altos niveles de desocupación y precarización laboral agravados por la guerra tecnológica entre las empresas presionadas por preservar o conquistar mercados cada vez más duros. En consecuencia, se fue imponiendo una tendencia pesada, durable, de desaceleración de la demanda, lo que a su vez frenó la expansión productiva convirtiendo la sobreproducción de comienzos de los 70 en un fenómeno crónico que pudo ser en ciertos momentos reducido pero nunca eliminado.
La desaceleración económica causó problemas fiscales: un achicamiento del gasto público hubiera agravado aún más la recesión, pero una mayor presión tributaria también habría tenido efectos recesivos. Además existían excedentes financieros de empresas y bancos ( petrodólares, etc.) con serias dificultades para convertirse en inversiones productivas debido a la situación de estancamiento. En los 80, la «solución» al problema fue encontrada por medio de un crecimiento vertiginoso de la deuda pública: el hiperendeudamiento de países ricos sucedió al de los países pobres del segundo lustro de los 70s.
Esto se vio facilitado por la liberalización financiera y cambiaria que empujó hacia arriba las tasas reales de interés y eternizó la inestabilidad de las paridades entre las monedas fuertes. Los estados necesitaban fondos para sostener las demandas internas (pagos de pensiones, subsidios a desempleados, gastos militares, etc.) desbordando las disponibilidades monetarias locales y acudiendo a los inversores internacionales lo que los indujo a eliminar las trabas a la libre circulación de monedas, a la compraventa de títulos públicos y privados y al desarrollo de negocios financieros.
La financierización empresaria completo el círculo; las empresas colocaban fondos en títulos públicos pero también en papeles emitidos por otras empresas embarcadas en difíciles luchas por los mercados.
Se constituyó así una interacción estrecha entre tres fenómenos principales: la desaceleración del crecimiento económico, el crecimiento del endeudamiento público y la financierización empresaria. La misma alimentó un monstruo especulativo que creció sin cesar hasta convertirse en hipertrofia financiera.
Esta última se nutría con tasas reales de interés altas que frenaban la inversión y el consumo y que en consecuencia causaban más déficit fiscal y exacerbaban la guerra interempresarial haciendo crecer el empapelamiento general (acciones, títulos de deuda pública, etc.) con lo que las tasas de interés permanecían elevadas.
Hacia comienzos de los 90, los endeudamientos estatales solución provisoria al estancamiento de los 70 comenzaban a ser percibidos negativamente por lo gobiernos centrales y los grandes grupos económicos (el salvavidas liberal se hacia cada vez más pesado amenazando con hundir a las economías ricas). Por otra parte los excedentes acumulados por un sistema financiero gigantesco, devenido hegemónico, requerían nuevas áreas de expansión que les permitieran preservar sus niveles de rentabilidad; diversos mecanismos adicionales posibilitaron el sostenimiento de la reproducción ampliada del mismo.
La ingeniería financiera aceleró su desarrollo; fondos de pensión y de inversión, bancos y empresas de todo tipo, encontraron en la revolución informática el atajo tecnológico que les permitió crear productos financieros derivados, articular una red bursátil y cambiaria mundial operando las 24 horas del día, y otras innovaciones que los medios de comunicación pintaban como las cabeceras de playa del nuevo capitalismo planetario triunfante. Los negocios se expandieron ya no sólo a las empresas, los bancos y los «inversores institucionales», sino también a las familias, los pequeños ahorristas que se incorporaban de manera directa o indirecta principalmente en los EE.UU a la euforia especulativa. Se inflaron las bolsas, se valorizaron activos, aumentó la bomba financiera.
Por otra parte, se acentuó y generalizó el fenómeno de las «economías emergentes»: hacia allí fueron flujos monetarios que adquirieron e instalaron empresas, compraron papeles públicos y privados, todo ello en una lógica de beneficios altos y rápidos que en poco tiempo engordó de manera significativa la bomba financiera global, acentuando deslocalizaciones industriales mediante la desocupación y la precarización laboral en los países ricos. El desmantelamiento de Rusia y otros países del este europeo generó una gran evasión de capitales hacia las economías centrales, reforzando dicho proceso.
Lo que fue presentado como la incorporación de países subdesarrollados y ex-socialistas a la economía global de mercado, a las ventajas del Primer Mundo, no fue sino la implantación de un sistema de succión, de una mega-aspiradora de capitales que terminó por desestructurar de manera profunda esas economías acelerando la hipertrofia financiera mundial.
Por último se desarrolló un mecanismo en sus comienzos marginal pero que luego se fue instalando en el corazón de la economía global, el área de los negocios ilegales, visibles, desembozados en la periferia, discretos en el centro (donde residen sus jefaturas estratégicas). Estos negocios de muy alta rentabilidad (y riesgo) se expandieron como una mancha de aceite acelerando su marcha en los 90 (ya importante en los 80). La bomba financiera encontró otro factor adicional de crecimiento y se fue plagando de pústulas mafiosas.
La ruptura de 1997 apareció primero como una catástrofe financiera de la periferia (todavía a mediados de 1998 numerosos expertos seguían reduciéndola a la imagen de «turbulencia monetaria asiática»... y sus consecuencias internacionales); sin embargo, es básicamente una crisis global cuyo corazón se encuentra en los países centrales envueltos por la desaceleración productiva y el parasitismo.
La burbuja especulativa asiática no ha sido más que una epifenómeno de la burbuja financiera-especulativa central, el estallido de la primera y de sus hermanas periféricas fue dejando al descubierto a la madre patria del parasitismo mundial.
Pero la crisis nos permite también ver más allá de los juegos conceptuales que fabricaban universos económicos «monetarios» y «virtuales» despegados de la «economía real». Las profundas interrelaciones, concretas. históricas, entre los fenómenos descriptos demuestran el carácter ilusorio, falso, de las fronteras entre esas supuestas esferas diferenciadas. No se trata sino de una sola realidad social, donde la producción de bienes, su intercambio, los medios monetarios, el empleo, pero también la política, el Estado, la tecnología, las bandas mafiosas, etc., conforman un único sistema a la deriva.
La ruptura de 1997 aparece así como una consecuencia necesaria del proceso de globalización, la bomba financiera no podía expandirse indefinidamente, tarde o temprano tenía que estallar, la sobrevalorización de activos financieros no ha sido otra cosa que un mecanismo de concentración mundial de ingresos y desorganización económica que amplia cada vez más la brecha entre aparatos productivos dominados por la lógica del parasitismo especulativo y masas crecientes de pobres y excluidos, la sobreproducción crónica está en la base de la crisis, que podía ser postergada pero no eludida.
© Jorge Beinstein, 1999, [email protected]
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