¡Pacha tikra! (¡Mundo revuelto!) - 2

[Ciberayllu]

Walter Lingán

 

Mi tayta, a pesar de su avanzada edad, mantenía un cerebro pleno de lucidez. Su memoria encerraba infinidad de historias antiguas, recuerdos floreciendo. Historias que sabía contarlas a la sombra de los alisos, durante las crudas faenas campesinas. En Cruzpampa se dice que cuando muere un anciano, desaparece toda una biblioteca. Sus manos, acostumbradas al trabajo y a las inclemencias de la sierra, aún se prendían como garfios al arado. Su curtido rostro estaba cruzado de gruesas y añejas arrugas. En sus ojitos negros, redondos choloques saltarines, se ahogaba la noche sin hacer pelea. Leer y escribir no sabía, pero nadie le engañaba sacando cuentas. «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», así decía, y se mataba de risa. Era una risa clara, honda, como el estruendo que hace el agua en las quebradas. Cada domingo en el pueblo, después de vender la carga de leña y de carbón, se emborrachaba sin medir las consecuencias. Acompañado de amigos de otras comarcas cercanas a Cruzpampa, bebía la famosa chicha de jora que preparaba doña Catalina. Entre risas y gritos bebían como si lo hicieran por primera vez. Algunos terminaban dormidos en el suelo. Otros, insolentados por el alcohol, armaban escándalos que muchas veces terminaban en monumentales escaramuzas. Los golpes se sucedían sin pausa, pregunta y repuesta, hasta que la sangre teñía sus rostros y sus manos, hasta que la sangre, roja serpiente, se arrastraba por el suelo. Después, mi tayta, perdido y arrinconado como gallina culeca, restañando sus heridas, decía, para su consuelo: «¡Toma, bruto, eso querías!» Muchas veces, aletargado por el alcohol, se tendía en medio de la calle, y mi viejita, hilando su rueca a un costado, lo cuidaba con paciencia hasta que despertaba. En otras ocasiones, después de muchos padecimientos, lográbamos subirlo al bayo obediente. El bayo trotaba sereno, cuidadoso. Entonces mi tayta: «Pa'su macho, sólo el Amito es más grande que un encaballao», se hacía el gracioso. Los policías del pueblo lo llamaban «el loco Ananías», y mi tayta, tampoco les temía. «Cristianos nomás son», decía. «¡Gramputemierdas carajo, porque tienen uniforme se abusan!», les gritaba. Cuando los policías no estaban con humor para soportar sus majaderías, lo encerraban en el calabozo. Al día siguiente, lo dejaban libre, pero antes, le ordenaban limpiar los retretes de la estación policial. «Pa' qué pues te habrás borrachado, gafazo», se lamentaba, mientras cumplía con su tarea. Solía decir que nadie podrá sacarnos de nuestras tierras. «En este humilde pañuelo de tierra hemos nacido y aquí nos llegará la muerte. A veces, castigadora, nos muestra sus entrañas, remece sus valles y sus montañas; otras veces, amorosa y tierna, nos entrega sus frutos con alegría. Arisca y fiel como la mujer que nos ha tocado en la vida, así, igualita, es nuestra tierra.» La noche siniestra, incendio rojo, negro. Mi tayta, pajarito herido de muerte, en un charco de su sangre humeante, se ahogaba. La tierra, la razón de su vida, le iba robando sus latidos, de uno en uno los absorbía. Una niebla negra amamantaba sus ojos. Sólo será sombra, viento... Para siempre viento o sombra o lucerito triste en el Waqaltu cielo. La guerra, guerra sucia. Un dolor intenso, rabioso, hincando como pajita en el ojo, se acomodó en mi pecho.

Mi viejita salió tras los gritos de mi tayta. Levantó el ensangrentado rostro de su marido, acercándolo a su pecho, quiso prestarle un poco de vida, aunque sólo sean unos minutos para despedirse, para que repare lo grande que es el cariño. Pero pronto, un soldado, águila mensajera de la muerte, la cogió de los cabellos. Sabiendo que sus gritos no servían de nada; chola, india, al fin, maldijo el abuso de semejantes autoridades. «¡Cállate, vieja conche' tu madre! ¡Cállate, vieja loca!», gritaba el soldado. Vino otro y la golpeó con su fusil. Sintió que sus piernas eran de algodón, su cuerpo perdía peso, quiso volar, pero cayó de bruces a la tierra. ¡Pacha Tikra! Polvo. Ceniza. Fuego. Incendio. Los dos soldados la cogieron de los brazos y la arrastraron hasta el centro de la pampa, de la placita. Agripina Mondragón, así se llamaba mi viejita, que en paz descanse, pero la gente le decía «Doña Gripi». Era pequeñita, robusta y ágil, siempre en movimiento. Apurada, siempre corriendo. Criaba sus vaquitas y unas cuantas güishas. El amanecer aún dormía, pero ella ya estaba de regreso con la leche para hacer los quesitos que mandaba a vender al pueblo. Los gallos cantaban cuando ella llegaba trayendo sobre sus espaldas un atado de leña. En medio de los montes tenía sus gallinitas. «¡Tu-tu-tu-tu-tuuuuu...! ¡Tu-tu-tu-tuuuuu...! ¡Tu-tu-tu-tu-tuuuuu!», las llamaba regando puñados de maíz en el patio. Detrás de la casa tenía un cerdo engordando para la fiesta de carnaval. Y en la cocina, alrededor del fogón, alegres correteaban los cuyes tras las cáscaras del mote que les aventábamos a la hora del «caldito verde con sus papas.» Once hijos hemos nacido de su vientre fecundo y «del agua bendita» de mi tayta. Para que la maldicie no entre a la casa, y nacer como cristianos que somos, la viejita había tomado su moroshinku. «Al año al año he tenido mis criaturitas», decía con orgullo.

Desde todas las chozas la gente salía aún somnolienta, con sus sombreros en alto. «¿Qué pasa...? ¡Quién anda ahí...!» Y cuando los soldados: ¡Tataratata!... ¡Tataratata!... ¡Tataratata!, dispararon, se armó la revoltera. Gritos, ayes y lamentos de dolor se mezclaron en medio de ese oscuro amanecer. ¡Pacha Tikra! Viento. Humo. Polvo. Sangre. Los perros desesperados, corrían en una y otra dirección, locos, ladraban y ladraban, intentaban morder a las mortíferas sombras. Enormes sombras vomitando fuego. Mis hermanos también salieron al oír los gritos de la gente, la rabia de los perros. Isabel seguida de su marido. Esteban y Marino sin saber hacia dónde correr. Mavila con su guagüita recién nacida y su marido, Marcelino, gritando: «¡Los milicos... Los milicos!» Isolina no sabía que hacer. Salomé, la más pequeña, palomita tierna, y Agucho, «el conchito», como decía mi tayta, sólo gritaban: «¡Ay, mamita...! ¡Ay, taytito...! ¡Misericordia, ay, Amito!» Las certeras balas asesinas tijeretearon los delicados hilos de sus vidas, sembraron sus dedos en la tierra, inclinaron sus almas abatidas. La tierra lloraba rojez. ¡Pacha Tikra! Polvo. Muerte. Sólo se salvaron, ¡Ay, Dios bendito!, Juan y José que, llevados por el destino, vivían en otros lares, en otros pueblos. El campo, asustado, se sumió en el silencio. Viento. Polvo. Desde la puerta semiabierta de mi choza, abrazando a mi María y a mis dos cholitos, vi como las sombras mataban a los hombres. Sangre. Tierra. Polvo...

Los shapingos disparaban sus metralletas. Levantaban las piedras buscando víctimas. Corrían de choza en choza. Enloquecidos. Eran demonios, gritando: «¡Dónde están los terrucos...!», y ¡Tataratata!... ¡Tataratata! «¡Indios de mierda sólo pa' cojudos sirven!» Golpes y más gritos. «¡Todos van a morir..., de uno en uno, carajo!» Los animales también sufrían con esos endiablados militares. Diablos. Militares. Sombras vomitando fuego. Algunos perros atacaban y, heridos, retrocedían para refundirse por los montes. «¡Indios brutos, carajo..., sólo pa' criar piojos tienen la cabeza!» Las sombras gritaban, insultantes vozarrones. ¿Será que las sombras no tienen piojos? En pocos minutos reunieron a toda la gente en el centro de la plaza. Una plaza cuadrada en la imaginación. Ahí los muchachos jugaban fútbol, bulliciosos corrían tras el pococho del cerdo que sacrificamos para la fiesta de la cruz. Las retamas amarillando. Qué bonita, qué bonita / la flor de la retamita /sus hojitas se parecen / al traje de mi cholita... Los militares buscaban terrucos, sólo encontraron cholos, indios, que no valían nada, que no valen nada. Y esa noche mostraron lo que es la patria. La patria blanca y roja. Esa patria que no tiene piojos. Todas las chozas fueron revueltas, puestas de cabeza. No encontraron terrucos. Retamita, retamita / que creces en las laderas / y tu florcita amarilla / no se parece a cualquiera... Hasta bajo la piedras: sólo cholos, indios y piojos. Eso enrabiaba a las sombras de la patria. «¡Taytito...! ¡Papacito!...», clamaban hombres y mujeres. Lloraban asustados y perdidos en ese infierno que antes fue su tierra, su amor, su vida. Yo te quiero retamita / porque eres olorosita / como quisiera robarte / mañana por la mañanita...

Otra vez estoy en el mundo presente. Abajo, al pie de la montaña donde estaba Cruzpampa, verdea el valle. Muchas voces me llegan con el rumor de la quebrada. Veo desfilar sombreros, ponchos, sombras apenas visibles flotando entre los eucaliptos, alisos y saúcos. Siento la pena de un preso, oigo los latidos de su pecho, su voz es un murmullo: El jefe del batallón militar no se cansa de repetir de que yo soy un asesino. Los periódicos también escriben sobre la maldad que había cometido. ¿Cómo puedo haber hecho eso? No tenía rabia en el corazón. Ningún odio. «Los indios crecen como animalitos sin ley, sin moral», así dicen. Dicen tantas cosas. No tenemos armas, ni somos sombras vomitando muerte. Atrapamos a los truenos, leemos el clima y las tempestades en el cielo. Conocemos el vuelo del viento, el canto del gallo y las penas que trae el malagüero. No sabemos donde vive el presidente y tenemos hambre y también piojos. Con nuestras uñas matamos nuestros piojos, no tenemos armas, no hay rabia en el alma. ¿Cómo puedo haber matado sin clemencia, sin ninguna misericordia, sin escuchar el llanto de las criaturitas, sin oír el ruego de mi mamita, de mis hermanos? ¿Cómo pues?... ¿Cómo? Yerba silvestre / aroma puro / te ruego acompañarme por mi camino. / Serás el bálsamo de mi tragedia / serás mi aroma / serás mi gloria... Tronado, loco tiene que estar ese chacal, el comandante militar, para decir tanta zoncera. Y más zonzos son quienes le creen. ¿Cómo voy a matar al cristiano sin razón? ¿Cómo derramar la sangre del hermano? De sólo pensar en aquella mañana, me ahogo en llanto. Llueve como si llorara el cielo / soplan vientos fuertes / y las punas están más heladas que la nieve / es que la tierra ha guardado en su corazón a su güagüita / a su florcita... Sé que no estoy loco como ese jefe militar. Sólo tengo rabia en el corazón. «¿Quiénes son los terroristas que te dieron las armas, hijo?», me preguntó el juez haciéndose el gafo. «Cumplo con mi deber», me dijo. «Armas no hemos tenido nunca... ¿Armas? No, no. ¿De dónde pues, señor magistrado...? Los soldados llegaron de noche y: ¡Tataratata!... ¡Tataratata!... ¡Tataratata...!, mataron a toditititos. Nadie se salvó, de un canto mataron a toditos. Que la montaña me la cobije / y que el cielo me responda / yerba silvestre / aroma puro. / Serás mi amiga cuando florezcas / cuando florezcas sobre mi tumba... Ya no escucho la voz, sólo siento su alborotada respiración. Las sombras de sombreros blancos y ponchos oscuros están ahora muy lejos, a punto de desaparecer.

Hojas rotas, maíz arrancado desde su raíz, así caían los cuerpos empapados en sangre. «¿Dónde tienen a los terrucos, carajo!», y seguían golpeando. «Perdoncito, taytito del cielo, si es que tienes corazón», gritaban los comuneros abrumados por el miedo. «¡Terrucos no tenemos..., pobreza nomás hay!», y los soldados: «¡Indios brutos, carajo! ¿Dónde tienen a los terrucos, a los terroristas...?», y seguían disparando al cuerpo de la gente. «Estos indios se hacen los cojudos, jefe», y ¡Tataratata!... ¡Tataratata...!, los morocos con sus metralletas sembrando flores rojas en los pechos de las muchachas. «¿Dónde están los terroristas, carajo?», y golpe con todos. «¿De dónde pues taytito sacamos terruco?...», y a balazos le cosieron su cuerpo y su poncho nogal. Cargando en sus espaldas a uno de mis dos cholitos, salió mi María: «¡Santo Dios...!», gritó llevando sus manos a la boca. Cantarle quiero a las flores / al amor y a las estrellas / pero traigo el corazón / enrabiado de injusticias...

Eran tiempos de carnaval. En la pampa, frente al local comunal, estaba la unsha. Fiestita de carnaval / fiestita de no olvidar / las chinas salen preñadas / no saben a quien culpar... María, cholita buenamoza, alegre y saltarina, bailaba sin descanso. Alaja su trenza negra, nidito tibio de quindes y jilgueros, con su shimba colorada. Flautas y guitarras, tambores y violines, acompañadas por voces alegres y borrachas. Mi guitarra y mi garganta / se lucen a todo dar / tomando mi aguardiente / cantando mi carnaval... Después de varios tragos de aguardiente, de cañazo puro de Jancos, perdí la vergüenza y salí a bailar. Alcé el poncho sobre mis hombros y empecé a danzar alrededor de la unsha. La cadena de bailarines se interrumpía para permitir el incremento de nuevos danzantes. El sombrero de María rodó y presuroso me agaché para recogerlo. Nuestras miradas se cruzaron en el instante en que el sombrero fue atrapado por nuestras manos. Sólo fueron segundos en que nuestros mundos se quedaron frente a frente, midiéndose, tratando de adivinar sus horizontes. Desde aquí lo estoy mirando / la cinta de tu sombrero / mala vida estoy pasando / sólo porque yo te quiero... Yo era buen peón, diestro en el manejo del arado. Aunque para esas cosas del amor era todavía medio gafo. Pero malicia no me faltaba. Y así, maliciando, me di cuenta que bajo la bayeta de esa cholita bailarina, se escondía un lindísimo cuerpo de mujer. Yo la robo a esta cholita / la llevo hasta mi pueblo / me la llevo a la quebrada / donde no me halle su mama... Aquella vez que me senté a su lado por primera vez, temblaba como shulko solito en medio del maizal. No sabía como iniciar la conversación. Ella aguaytaba a las güishas escondiendo sus ojos bajo su sombrero medio chilposo. Así estábamos, los dos callados, mirando a uno y a otro lado, sin saber como romper el silencio. Por fin, tartamudeando, todavía con temor, le hablé de cosas, que al recordarlas ahora, me río. Después, ya más tranquilo, le dije: «Los carnavales tienen la culpa y ahora, a como dé lugar, serás para mí. Las palomas que crecen en tu pecho, vendrán a dormir en mis manos. Míralas, como se alocan para volar hasta el nido que abrigo en mi corazón.» Sonriendo como el sol, mirando una punta de su chale, aprobó mis deseos. Un besito tú me diste / como prueba de tu amor / tan dulce como la miel / sabroso como el melón / que ha llegado al corazón... Mi poncho nogal oscuro, tejido por mi viejita, se desdobló para guardar, en cada punta, el calor de nuestros cuerpos a la hora que juntamos nuestro querer. Desde esa tarde, tarde inolvidable, llevo sus ojos en mis ojos, la candela de sus caderas quemando mis manos y su alegría salpicando en mi boca.

El alma se fue rompiendo en mil pedazos. La candela de los fogones, atizados con la paja de los techos, era enormes lenguas crepitantes que se levantaban agigantando las sombras de los militares. Las sombras se movían disparando sus fusiles. Sombras locas. No puedo olvidar aquella mañana siniestra. Salí de mi choza y vi a la muerte, sus aceros comiendo latidos. Había conocido a la muerte de otra manera, por eso creía que sólo venía del cielo, que era cosa del destino. Mis ojos fueron testigos del abuso militar y la tragedia de la gente de Cruzpampa. El infierno y los soldados de la muerte borrando todo rastro de vida. El Chacal está contento. Mi sufrir no le alcanza todavía. La verdad aún tontea, es un sueño. Y la sangre de las víctimas clama justicia. ¿Quién les hará justicia? Los muertos claman venganza. ¿Quién vengará la muerte de tanto inocente? Hay rabia en mi corazón. Tristeza en mi alma. Cantarle quiero a las flores / al amor y a las estrellas / pero traigo el corazón / enrabiado de injusticias... Ahora ya sabemos: la patria no tolera piojos. Han muerto piojos, viva la patria. La patria es la bandera, el himno, el escudo y la escarapela. Eso dicen, flor de retama, amarillita, amarillando. ¿Acaso la patria es el infierno y los soldados sus guardianes, sus jinetes homicidas? Cristo murió por los pobres / y ahora el cielo es de los ricos / con secula seculorum / quieren darnos el infierno... Las ánimas de los muertos, orgullosos luceros en el Waqaltu cielo y que todo lo ven y lo escuchan, vendrán al mundo presente para buscar justicia, día y noche, sin descanso, alumbrarán todos los caminos hasta lograr que la maldad se ponga de rodillas ante el Amito Padre San Román. Entonces habrá justicia. Así cantaba un río / a las orillas de un hombre / afilando su caballo / para matar su cuchillo... No habrá más tristezas y las fiestas reventarán de alegría. Vendrá el Amito Padre San Román contento para bendecir el nuevo día. ¡Pobrecitos los militares, ya les llegará su hora! Zorzalito de mi tierra / tú me enseñaste a cantar / con tu canto, con tu vuelo / respiré la libertad... Zorzalito, zorzalito / ay que canto tan bonito...

A mi tío Roque lo nombré padrino de la comisión que fue a pedir la mano de María. Don Timoteo, el tayta de María, nos recibió en el patio de su casa. Haciéndose el desentendido, disimulando, preguntando a que se debía nuestra visita, nos hizo pasar a la cocina. El fogón ardía. Un calorcito agradable invadió nuestros pechos. Había olor a quesos y maíz tostado, cancha coloreando en un mate. Se habló del buen tiempo, de las cosechas. Se acabó el mate de cancha. El cañazo de Jancos era fuego cruzando el pecho. Entonces mi tío Roque, ducho en convenir matrimonios, fue el primero en lanzarse al ruedo: «Así pues, de esta laya es la vida —empezó diciendo—, la María y el Mateo catay pues se han apalabrao y venimos, ¿no?... Venimos pues pa' formalizar...» Don Timoteo no lo dejó terminar. Reaccionó molesto: «Dejuro que no hay de ser así; la María, guagüita nomás es, cómo pues...» La vieja Esmila, la mamá de mi María, queriendo espulgar sus culpas, dijo: «¿Cómo pues?..., si yo ando de arriba pa' bajo pegada al lado de mi María..., ni que andara poray botadita... ¡Dios taytito!» Mis taytas guardaban prudente silencio.

A las mujeres y a los niños los arrinconaron a un lado de la plaza de Cruzpampa. Andanada de patadas, empujones y disparos se sucedían sin descanso. A la autoridad no hay que darle motivos para que actúe con severidad. Fogonazos y vidas cayendo, rodando. Los soldados luchando por la patria, imponiendo su autoridad. La maldición suelta en el día del juicio final. Los jinetes de la muerte tocando sus trompetas, afilando sus aceros en las fibras de los piojos. «¡Tanto piojoso, carajo!» Mientras más pobres, más piojosos. Entonces la muerte. Sólo la muerte afilando sus cuchillos. Tris, tris, cortando la mala vida, la mala entraña. Retamita amarillita, olorosita, amarillando. Polvo azul, la rojez de la sangre, oscureciendo el cielo. Así, horrible, será el mundo del Maldito, del Shapi. Así será el mundo cuando se voltee, cuando todo se ponga al revés. ¡Pacha Tikra! Tierra revuelta. Olor a muerte. La rojez de la noche asaltando el horizonte. Las mujeres y sus hijos eran pajaritos asustados, florcitas arrancadas por el viento. Retama olorosita, amarilla, amarillando. «Mamita, quiero agua», dijo mi Elías. En sus ojitos inocentes brillaba la luz de la candela con más fuerza. Zorzalito, zorzalito / ay que canto tan bonito. «Agüita, mamita, quiero agüita, mamita...» Un soldado acercó al muchachito un potito con agua, pero le negó a mi María. Zorzalito de mi tierra / tú me enseñaste a cantar. «¡Misericordia, Dios bendito!», gritó mi hermana Isabel. María ya no se daba cuenta de lo que pasaba. Sólo espejos rotos había en sus ojos. Nuestro perro, gusano enroscado en el suelo, gemía, estaba herido de muerte. Un hilo de sangre se escurría de su hocico. Otro de los soldados gritó que no había agua para nadie y, riendo diabólicamente, puso el arma sobre sus espaldas y tomó en sus brazos a mi Elías. Luego, le dijo: «A lo mejor, tú también, cuando seas grande, serás un terrorista» y tiró el potito de agua. Zorzalito, zorzalito / ay que canto tan bonito. El infierno y sus jinetes. La tierra revuelta, levantando polvo, retamita amarillando. ¡Pacha Tikra! Los hijos del Amito Padre San Román maltratados por los jinetes de la patria. Jinetes hechos a semejanza de los chacales. Sin una pizca de humanidad. Hombres matando hombres. ¿Hombres? Eran diablos, hijos del Shapi, el enemigo. Yo no quiero ser el hombre / que se ahoga en su llanto / de rodillas hecho llagas / que se postra al tirano. / No quiero ser el verdugo / que de sangre manche al mundo / ni arrancar corazones / que buscaron la justicia / ni arrancar corazones / que amaron la libertad... Los jinetes de la muerte cumpliendo con su deber. Que los piojos no se extiendan en la patria. A los soldados les pagan, ganan su sueldo. Metralleta al hombro, haciéndose respetar. Poniendo en alto el honor de la patria. Realizando su trabajo lo mejor que pueden. Disparando sus metralletas, para que no digan que los soldados no sirven para nada, que sólo están de adorno. La justicia llegará. No ha de tardar mucho tiempo. Retamita olorosita, amarillo amarillando.

Mi tayta, después de beber un trago del fuerte y oloroso cañazo, también dejó escuchar su palabra: «Como lo manda la vida pues don Timoteíto, al Mateo hay que darle mujer, igual como le damos a la tierra su semillita pa' que aumente... Lo que hay de ser que sea nomás pues. Mi Mateo peonazo bueno es, terrenito dejuro ley de dar pa' que siembre su papita, sus oquitas, sus olluquitos, su maicito, y la casita con comunidá pues haremos. La María será dejuro buena mujer pa'l cholo y...» Doña Esmila entró acompañada de María. ¡Qué hermosura de mujer! María, mi María, retamita olorosita. «¡Qué lindaza es la maldiciada!», decían mis amigos. Mi corazón como una campana se violentaba en mi pecho, María. «Buenas noches, taytitos...», saludó María con su cantarina voz. «Buenas noches, ña Gripi», se volvió hacia mi viejita. «Don Roque ha venido con la familia del Mateo pa' pedirte en matrimonio», le comunicó su tayta. María no miraba a nadie, entretenida jugaba con el guato de su fondo morado. «Desde la fiesta del carnaval me viene persiguiendo. Una tarde, allá en el pozo, me quitó mi chale, todo el rato me estuvo embromando, que me vaya donde él estaba para que me lo dé... Después, dijo, cuando pasen las cosechas, mandaré padrinos para el matrimonio.» Respiró profundo y continuó: «Para hacer cumplir su palabra habrá venido trayendo padrinos.» Los viejos se miraron y se quedaron en silencio, no sabían que decir; en sus cabezas parecían jugar cientos de ideas, de preguntas. ¿Imaginaban lo que ya había sucedido? Si no me la conceden, me la robo. No esperaré más, así pensaba, mientras esperaba la decisión de los viejos. De aquella loma te silbaré / de nochecito no me verán / porque te quiero te esperaré / porque te quiero te robaré. / A medianoche será mejor / cuando dormidos todos estén... Don Timoteo se acercó y abrazó a mi tayta, a mi tío Roque, a mi viejita, diciendo: «Que lo hemos de hacer pues, así será la vida...» Yo recibí un fuerte apretón de manos y un abrazo. Alegría en mi pecho. Entonces mi tayta, contento, sacó una botella de cañazo santacruceño. «¡Salucito, pues, bebamos de mi sangre, ahora, ahora que somos ya una familia...! ¡Salucito, pues...! ¡Salucito, doña Esmila! ¡Salucito!... ¡Salucito, pues, por el cariño de esta casa!» María vino hacia mí. «¿Y ahora, qué?» No entendí su pregunta. Dudé, la miré sonriendo. Su mirada me turbó. «Ya pues, te has salido con tu gusto..., ¿acaso no era yo tu capricho?» Sus palabras me desconcertaron. «Si tus taytas no aceptaban, estaba dispuesto a robarte, caprichito», le dije tomando una de sus manos. María quiso retirarla, quiso escabullir sus dedos de los míos, pero en ese afán nos sorprendieron las primeras copas de cañazo. María, capullito floreciendo, entró cantando en mi vida. Mi corazón era un solitario gavilán suspendido en el cielo. Gavilán llevando en el pico una presa con miles de sueños. Hasta la mañana bailamos y emborrachamos mi entrada al mundo de los mayores.

Las mujeres, con una hilera de hijos, flecos colgando de sus caderas, cruzaban sus manos y, llorando, rogaban por sus inocentes criaturas. Desde sus ojos shushitos, puquiales tristes, se escurrían el dolor y la pena. «¿Por qué Señor, acaso no hemos hecho tu fiestita de año en año? ¡Nunca te olvidamos, dios taytito..., y todavía diay, nos mandas de castigo maldiciao tan dañino!» El alma de la gente también se enrabiaba. Rabia y temor. Miedo y cólera se empozaban en el corazón de la gente. «Señor que estás en los cielos y en todo sitio con tu poder, ¿acaso tu ojo no ve tanta maldición del shapingo soldado?» El cielo empezaba a despertar, la luz del amanecer tenía aún chorros de sombras; negra, negrura que iba aclarando. Carajo, yo también me amargé. «¡Fiesta, baile, todo hemos hecho! ¿Para qué? ¡Por gusto nomás, ingrato, Taytito malpagador! ¿No te da vergüenza ver semejante abuso con tus hijos inocentes? ¿Acaso andas de lado del verdugo? ¿Acaso los jinetes de la muerte te hacen mejor fiesta?» ¿Estará dormido el Amito Padre San Román? ¿Acaso está borracho de tanta fiesta? ¿Qué será pues?... Cielo y diablo se juntaron en el infierno de esa madrugada. Los militares rompían todo. Como fieras pisoteaban todo lo que hallaban en el suelo y gritaban: ¡Somos lo soldados más valientes de la patria! ¿Así será como se sirve a la patria? «En el ejército se aprende a ser hombres», decían algunos taytas de la comunidad. ¡Un soldado no le teme ni al terruco ni a la muerte! Ni los perros se libraron de esa mala hora. Terminaron con el cañazo que don Artemio Silva tenía en su tambito y, borrachos, empezaron a destruir todas nuestras cositas. Todo, todo lo rompieron, lo lanzaron al fuego. Los militares sólo eran risas, gritos y órdenes. Toda la gente estaba ya reunida en el centro de la plaza donde habíamos bailado contentos en la fiesta de Todos los Santos. Como el canshalu arrastrando a los pollitos, así se prendían los militares de las muchachas y su baba, de diablos malnacidos, la mezclaban con sus inocencias. Mala hora. ¡Pacha Tikra! ¡El mundo revuelto! Malditos shapingos, militares de mala entraña, hociqueaban las vergüenzas de las orgullosas flores de la comunidad. A Salomé, mi tierna hermanita, a rastras y a golpes, le rompieron su bayeta. Se agitaba luchando contra la fuerza de los soldados, pajarito desplumado por el gavilán en medio de la chacra. ¡Infinito dolor en las entrañas! Con lo que pudo, con las uñas, se prendió del soldado que mancillaba sus tesoros más profundos como un salvaje enloquecido. El soldado, al sentir que las uñas de Salomé penetraron en su piel, se levantó gritando, su bota aplastó el cuello de la muchacha. La autoridad no podía consentir tanto ultraje a la patria y clavó la bayoneta en la mano derecha de Salomé. Ante los agónicos gritos de Salomé, se levantó desafiante el grito militar: «¡Ja-ja-ja-ja...! ¡Ja-ja-ja-ja...! ¡A todos los terroristas los vamos a comer así, carajo!»

La voz llorosa del preso se oye otra vez. Su tristeza empaña mi luz. Me encamino por la faja palma y me acerco un poco más hacia su prisión. Lo alcanzo a ver. Está desesperado y dice: Para no ver el infierno desatado aquella noche, me pellizco los ojos, quisiera evitar que se cierren y me traigan malos sueños. Horribles pesadillas me persiguen cuando duermo. Sueño con ríos de sangre que tratan de ahogarme. Sombras armadas de metralletas, jinetes de la muerte enrojeciendo el horizonte. La sangre cubre mis tobillos, los gritos ensordecen mis oídos, entonces despierto, despierto asustado, gritando, llorando... «Malagüero será dios taytito que haya tanta maldición en el alma del cristiano», recuerdo las palabras de mi viejita, aquella vez, cuando los militares llevaron a los primeros presos de Cruzpampa. «Seguro que la tierra ya se está revolviendo, se está volteando el mundo, y el enemigo, el shapi sabidazo, también lo estará ya volteando al Amito Padre San Román», decía mi tayta. En mi memoria, sin querer, se llenan los recuerdos de aquella noche... ¡Ay, Amito! Quisiera olvidar, pero me falta tiempo. El tiempo cura las heridas y aviva la rabia. Tanto tiempo soportando / tanto abuso tanta maldad / llantos amargos sin causa / que removieron entrañas / tanto tiempo esperando / que llegara ese día / pero llegó con desgracia / la injusticia nos persigue...

«¡Si no nos entregan a los terroristas, los vamos a matar a todos!» Silencio y miedo temblando hasta en las plantas fue la respuesta. El jefe de los militares, el comandante Chacal, gritó desesperado: «¡Los mataremos a todos!» Ya la gente no se quejaba, su dolor era más alto que el silencio de las punas. La injusticia correteando, caminando a más de tres mil metros de altura sobre el nivel del mar, sobre el nivel del hambre, sobre el nivel de la justicia. Los niños, abrazados de sus mamitas, lloraban de hambre, de sed y de miedo. Las muchachas, ultrajadas por los militares, miraban en los cerros todas sus esperanzas rotas. Salomé, sin ilusiones, se desangraba en los brazos de mi hermana Isabel. Cayéndose, débil, sin fuerza, la candela casi ya no alumbraba. De la confusión, al caer la noche pasada, sólo quedaba un dolor abatido en el padecer de los que todavía seguían vivos. «¡Ay, Amito, que la maldicie de todas layas se entre castigando al milico, al soldado asesino!», era el clamor silencioso de la gente. Ya no se puede esperar / para que sirve justicia / si por dinero se vendió / se vendió al tirano./ ¿Por qué sólo para el rico / sólo para él la justicia / y al pobre por ser el pobre / se lo lleva el demonio...

Ahora que estoy cerca de la prisión, veo con mayor nitidez. No creo lo que mis ojos de luz ven en primera instancia. Me acerco un poco más, un poquito más. Sí, ahora estoy seguro, es el cholo Lorenzo Ortiz, el lucero que habíamos perdido. Lorenzo Ortiz se lamenta: «El cristiano seguro que ha de tener la mitá de Dios y la otra mitá del Shapi, asicito será pues», decían los viejos, «sidenó, como ha de haber mal cristiano.» ¡Malaya mi suerte! Solito en este encierro, sin nadie quien me visite. Una hora me sacan para ver al sol, para mirar el cielo gris. La verdad de su justicia me ha declarado culpable de la muerte de los comuneros de Cruzpampa. Así, como ahora veo la claridad del sol, de los luceros, las ánimas de nuestos muertos, así vi como El Chacal, sin pena alguna, hizo estallar los cuerpos de Teobaldo Quispe, Gabriel Cotrina y Juan Ramírez. Sus cuerpos, pedazo-pedazo, regados en la plaza, piedras en el camino. En el aire, en el viento, están sus vidas, piden justicia. ¡Ay, soldado! ¡Ay, Patria! ¡Sinchis y soldados malditos! Ya no se puede esperar / para que sirve justicia / si por dinero se vendió / se vendió al tirano... Con estos ojos, que el gusano los ha de comer con gusto, vi cómo los soldados deshonraron a las muchachas. Aún resuenan en mis oídos sus gritos desgarrando el sereno frío de esa madrugada, tortolitas moribundas. No puedo olvidar a esas sombras, shingos bailando y brincando sobre la desgracia, arrastrando a los muertos. A ese Chacal mandando a sus soldados a cortar la hombría de los muchachos que se defendían como toros bravos, su raza no debería morir. «¡Maldiciados jijunas!», grité en mi pecho para darme valor, para evitar que la locura entre en mi cuerpo. Asesino. Loco. Dicen que estoy loco y no escuchan mi palabra. Nadie quiere saber la verdad. A los jueces les he repetido hasta el cansancio que no estoy loco. No tengo truenos en la memoria, sólo recuerdos de una verdad que nadie quiere oir. ¿Tronado? No, no señores jueces. Es El Chacal quien les ha metido la idea de que estoy tronado y que, junto a un grupo de terrucos, maté a la gente de Cruzpampa. ¿Por qué no me escucha, señor juez, aunque sea por última vez? Después de la masacre, realizada por los soldados al mando de El Chacal, mi cuerpo, sin vida, viajó por el mundo presente, pasé por el cielo de la Warme luna, descansé un tiempo en el Rupaytiyana y en el Lunapatiyana, visité a los hombres Chibche en el otro mundo y también estuve en el mundo sin cielo, el Ukupe tutayane, mi ánima subió por la faja palma y se convirtió en lucero del Waqaltu cielo. Así fue como también me avine a pasar por el puesto de la guardia civil para denunciar los hechos. Los policías llamaron a los Sinchis. Chompas negras y pasamontañas, los Sinchis me colocaron una capucha y me llevaron ante los soldados, que tenían su cuartel detrás de la escuela. Me ataron las manos y dijeron que quedaba en calidad de prisionero. El Chacal empezó con el interrogatorio. Conté lo que había sucedido y les pedí que detengan a los fascinerosos, a los asesinos. «¡Tú no has visto nada, cholo de mierda!», me dijo El Chacal y empezó a golpearme. Cansado, y al ver mi desfallecimiento, me otorgó unas horas de tranquilidad. Después vinieron a mi celda otros soldados. Nuevo interrogatorio, esta vez no me golpearon, al contrario, fueron benevolentes conmigo. Otra vez conté lo mismo. Más tarde volvió El Chacal. «Eres terco, cholito, pero yo te voy aplicar la medicina que necesitas...» De nuevo las mismas preguntas, los mismos golpes. «Yo sé que tú eres terrorista, tú estás del lado de Gonzalo, ese comunista conchasumadre que no tiene ni Dios ni patria.» Me sacó la venda de los ojos. «Yo quiero ayudarte», me dijo El Chacal. «No soy terrorista», le contesté. «¡Tigre!», llamó, «es tuyo.» El Tigre vino acariciando sus manos y empezó a golpearme. Luego vinieron dos soldados más y reforzaron la golpiza. Estaba claro, querían obligarme a decir que yo era terrorista. Eran golpes contundentes, por momentos el sentido se transtornaba. «¡Tú has masacrado a los comuneros!». ¡No!, les contestaba, pero no escuchaban. Ellos no querían escuchar. Los defensores de la patria son sordos, son ciegos, señor magistrado. Mi tayta decía: «Pa' los pobres no hay justicia.» «¡Tú has masacrado a la gente de Cruzpampa!», y con sus fusiles ¡toc! ¡toc! me golpeaban en esta mi cabeza, que a veces es tan dura para entender ciertas cosas. «¡Tú has masacrado a los comuneros!», y la sangre era un río ahogando mis dolores, mis lágrimas. «¡Tú has masacrado..., tú has..., tú...!», y tanta fue la golpiza que el mundo empezó a esfumarse en la niebla. Viajaba sobre crespones de algodón, surcaba un cielo negro, negrísimo. Estaba entrando al reino de la muerte, pero desperté chorreando agua. Vomité. Mi camisa lloraba sangre y mis pantalones cagados, orinados, eran una sola pestilencia. Las preguntas y los golpes volvieron con la misma violencia de antes. Masacre, comuneros, golpes... Terruco, terruco pendejo. Mi cuerpo casi ya no resistía. El Chacal me dijo al oído: «Si dices la verdad», o sea su verdad, «que eres terruco y que con tu gente has matado a los soplones de Cruzpampa, yo te voy a ayudar. En nombre de la patria, olvida lo que has visto y, mañana mismo, te dejaremos libre.» ¿Si usted hubiera estado en mi situación, señor juez, qué hubiera hecho? Yo no quería más golpes, creí que no iba a soportar más, ya estaba muerto y por eso la muerte ya no me asustaba. Como usted ve, señor magistrado, sólo soy un lucero, el ánima de un muerto, que busca justicia. La cárcel no ha comido a nadie; si ya estoy muerto, me dije, esperanzado, saldré un día, alguien escuchará mi verdad, y tranquilo, finalmente, iré al waqaltu cielo a ocupar mi sitio y alumbrar a la tierra todas las noches. Pero El Chacal me engañó..., y me trajo para declarar la manera en que maté a los comuneros de Cruzpampa. Además, me han convertido en terruco, en asesino. Señor juez, esto que acabo de contarle, es la verdad, mi verdad. Si usted, señor juez, no hace justicia, llorará el día en que el Amito Padre San Román lo ponga entre el Waqaltu cielo y el Ukupe tutayane...

Desde temprano el sol alumbraba las altas crestas de los cerros, clareaba la sangre y el dolor de la comunidad de Cruzpampa. El humo ceniciento retorciéndose en las espirales del viento. Duelo por los muchachos muertos en la mirada vidriosa de las mujeres, de las criaturas y de los ancianos. De nuevo, otra vez, se iniciaron los abusos. El viento rumoreaba con algarabía, cuando los ancianos comenzaron a enterrar a los muertos en las fosas cavadas en la misma plaza. «¡Ahí, también, serán enterrados vivos, si no me dicen para dónde se fueron los terrucos!», gritó El Chacal. Los niños no podían entender lo que pasaba. «Mamita, ¿cuándo viene el Mateo para que nos defienda de estos morocos tan malos?», preguntó mi Benjacho. Isolina, mi hermana, le tomó la cabecita entre sus manos heridas. Esas hábiles manos que muy temprano habían aprendido a tejer hermosos pullos atravesados de lindos shuyos, que con maña sabía robarle al arcoiris.

El dolor era piedra creciendo, endureciendo, en el pecho de los comuneros. Don Serafín Becerra, teniente gobernador, altivo como un cóndor, se acercó al jefe militar y le dijo:

—Esto no es de cristiano. Gente de paz nomás somos nosotros.

—Cállate, viejito de mierda, y mejor dime dónde están los terroristas... ¡Los terrucos!

—¿Terrucos? No hay pues. Aunque nos mate. Yanca será. ¿De dónde vamos a sacar terrucos? Gente de trabajo nomás hay...

—¡Indio cojudo! ¿Te haces el inocente, no?

—Mire nuestros muertos. Como animalitos sin ley los has matado con tu gente. ¡Abuso es jefe Chacal...!

—¡Pendejo eres! ¿no? ¡Ahora vas a ver lo que es la ley...!

El Chacal bajó la metralleta de su hombro y apuntó al anciano atrevido. Hubo silencio. Don Serafín Becerra dobló su poncho sobre sus hombros y puso el pecho frente al asesino, pero el disparo hizo trizas su brazo derecho. Un grito se contuvo en el cuello de los comuneros. El anciano valiente, lanzando un largo y extraño sonido de dolor, cayó envuelto en su poncho color onzadeoro. La tierra quemante bebió su sangre. ¡Pacha Tikra! El Chacal se le acercó y volvió a disparar, esta vez, la cabeza de don Serafín Becerra estalló en pedacitos. «¡Ay, Amito, Dios del cielo!», gritaron las mujeres y corrieron junto al cadáver del anciano, huanchaco pecho colorado. Los soldados retrocedieron, pero el comandante Chacal, lleno de maldad, ordenó que disparen. ¡Tataratata!... ¡Tataratata!... ¡Tataratata...! En pocos minutos desapareció la vida de nuestra comunidad. Después cortaron los dedos de los muertos, de viejos y niños, y con eso avivaron el fuego que estaba a punto de apagarse. Algunos cadáveres fueron también arrojados al fuego. Calcinados, negros, fueron enterrados en las fosas cavadas por los ancianos.

Terminada su labor de servir a la patria, para eso se les paga, ganan buenos sueldos, los militares formaron dos filas y, al mando de su jefe El chacal, se perdieron por el camino en dirección a San Miguel. Se fueron gritando, cantando:

¡Somos los soldados más valientes de la patria!
¡No le temen ni al terruco ni a la muerte!
¡Viva la patria! ¡Viva el Perú!

Poco a poco las voces se perdieron en la lejanía. Sólo un perro se quedó haciendo guardia sobre la tumba de los muertos. El perro temblaba, aullaba, daba vueltas, y a ratos, se sentaba a lamer sus heridas...

He ingresado a la prisión, con mi luz más suave. Lorenzo Ortiz se ha levantado al reconocerme. Entonces descubro su aureola blanca, brillante. Se despoja de su ropa y aparece toda la fuerza de su resplandor, hermoso lucero. Abandonamos la prisión y nos dirigimos a la faja palma y, por ella, lentamente, empezamos nuestro ascenso al Waqaltu cielo. Mientras subimos, desparramando lágrimas luminosas, me cuenta todos sus sufrimientos en el mundo presente. Nos han matado, pero algún día se hará justicia, le digo a Lorenzo Ortiz. Pensar que la muerte nos ha salvado de seguir siendo simples piedras tiradas en el camino, me contesta. Luego agrega: Desde el Waqaltu cielo seré el lucero de la mañana, la pequeña luz del nuevo día. En la plaza de Cruzpampa / reunión popular / ya todo está decidido / hay que matar la amargura / ya no se puede esperar / para que sirve justicia... Desde cierta altura divisamos el mundo presente: Vemos correr ríos de sangre, hombres que matan a otros hombres, las guerras destrozando los jardínes de la vida. En los sueños de la gente contemplamos sus pesadillas: plazas llenas de negros corazones, manos cubiertas de fuego, llamas enrojeciendo los amaneceres. Hay hombres sensatos, tienen el alma repleta de esperanzas y no dejan de cantar. La locura no podrá vencernos, dicen. Cantarle quiero a las flores / al amor y a las estrellas / pero traigo el corazón enrabiado de injusticias... Desde el Waqaltu cielo contemplamos las montañas, donde se apoya el pueblo de San Miguel. Reconocemos a los cristianos, divididos en dos bandos desiguales, luchando hasta morir. El shapingo ha empezado a doblegar al Amito Padre San Román y es casi ya dueño del alma, de la voluntad de la gente. ¡Ay, Amito...! La luna llora triste, desesperada, en el Lunapatiyana. Sus lágrimas son ríos de luz plateada y ruedan por el camino ardiente de Rupay, el padre sol.Entonces, Rupay cubierto de agua, de lágrimas, se va apagando, se va muriendo, hasta convertirse en una inmensa oscuridad, una noche tan noche, como la fosa negra y fría de nuestro pueblo muerto. ¡Pacha Tikra! ¡Tierra revuelta! ¡Polvo y muerte!

«¡El mundo presente revolvido; todo, todo patas arriba, de cabeza! Cuando el cielo envejezca, al Amito Padre San Román le quedarán pocas fuerzas; el Shapi, saliendo del Ukupe tutayane, le ganará, lo mandará al otro mundo, entonces el Shapi, el Enemigo ocupará su sitio. ¡Malaya!, dirá el Amito, pero nada podrá hacer, porque así está apuntado en su libro. De esta manera, todo, todo se hará pampa, un inmenso llano, no habrá ni sol, ni luna, los cerros desaparecerán, se harán planos, ¡Pacha tikra! ¡Polvo! ¡Muerte!... Pa' los pobres no hay justicia, sólo noche, sólo oscurana pues, justicia todavía no hay, todavía no, Señor del cielo», así decían nuestros taytas...

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Comentario privado al autor: © Walter Lingán, 2001, [email protected]
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