Vida alegre con gato negro en la ventana

Cuento

[Ciberayllu]

Walter Lingán

 
A María Valencia y Fernando Heredia.

Cuando llegué a Collique, un barrio marginal y miserable de Lima, era un chibolito réquete bien andado, cuyos primeros pasos callejeros los había ensayado por las peligrosísimas calles del populoso distrito de La Victoria, habitado por gente decente pero de mala conducta, es decir, por ladrones, machos chaveteros, putas, negros y una gran porción de desocupados; la población indecente, o sea, ladrones de corbata, militares y pituquitos que se les chorrea el helado, muñecas blancas de conducta dudosa y marihuaneros volando a las Miamis viven en barrios cibernetizados, a todo color y con jardines importados. En cambio en La Victoria, más conocida como la rica Vicki, en este barrio se sufre pero se aguanta, porque sabemos que la vida es un tango: el que no sabe bailar, se jode nomás. Y en este barrio de broncas, en el jirón Andahuaylas, entre el instituto José Pardo y un viejo mercado, a punto de medianoche nos citábamos para disputar encarnizados partidos de fútbol. Pero en Collique, a pesar de todo el arsenal de pendejería acumulada, cagué, o sea pues choches, no se me hagan los exquisitos, fracasé, así con todas sus letras: fracasé como puntero izquierdo del Club Deportivo Cultural Belgrado por lo que me relegaron al «prestigioso» puesto de presidente de la pujante y progresista institución.

Cada domingo después de la misa, como dice la canción, una vez finalizados los enconados partidos, nos reuníamos en el bar El Tufo o en La Esquina del Movimiento y, entre ron con Coca-Cola y cubitos de hielo, celebrábamos los triunfos o comentábamos las amargas derrotas. El Negro Armando, capitán del equipo, y El Mono Luis, ágil guardameta, destacaban por su entusiasmo. Fue justamente en estas circunstancias que El Mono Luis nos enseñó a comer carne de gato diciendo que es una de las carnes más delicadas y de las de más alta alcurnia. «Mono de mierda... seguro que ni siquiera sabes los que estás chamuyando», se burlaba uno de nosotros. «Y eso qué chucha importa» —contestaba El Mono Luis— «la vaina es que no se nos note la plebeyez.»

«Seremos misios», arremetía contundente El Mono Luis luego de unos minutos de meditación, «pero los blanquitos de Miraflores y San Isidro aunque coman caviar y conejo de angora no podrán tener pedos tan perfumados, ni digestiones tan ligeras como nosotros que comemos gato». Además, El Negro Armando, originario de Chincha, un pueblo al sur de Lima lleno de negritud, decía: «los gateros vamos a mantener la agilidad y las ganas de subir al níspero hasta que la trampa nos lleve a mejor vida y no terminaremos como rosquetes, a esos que les suda la espalda».

Los viernes por la noche, y aunque estuviese ganando en el póker y siendo aún la noche virgen, El Mono Luis abandonaba el bar El Tufo y, con un costal en la mano, se encaminaba por las calles donde los días anteriores había tasado buenas presas. Abría el costal. Con cariñosa voz llamaba: «michi-michi-michi» y apenas el animal aparecía, arqueando el lomo y estirando las patas, le extendía un pedazo de carne y cuando lo tenía al alcance de la mano, lo introducía hábilmente en el costal y desaparecía rumbo a El Laboratorio, denominación que le había dado a su cocina, un recinto enmarcado en cuatro esteras maltrechas.

Su receta era simple. En un balde lleno de agua ahogaba al gato. Luego le cortaba la cola y la cabeza; hacía en la piel una leve incisión de unos tres a cuatro centímetros y de un tirón hacia abajo dejaba al gato desnudo, en traje de Eva, igual que esas hembritas striptiseras del Molino Rojo de París. Como un experto cirujano lo evisceraba rápidamente y en una fuente de fierro enlozado dejaba reposar las presas en vinagre durante 24 horas para quitarle la hediondez y una cierta baba que posee la carne de este felino casero.

Llegado el domingo y en la noche, más borrachos que una guinda, entrábamos a El Laboratorio de El Mono Luis donde cada uno era designado a cumplir una determinada tarea. «Tú que estás zanahoria», me decía El Mono Luis, «corta dos cebollas y los tomates en rodajas grandes y después picas el culantro y el perejil.» Mientras tanto, él cortaba la carne, la sazonaba con sal y pimienta, la pasaba por harina y luego la freía brevemente. En una de esas veces, me miró con cachita y dijo: «¿Y tú, Langostino en Veda, por qué no chupas?... A lo mejor también se te chorrea el helado, ¿eres un papa a la huancaína?» Yo tranquilo, sin achori, con toda mi flaquez empecé a cortar las zanahorias. El Mirada con Truco Saúl, que siempre andaba más perdido que Adán en el día de la madre, preguntó: «¿Y por qué es un papa a la huancaína?» Todos se cagaron de risa y dijeron en coro: «¡Porque tiene los huevos de adorno!» Entonces, con todo el peso de mi flaquez me defendí: «¿Y por qué no le preguntan eso a la jerma de El Mono Luis?» Esta vez, conociendo la matonería de El Mono Luis, nadie se cagó de risa. «¡Rechuchatumadre, agradece que un pedo pesa más que tú y si no te atravesaba de un chairazo!» Me puso la chaira en el cuello. «¡Mi jermita, y esto es para todos, es sagrada, conchasumadres!», sentenció severo El Mono Luis. Sin dar importancia a la nota El Negro Armando calentaba aceite, freía la cebolla, agregaba media cucharada de ajos molidos y retiraba la sartén del fuego sin que la cebolla llegue a dorarse. Mi flaquez terminó con su tarea. En esta parte, calmado ya por lo de su jermita, intervenía nuevamente la mano maestra de El Mono Luis. Acomodaba las presas de carne, espolvoreaba el perejil y el culantro, disponía las rodajas de tomate sobre los trozos de carne, vertía jugo de limón y media taza de vino tinto y tapando la sartén la dejaba hervir a fuego lento entre media y una hora. El tiempo de cocción estaba supeditado a la edad del animal, mientras más joven, menor el tiempo de exposición al fuego.

«Suda'o de gato con arroz, caserito» — nos decía El Mono Luis— , «para chuparse los dedos y bailar con Chacalón y su Nueva Crema..» La primera vez dudé, ni borracho comería gato me prometí. Pero fue más la curiosidad y cogiendo un pedacito del plato de El Negro Armando lo llevé a la boca. Y para qué les cuento, mi paladar se quedó impregnado de ese exquisito sabor y cada vez que mis recuerdos lo asocian al flaco y ágil Mono Luis de mi Collique añorado, mando al diablo el caviar, el faisán o el pepián de pavo.

Después sin ningún rubor me senté a la mesa para saborear perro, caballo, mono, boa, tortuga, iguana y rana. Sin embargo, y con la dignidad que le corresponde a este pobre barro pensativo — como diría el poeta César Vallejo— he sabido rechazar tajantemente los empalagosos huevos de tortuga. También les recomiendo que la carne de perro la coman caliente, quemando quemando, como decía una tía que hace rato ha estirado la pata, pues si la dejan enfríar, la grasa adquiere un sabor desagradable. Y esto lo saben ingleses, americanos y europeos, pues ellos son felices ingeriendo sus Hot-Dogs. Pero hay algo de lo que no estoy seguro, no sé si alguna vez he degustado carne de burro o de rata...

Con estos antecedentes me encontré con un grupo de estudiantes peruanos en la ciudad alemana de Colonia. Conseguí una habitación en una vivienda estudiantil perteneciente al Studentenwerk1 y ubicada en Efferen, un barrio triste y silencioso, separado de la ciudad por un extenso parque y unos bosques muriéndose por efecto de la contaminación ambiental. En esos años aún era posible contar a los peruanos y latinoamericanos con los dedos de las manos: ahora es imposible. A los pocos meses formamos un grupo que compartía toda clase de avatares que como extranjeros nos tocaba vivir en estas tierras frías y lluviosas.

Acostumbrábamos a cocinar y comer juntos los fines de semana, días que el comedor estudiantil permanecía cerrado, e incluso desde Aachen venían Darío y Federico. Cada uno contribuía con lo que tenía. Alejandro era el más afortunado de todos, pues su madre le enviaba desde Lima condimentos frescos, chicha morada y limones para preparar el entrañable cebiche. Con la llegada de Alfonso, peruano que ya no reside en Colonia, estas comilonas adquirieron ciertos modos burgueses, pues él, con terno y corbata, colocaba sobre la mesa vinos de marca y whisky imposibles de conseguir en los Aldi, esos supermercados con ofertas para extranjeros y estudiantes misios. De igual manera se acrecentó, recuerdo, la diversidad del menú. Alentado por el entusiasmo y el patriotismo regional les propuse preparar cuy al estilo cajamarquino. Las burlas y las risas no se hicieron esperar. «Conejo con rabo, rata planchada, Hamster guisado», dijeron y desecharon mi propuesta. Desilusionado, como un perro arrepentido con el rabo entre las piernas, me retiré a mis aposentos, una habitación de apenas ocho metros cuadrados...

Una tarde venía de la universidad y en el ascensor me encontré con Alfonso que subía con uno de esos tantos conejos que abundaban en los parques colindantes a la vivienda estudiantil. «Está herido» me dijo, y le creí sin echar a volar mi imaginación. La noche siguiente hubo conejo con papas a la jijuna en el décimo piso y Alfonso, creyéndose descubierto, me miraba con cierto recelo. Semanas después el perro de una de nuestras vecinas desapareció, se hizo humo, y nosotros comimos cabrito norteño y bebimos vino español, un tinto de Jaén. Aunque realmente el cabrito tenía un raro sabor a llanta, a pescado ahumado o a huevos ligeramente malogrados. Los patos, que en verano nadaban junto a rubias desnudas al cien por ciento en un cercano lago al Studentenheim2, se sirvieron en aguaditos de sabores extravagantes. Pero sobre las sombras cayó la luz. Alfonso fue cogido con las manos en la masa. Armado de un cuchillo se disponía a sacrificar al gato de Ingrid, novia de Julián.

Sin embargo Alfonso no se dio por vencido y se nos apareció con la invitación de Helen Kremmer, amiga que había hecho turismo en Perú. Alfonso se ofreció llevar preparado un guiso de conejo. Entonces vino a mi habitación y pidió mi ayuda concreta: darle a la gringa gato por liebre, es decir, conseguir un gato y prepararlo como si se tratara de conejo. La tarea no fue difícil. Compramos un gato negro en un Zoohandlung3 de Sülz y lo preparamos con la receta que había heredado de El Mono Luis.

Cuando llegamos a casa de Helen ya habían llegado Edgardo, Ramón, Alejandro y un par de invitados que veía por primera vez. Para sorpresa nuestra nadie comía más de un bocado del suda'o de conejo. Ramón fue el primero en manifestar su opinión: «Oye cholo» —me dijo— «han traido una bomba a base de Nicovita4.» Seguro de la exquisitez que habíamos preparado le contesté: «Qué sabe el burro de alfajores.» Alfonso probó y luego, frunciendo el entrecejo, me dijo: «La hemos cagado compadre y antes que las olas empiecen a levantarse ¡levemos anclas!»

Antes de salir Helen nos informó que a cada uno nos tocaba pagar la friolera de doce marcos sólo por la comida y las bebidas. «A esto habría que restarle» —nos dijo— «los gastos que ustedes han hecho: carne, condimentos y electricidad.» Nos sorprendió lo que Helen nos dijo, pero luego... «Pero si tú nos has invitado y...» Entonces ella volvió a decir: «Sí, yo les he invitado, pero aquí en Alemania es una costumbre compartir los gastos.» Pagamos lo que nos correspondía y salimos apurados. En el camino de regreso a casa consideramos que para una próxima invitación de parte alemana tendríamos que aclarar bien las condiciones y analizamos la receta del suda'o de conejo. Luego concluimos que el trockenes Katzenfutter5 y los enlatados le otorgan a la carne de los gatos un extraño sabor a plástico, un olor a algo así como condón usado...

NOTAS

  1. Empresa de servicios para estudiantes.
  2. Vivienda estudiantil.
  3. Establecimiento para la venta de animales domésticos o mascotas.
  4. Marca peruana de alimentos para aves. Familias de barrios pobres de Lima lo utilizaron para paliar el hambre.
  5. Forraje de cereales para gatos.

Comentario privado al autor: © Walter Lingán, 2000, [email protected]
Comente en la plaza de Ciberayllu.
Ciberayllu

Más literatura en Ciberayllu

218/00103