El wakcha Arguedas y los doctores
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Alfredo Quintanilla Ponce
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A Daniel Boluarte S., «agrario molinero»
uál fue la relación de José María Arguedas con los intelectuales? Siendo él mismo un miembro de ese grupo social, literato, maestro universitario y doctor en Antropología, en numerosas ocasiones trató de distanciarse del mundo académico reivindicando para sí una identidad indígena, marginada y empobrecida por la cultura y el poder criollos; en suma, un wakcha, es decir, un huérfano, un solitario, abandonado e ignorante, que son las connotaciones de ese vocablo quechua. Como se verá, su relación con los intelectuales reflejaba sus encuentros y desencuentros con la cultura occidental en la que le tocó desenvolverse, esforzándose por construir un puente dialogante y comprensivo con la cultura quechua de su origen.
Ya ha sido objeto de varios estudios el debate que en torno a su novela Todas las sangres, se realizó en junio de 1965; Mario Vargas Llosa ha recordado la polémica que sostuviera el escritor andahuaylino con el novelista argentino Julio Cortázar. Menos conocidas son la que enfrentó a Arguedas con un antropólogo norteamericano en el Congreso de Americanistas de La Plata en 1966, o aquella con los sociólogos en la Universidad de San Marcos. El propósito de este artículo es explorar las discrepancias y discusiones que Arguedas sostuvo en el último lustro de su vida con varios intelectuales, tomando como hilo conductor el referido al proceso de transculturación o fusión intercultural entre la cultura criolla y la quechua que venían observando.
El conocimiento de la vida de Arguedas se ha visto enriquecido en los últimos años con la publicación de tres epistolarios y testimonios de familiares y amigos. Ellos dan nuevas luces sobre el desarrollo del pensamiento arguediano en el tema que nos interesa, que seguirá nutriéndose con la aparición de nuevos documentos y renovados estudios. Como es sabido, la vida interior de una persona es un mundo, una galaxia, que mal puede ser reconstruida con testimonios de sus amigos y compañeros, con artículos y cartas y aún con textos autobiográficos que sólo reflejan instantes o fragmentos de subjetividad, que contradicen otros momentos. Cada opinión debe ser compulsada con cuidado, colocada en su contexto y frecuencia, de manera que pueda decirse que en determinado tópico el personaje tenía una opinión formada en tal o cual sentido.
Hay que recordar que —sobre todo ahora que con sus cartas se conoce muchos de sus pensamientos y sentimientos más íntimos— como todo hombre de carne y hueso tuvo empatías y distancias que le provocaban a él —o suscitaba en ellos— las opiniones o actos de sus compañeros de trabajo, personajes del mundo cultural o personas que conoció fugazmente y que pueden explicarse a partir de diferencias de temperamento o de personalidad. Un ejemplo de la reacción que provocó Arguedas en un joven francés, lo tenemos en el testimonio de Favre: «Cuando le fui presentado, me miró de arriba abajo y dijo con irónica condescendencia: ‘Así que ¿usted es el que va a estudiar a los indios de Huancavelica?’ Y se alejó luego, sin escuchar la embarazada respuesta que debí de balbucear... Era evidente que Arguedas no me tomaba en serio»1
Otras distancias y discrepancias son las de carácter ideológico, conceptual, que tienen que ver con los enfoques de determinados intelectuales acerca de la realidad y perspectivas del mundo indígena, de la historia, de los métodos de investigación y de enseñanza, de la relación entre la realidad social y las ficciones literarias, por mencionar algunos de los temas que jalonan una vida intelectual rica y curiosa, siempre atenta a las novedades, como la de Arguedas. Éstas son las discrepancias de opinión, que han dejado algunos rastros en cartas, artículos, intervenciones orales, incluso en un poema, que son las que interesan para el desarrollo de este artículo.
Desde que Arguedas perdió a su madre a la edad de tres años, se inicia su larga marcha por mundos ajenos. Sus textos autobiográficos nos hablan de una infancia transcurrida entre el odio de su madrastra y la ternura de los indios que lo acogieron. Hijo de mistis, rechazado por el hogar sustituto, terminará identificándose con los desvalidos y abandonados como él, pero sin llegar a ser un indio como ellos. Su adolescencia transcurrirá en internados en Abancay, Ica y Huancayo como el muchacho forastero, el afuerino, que procuraba avivar la relación con el padre trashumante y lejano a través de las cartas que seguramente intercambiaron. Quién sabe si allí, en ese ejercicio epistolar que nunca llegaremos a conocer, surgió la semilla de ese lenguaje tan expresivo que se convertiría en una literatura destinada a dar a conocer al mundo, la vida y sentimiento de los quechuas. Más tarde, su arribo a Lima, la ciudad que fuera de los virreyes y centro de los principales, de todos los mistis del Perú, debe haber significado un choque, al que se sumó la muerte de su padre: «En 1930 vine a ingresar a la Universidad. Mi padre se trasladó a Cañete y luego por última vez a Puquio. Allí murió, casi repentinamente en 1931, en enero. Me quedé sin recursos en Lima y viviendo con la protección de algunos amigos durante un año».2
Cuando la Universidad de San Marcos fue reabierta, Arguedas tuvo ocasión de conocer a jóvenes intelectuales y artistas provenientes de hogares acomodados como Luis Felipe Alarco, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Cueto, Fernando de Szyszlo, Enrique Peña Barrenechea y Alberto Tauro, entre otros. Sería decisivo su encuentro con las hermanas Celia (con la que se casaría después) y Alicia Bustamante, promotoras de la peña cultural «Pancho Fierro»: «Ella y su hermana Alicia y los amigos comunes me abrieron las puertas de la ciudad o hicieron más fácil mi no tan profundo ingreso a ella... Y también con Celia y Alicia empezamos a quebrantar la muralla que cercaba Lima y la costa –la mente de los criollos todopoderosos, colonos de una mezcla bastante indefinible de España, Francia y los Estados Unidos y de los colonos de esos colonos a la música en milenios creada y perfeccionada por quechuas, aymaras y mestizos»3
Al lado de ellos intimará también con jóvenes provenientes de hogares de economía modesta como José Ortiz, Emilio Choy o Manuel Moreno Jimeno. Este último cuenta que «siempre que estábamos en casa, nos poníamos a escuchar a los grandes creadores de la música barroca, a Vivaldi, a Pergolesi, a Marcello, pero principalmente a Bach»4 Hacia 1937, cuando es confinado en El Sexto se puede afirmar, sin ninguna duda, que Arguedas no era un marginal, un solitario sin una red de parentezco y amistad que le sirviera de referencia, protección y estímulo; ni menos, un ignorante de las altas cimas del arte occidental.
Sin embargo, tal vez por sus conflictos emocionales que estallaron en 1944 y que configuraron una depresión de la que nunca pudo librarse, el hecho es que en su vida adulta JMA siguió sintiéndose un wakcha frente al mundo: «Siempre hacía gala de lo poco que leía, de su ignorancia; pero la verdad es que me da la impresión de que sí leía y bien. Emilio Adolfo [Westphalen] me dijo en una ocasión que Arguedas leía como las personas más cultas de su época», recuerda su discípulo Alejandro Ortiz.5
Al etnólogo John Murra le escribe en 1960, después que su tesis «Cambio cultural en las comunidades de Puquio», fuera premiada como la mejor de 1957; cuando Los ríos profundos había ganado el Premio de Fomento a la Cultura «Ricardo Palma» y cuando tenía a su cargo una cátedra universitaria: «Mi poco prestigio como escritor y mi absoluta independencia respecto de los grupos de San Marcos servían para preservar al Instituto a pesar de mi poca eficiencia como etnólogo... Voy a dedicarme ahora a mi interrumpido trabajo sobre las comunidades de Castilla que estaba haciendo cuando me llamaron para el Instituto. No sé cómo ha de concluir este trabajo, pues me aterroriza mi falta de erudición o siquiera mediano conocimiento de la parte histórica y mi poquísima salud.»6
Poca salud, pocas lecturas, incomprensiones de los demás por su trabajo y vocación, tales parecen ser las tensiones del Arguedas en su fase más productiva. «Yo soy novelista o narrador; es mi vocación. Pero me he contratado con la Universidad Agraria para dictar cuatro horas de quechua y no sé si me quedará tiempo para escribir. Tengo muy poca capacidad de trabajo», le escribe al mismo Murra en agosto de 1962. Pero también lo tensa su definición política que parece ubicarlo en tierra de nadie, solitario y controvertido, como señala en la misma carta: «Soy un hombre libre; tengo discrepancias irremediables con los comunistas y, por otra parte estoy en la lista negra de la Embajada de los Estados Unidos»7
Esta persistente subestimación de su formación y capacidad intelectual contrasta con su praxis objetiva de maestro, folklorista, etnólogo, literato, promotor cultural, que tuvo oportunidad de hacer viajes de investigación a España (1958) y Guatemala (1961), dando conferencias en Estados Unidos (1965); o para asistir a congresos científicos y certámenes literarios en México (1940, 64, 67), Bolivia (1952), Chile (1953, 61, 67), Argentina (1960, 64, 66), Alemania (1962), Italia (1965), Francia (1965, 67), Uruguay (1966), Austria (1967) y Cuba (1968).
El provinciano Arguedas no tenía ninguna duda ni sentimiento de inferioridad en lo referente a su vocación literaria y la calidad de sus textos. Después de la publicar Agua, cuando se hallaba enseñando en el pueblo de Sicuani, le escribe a su amigo Ortiz: «Nuestro plan es oponer la producción nuestra a las del otro bando. ¿Cuál es la literatura verdaderamente representativa del Perú? ¿Cuál es la que vale? Demostraremos que la nuestra; frente a esa producción endeble, mediocrísima y artificiosa de ellos; mostraremos la nuestra; plena de vida, llena de juventud y de un valor artístico y humano indiscutible. Ese es nuestro plan. Manuel [Moreno] tiene poemas íntimos maravillosos, te envío dos; pondremos su libro frente a los de Torre Vidaurre, Champion, Xammar, Hernández – «Canto Kechwa» frente a A.M.Q.S. [Aurelio Miró Quesada Sosa], a A. Arnao, S. Núñez, Ferrero.»8
Esa carta de 1938 revela su fe en las proyecciones de su trabajo intelectual, contraria a «...esa falta de convicción, ese pesimismo prematuro y esencial que es la enfermedad, por excelencia en el Perú, de los mejores, una curiosa manera, se diría, que tienen los que más valen de defenderse de la mediocridad, las imposturas y las frustraciones que ofrece la vida intelectual y artística en un medio tan pobre»9 Son los meses en que inicia el envío de sus artículos etnográficos al diario La Nación de Buenos Aires y trabaja en su primera novela.
En 1940, Arguedas fue invitado a participar por primera vez en un certamen académico internacional. Se trató del I Congreso Interamericano Indigenista realizado en Pátzcuaro, México. La experiencia no le satisfizo plenamente o, en todo caso, fue distinta de la que imaginó, pues «fue principalmente un Congreso de diplomáticos», en tanto que «los estudiosos, los escritores, o las gentes que sentimos el problema indio con todo amor y como una cuestión íntima y emotiva, tuvimos el papel de menor trascendencia». Eso le desanimó hasta el punto de forzarlo a no presentar la ponencia que había preparado para leer allí. Sin embargo, admite que para él «el mejor aspecto del Congreso fue el haber conocido a una serie de personas de las cuales siempre hemos hablado». En cambio su esposa, que se reunió con él después de haber estado en La Habana, «conoció y estuvo con Marinello, Altolaguirre, Nicolás Guillén, Concha Méndez, que la atendieron como una camarada, mientras aquí nos daban el trato que se da a los perros»10
A fines de ese año, Arguedas presentó su novela Yawar Fiesta al concurso internacional organizado por la editorial Farrar & Rinehart de Nueva York. De acuerdo con sus bases, había una fase nacional en la que distintos jurados seleccionaban a una novela por país. El jurado chileno seleccionó a El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, quien vivía en Santiago, que luego obtendría el premio. La novela de Arguedas no fue escogida por el jurado peruano compuesto por Estuardo Núñez, José Jiménez Borja y Augusto Tamayo Vargas, sino más bien Panorama hacia el alba de un autor apellidado Ferrando. La frustración que le produjo la decisión del jurado provocará un resentimiento en Arguedas que 14 años después lo tenía presente y que salta en una carta casi una catarsis a raíz de un grave conflicto conyugal a Manuel Moreno en la que llega a decir que los jurados hicieron un «enjuagado típico de estos doctores del San Marcos de hoy, para cometer un robo vil [del premio]»11
Arguedas sintió que también le habían escamoteado un premio en 1954. Así le confía a su hermano Arístides: «Entre los literatos y nuestros «conocidos» críticos y profesores de literatura, todo se arregla por el compadrazgo. Hace unos años yo me presenté, ingenuamente, para el premio de novela con mi relato Diamantes y pedernales. Declararon desierto el premio. Porque un prof. (sic) de San Marcos, que nunca ha escrito novelas ni tiene aptitudes para eso, también se había presentado.»12
Estas contrariedades pueden parecer pequeñas, pero no lo fueron para un hombre como Arguedas que tuvo enormes dificultades para construir su lenguaje literario como expresión de ese pueblo quechua en tránsito de castellanización y abrirse campo en un medio en que los lectores tenían otros gustos. Pese a esas vallas que hubo de superar, llegado a la mitad del camino de la vida, bien podía jactarse de haber obtenido el reconocimiento a sus méritos: había obtenido dos veces el premio de Fomento a la Cultura «Ricardo Palma» por sus novelas Los ríos profundos y El Sexto; sus novelas habían sido traducidas al inglés, alemán, italiano y francés; sus artículos etnológicos eran bien recibidos en revistas extranjeras y sobre todo, había recibido una suerte de consagración internacional en la correspondencia con Claude Lévi-Strauss, a la sazón la máxima autoridad mundial en etnología; y con el célebre editor e intelectual italiano Giuglio Einaudi; había también sido invitado como jurado del entonces muy prestigiado Premio Casa de las Américas de La Habana.
Que el reconocimiento público resulta una necesidad en todo ser humano frente a las amarguras de la vida y obra como bálsamo y energizante en las personalidades sensibles, puede verse con claridad en este pasaje de otra carta a Murra: «Regresé de Chile donde estuve siete días. Fui a la presentación de los libros de la colección «Cormorán» de la Editorial Universitaria. Figura Los ríos profundos. Durante una entrevista que me hicieron por televisión tuve la evidencia de que podré recuperar mi ánimo de antes de las píldoras»13
En un arco de 30 años, entre el plan trazado desde Sicuani y el reconocimiento nacional que significó el premio «Inca Garcilaso de la Vega» en octubre de 1968, el wakcha María Arguedas se convirtió no sólo en una voz autorizada en el panorama literario peruano (que opacó completamente a los autores que citó en su carta a Ortiz) sino en la más alta expresión de la literatura quechua, primicia a la vez de un nuevo lenguaje que expresa esa fusión carnavalesca y subversiva de ambas culturas: «La ilusión de juventud del autor parece haber sido realizada. No tuvo más ambición que la de volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se consideraba degenerado, debilitado o «extraño» e «impenetrable» pero que, en realidad, no era sino lo que llega ser un gran pueblo, oprimido por el desprecio social, la dominación política y la explotación económica en el propio suelo donde realizó hazañas por las que la historia lo consideró como gran pueblo...» 14
© 2000, Alfredo Quintanilla, [email protected]
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