22 octubre 2002 |
Un mirlo canta sobre mi tonelada desnudaCuento |
Walter Lingán |
Ha sido un sueño terrible, dijo Alejandro. Estaba en medio de una calle. Lloviznaba bajo un niebla espesa. Los edificios hendían sus crestas en la oscuridad de un cielo cerrado a la luz. De pronto, así de la nada, escuché un breve tropel como de ultratumba: pacatán, pacatán, pacatán. Los bestiales relinchos me estremecieron. Una espina de terror, una angustia desesperante entró en mi pecho. Así, asustado por los relinchos y el estruendo de esos pasos escalofríantes, comencé mi fuga. Algo desconocido, sobrenatural, me perseguía. Eso imaginaba. No había visto nada, sólo sentía esos pasos que venían a todo trote tras de mí. No sé si me seguían. No lo sé, pero el sordo rebote de sus pasos y sus locos relinchos sonaban en mis oídos como una seria amenaza. Era todo tan real, tan nítido, no parecía un sueño, dijo Alejandro tembloroso, pegado a mi cuerpo deseoso de cariño, nach Zärtlichkeit. Oh Gott, die Lust brennend!¡Oh, dios, los deseos quemando! Detuvo sus manos frías sobre mi cintura revolucionada, afiebrada; luego, aparentemente más tranquilo, prosiguió con la historia de su sueño.
El viento refunfuñaba estrellándose contra mi rostro, dijo Alejandro. Era un viento silbante y frío. Solo, no había nada a lo largo de esa calle pesallidesca, oscura. Los pasos volvieron a golpear la calle silenciosa y negra con ese pacatán continuo, estridente y demoníaco. Los relinchos explotaban en el silencio. Conforme corría, el temor se iba acrecentando, se potenciaba. Mi corazón bramando, trabándose, gambeteándose, amenazaba reventarse, trozarse en pedazos. La respiración intermitente, anudándose entre la bruma de la noche, se volvía cada vez más embrollante. Después de atravesar un claro pequeño, sumido en una angustia casi absoluta, entré a otra calle larga y estrecha, cercada por enormes edificios anubarrados, tristes. Daba la impresión que esa llovizna mustia se descolgaba precipitadamente desde sus techos. El cielo no se divisaba opacado por la impresionante oscuridad. Seguí corriendo por el centro de ese callejón acosado por el ruido tétrico de aquellos pasos siniestros: pacatán, pacatán, pacatán. El zapateo y los relinchos redoblados espantosamente por el eco y el pánico sobrecogedor me impulsaban a seguir mi carrera incontrolada. No sé por qué, pero no debía detenerme, no debía dejarme atrapar. Laufen! ¡Correr! Correr en la negrura de la noche. Correr con el miedo negro a cuestas. Schwarze Angst. Miedo negro. Escapar. Sí, ahora que estoy despierto sé que sólo fue un sueño. Sin embargo sigo escuchando el pacatán, pacatán, pacatán y los penetrantes relinchos y tengo miedo, muchísimo miedo.
Luego, al saltar un charco, resbalé y caí. Una estaca filuda penetró en mi vientre y abrió una herida dejando libres mis entrañas. Pacatán, pacatán, pacatán, los pasos venían. Me levanté y la sangre, que empapaba mi camisa, comenzó a brotar con mayor fluidez, me inundaba. Los pasos aplastando los charcos: plash, plash, plash casi casi me alcanzaban. Mis manos se esforzaban para evitar el desbande de mis intestinos. No quería morir. Algo me impulsaba a vivir. Pacatán, pacatán, pacatán los pasos se acercaban y no sabía hacia dónde ir o a quien pedir ayuda. La calle era una raya oscura perdida a pocos metros en el infinito. No veía nada. Sentía mi cuerpo, mi ropa mojada, la herida, la sangre, la lluvia, el miedo palpitante, pero no veía nada. Parecía ciego. Todo estaba en silencio y vestido de negro en esa noche sin luna. Todo era desolación. Sólo escuchaba claramente los pasos que me perseguían. Pacatán, pacatán, pacatán. No tenía ninguna salida. Así creía. No había manera de salvarme. Mi vida parecía destinada a terminar esa noche aplastada por el miedo.
¿Puedes imaginarte, Kathrin, el miedo absoluto? El miedo más miedo. La negrura temible y el miedo. La calle sola. ¡Tremenda soledad! Los recuerdos reviviendo a mi padre en la más triste orfandad, desamparado. La llovizna persistente. Los pasos resonando tras mis espaldas. Pacatán, pacatán, pacatán. La fantasmal aparición bufando desbocada, apresurando su trote. También Daniel vino a mi memoria, sus primeros pasos, inseguros, cortos. Imaginé el aguacero de París empozándose en el alma andina de César Vallejo. Todo esto rememoraba Alejandro. Aber ich, ich und die Lust. Oh Gott, die erneute Spitze der Lust! Mein Körper war Feuer, während Alejandros Körper ein einsteigende Eis. Brmmm! Pero yo, yo y el deseo. ¡Oh, Dios, el repunte del deseo! Mi cuerpo era fuego, mientras el cuerpo de Alejandro un hielo progresivo. ¡Brmm! El muslo de Alejandro sobre mi muslo. Wow, Alex! ¡Guau, Alex! Pierna sobre pierna. No lo dudo, fui para ti la hermosa muchacha de los muslos perfectos en minifalda. La jovencita bonita de los ojos azules. Azulitos, como decía Alejandro. La gran mujer de los senos turgentes y el escote turbador desde cualquier ángulo que se le mire. Oh, Alejandro, tanta vida, tanta luz, tanta poesía, tanto amor. Me rompo la cabeza y no logro entender qué fue lo que pensó Alejandro para hacer lo que hizo. No sé. Ich weiss nicht. Ich weiss es nicht. Nein!
Por suerte, contó Alejandro, en una esquina me topé con unos edificios en construcción. Ahí decidí ocultarme. Como pude salté una zanja y, con el alma colgada de un hilo, me agazapé tras un muro de ladrillos. Respiraba locamente. El miedo agigantándose en mi pecho. El cuerpo temblándome. Una pierna chocando con la otra. La imaginación remontándose hasta el mismo infierno. El miedo, el terror ascendiendo. En eso escuché cómo los pasos disminuyeron su velocidad, se hicieron más suaves. Mi perseguidor parecía buscarme. Avanzaba. Se detenía. Oteaba la oscuridad. Plash, plash volvía a moverse. Percibí muy cerca, demasiado cerca, los bufidos de la bestia. El silencio zozobrando en mi semblante. La respiración inflamaba mi pecho agitado con un aire seco, sofocante, a pesar de la llovizna. Un relámpago rasgó el cielo. Mis alrededores se iluminaron por breves segundos. Así fue como divisé, a pocos metros, la punta refulgente de una barra de hierro. Quise cogerla, pero los pasos: plaaash, plaaash, avanzaron hacia mi escondite. Me quedé quietecito. Mi perseguidor, desconcertado, se plantó en seco. A pesar de mis fuerzas ostensiblemente disminuidas por la pérdida constante de sangre, aproveché la ocasión, di un salto y alcancé la barra. Esperé dispuesto a jugarme la vida frente a mi enemigo. Sólo el cielo lloraba esa madrugada y su llanto se enredaba en mis cabellos, los mojaba sin piedad. Mis intestinos colgaban atrapados por una de mis manos, pero no sentía ningún dolor, el miedo era más grande. De pronto, un poderoso ramalazo de viento negro se arrojó en contra de mí. Sólo atiné a hundirle la barra como pude, nada más. La sombra negra, el pedazo de viento, dando un grito retumbante, cayó con todo su peso a mis pies. Sin pensar en nada, saqué y volví a meter la barra varias veces en ese maligno cuerpo, en esa malagua salida de la malahora.
Pasado el susto, pude por fin respirar con tranquilidad. Cuando me acerqué, con mucho cuidado, temeroso, para identificar a mi perseguidor, reconocí a mi madre. Era mi madre. ¿Te das cuenta Kathrin lo que había hecho? La había atravesado con el fierro. Ahí estaba mi madre muerta por mis propias manos. Me arrodillé a su lado. Sentí sus ojos vidriosos enfocando mi rostro. Grité su nombre y me maldije por lo que había hecho. Maldije haber nacido y lloré. En eso escuché su voz. No llores, hijo, el demonio ha querido llevarte, menos mal que pude entrar en tus sueños y protegerte. Parada sobre un muro a pocos metros de donde estaba, mi madre sonreía, su rostro estaba feliz, contento. Tu vida es más importante, hijo. Con mi muerte te entrego una vida más. El día iluminaba ya las sombras, amanecía, cuando desperté. Ojalá que sólo haya sido un sueño, ¿o serán los sueños el otro mundo en que habitamos?, dijo finalmente Alejandro.
Me dio un beso. Estás frío, le dije. Tengo el alma helada, me contestó Alejandro, al mismo tiempo que se levantaba. Su cuerpo parecía un bloque de hielo. Sin duda la muerte se había apoderado de su alma, su cuerpo ya no era más que una sombra. Había muerto. Había dejado de existir. Esa mañana Alejandro sólo era un rastro. Un halo sin vida. Sólo viento. Viento frío. Ni él ni yo nos dimos cuenta de eso. Mein Gott, unglaublich! ¡Dios mío, increíble!
Como todas los días, Alejandro entró en la habitación de Daniel, nuestro hijo. Escuché que le decía: nada te va a doler, nada duele en este mundo. Después regresó, abrió la ventana, dijo que hacía buen tiempo, bonito día vamos a tener, el sol está saliendo. Tendremos una mañana espléndida. En un día como estos suceden hechos trascendentales, inolvidables. Por eso me es imposible entender lo que hizo después. Cansada todavía, tuve flojera de abrir los ojos para mirar la hermosura del nuevo día. Eso sí, me llenó de alegría el oír su voz con un tono alegre. La noche anterior, antes de dormir, habíamos hecho el amor con una locura increíble. Esa noche gocé como se debe gozar, sin tapujos y sin vergüenza. El fuego de sus manos supo levantarme entre vientos delirantes, sus dedos galoparon por mi cuerpo como potros enardecidos. ¡Ay!, cómo me encendía, cómo su voz susurrante ardía en mi corazón. Volaba en lo alto der Sieben Gebirge. Me deshacía en nieblas, en vientos caprichosos. Bailando llegó a mis adentros. Cómo ardían sus manos en mis pechos, en mis nalgas, en mi espalda. Su boca salivada cómo quemaba mi boca. Oh Gott! Moría y vivía. Dentro de mí había música, cantaba la dicha. Todo, todo era mío, sólo mío. Liebling, papacito, ven, dame, entra, entra Schatz, Liebling... y terminé en chorros grandes, furiosos, fenomenales, ríos sin fin. Los recuerdos, tan presentes, tan recientes y procaces, me mojaron. Así, húmeda, deseosa, ardiente, puse mi mano en la corola que había vuelto a inflamarse y me quedé brevemente dormida, escuchando el CD que había colocado Alejandro o ese halo sin vida, sin ánimo: procura seducirme muy despacio / y no reparo de todo lo que en el acto te haré / procura caminarme ya como la ola del mar / y te aseguro que me hundo para siempre en tu rodar...
A los pocos minutos, el laberinto, los gritos de la calle me despertaron, me obligaron a levantarme. Me acerqué a la ventana. Desde ahí vi el pijama deshecho, el cuerpo de Alejandro, en la mitad de la calle, en una posición semejante a un paralizado paso de tango. Un grito desesperado se ahogó en mi boca. No supe qué hacer. Al borde de la locura me derrumbé en el sofá. En eso dije: ¡Daniel! Mein Sohn! ¡Hijo mío! Corrí a su habitación. Was ist geschehen, mein Gott?¿Qué ha sucedido, Dios mío? No lo podía creer. Daniel se desangraba. Con una profunda tristeza brillando en sus ojitos se despedía de la vida. Tenía el cuchillo de la cocina clavado en el pecho y el vientre abierto como un inmenso boquerón. Unos minutos más tarde, una llamada telefónica anunció la muerte de la madre de Alejandro. Ese día, enloquecida, vencida, impotente ante la muerte, lloré, lloré sin consuelo. Sigo llorando y un mirlo canta sobre mi tonelada desnuda, se despereza en la baranda del balcón.
© 2002, Walter
Lingán
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