La chola uncieñaCuento |
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Víctor Montoya |
a chola uncieña no dejó de pensar en el diablo desde el primer día en que se cruzaron sus miradas. Era la única hija de una mujer entrada en años y de un minero que la cuidaba más que a la niña de sus ojos. No había cumplido aún quince años cuando los pretendientes empezaban ya a merodear por la puerta de su casa, silbando como pájaros y tarareando canciones de enamorados. En tanto su madre, que la celaba con todos y no se separaba un instante de su lado, vivía con la ilusión de desposarla con un hombre que le ofreciera amor y dinero.
Así pasaba los días, encerrada en su cuarto y dedicada a los menesteres domésticos, hasta que una tarde oyó acercarse un caballo cuyo jinete era el diablo. Ella se asomó a la puerta y, sintiendo el fuerte latido de su corazón, miró la fina estampa del caballero, quien le clavó una mirada que la penetró en el alma, mientras seguía a pasitrote, como un fantasma que flotaba en el vacío.
El diablo era un hombre guapo y elegante, llevaba sombrero de jipijapa, capa de terciopelo, reloj con leontina de oro, cachimba de arcilla, botas de cuero charolado y hermosas espuelas ajustadas al calcañar; tenía los ojos de ámbar y los mostachos con las puntas retorcidas hacia arriba. El caballo era un corcel brioso, con herraduras de plata, las riendas con freno de metal bruñido y la montura sembrada de brillantes, rubíes y esmeraldas.
La chola uncieña, de cintura delgada y busto erguido, se quedó mirándolo con la boca abierta, pues ese hombre que le robó el corazón desde el día en que lo vio, era el único forastero, de cuantos cruzaron por el caserío, que tenía la dentadura forrada de oro y la mirada de fuego.
Lo cierto era que nadie más veía al jinete ni escuchaba los cascos del caballo, salvo ella que estaba obsesionada por ese ser que tenía la facultad de aparecerse sólo ante los ojos de la mujer amada, como la alucinación de un sueño en el pozo oscuro de la memoria.
El caballo cruzó por la puerta, la chola uncieña saludó con una sonrisa amplia y el diablo le devolvió el saludo haciendo chispear los ojos y los dientes. Al poco rato, el caballo desapareció en la esquina, la chola uncieña se retiró de la puerta y se metió en la cocina, la cara risueña y el cuerpo atravesado por los flechazos del amor. Su madre, al verla feliz y radiante como el sol de la mañana, no resistió a la curiosidad y le preguntó qué bicho raro la había picado para que estuviese de tan buen humor y rebosante de alegría. La chola se volvió sin contestar.
Desde entonces transcurrieron tres meses sin verlo, hasta que la noche de San Juan, conforme a las viejas tradiciones de quienes celebraban el solsticio de invierno, ella encendió una fogata delante de la puerta de su casa. Pasada la media noche, mientras contemplaba las llamas crepitantes en la fogata, esparciendo las brasas como si los mismos demonios volaran en cada una de ellas, el diablo volvió a aparecerse ante los ojos atónitos de su amada, pero esta vez con un resplandor que no tenía nada de humano.
Nadie más advirtió su presencia, salvo ella que lo vio cabalgado sobre el corcel, la capa tendida al viento y la silueta recortada contra el cielo. El diablo la enlazó con el látigo por la cintura, la hizo girar en el aire y la montó sobre las grupas del caballo. La chola, que por un instante se sintió como atrapada en el ojo de un huracán, tenía las polleras suspendidas sobre las piernas y la mantilla revuelta sobre la cara. El diablo espoleó los ijares del corcel y éste picó a rienda suelta. El rapto estaba consumado: caballo, chola y jinete desaparecieron sin dejar más huellas que las marcas de las herraduras.
Cuando la madre salió a la calle, donde el viento arreaba las voces y los gritos, se enfrentó a la cruda realidad de que su hija no estaba ya alimentando la fogata con la leña. Había desaparecido como por ensalmo, sin que nadie lo notara, ni siquiera los vecinos más cercanos, quienes todavía bailaban, cantaban y bebían largos tragos de aguardiente. De modo que la madre de la chola uncieña, conmovida por este hecho increíble y sobrenatural, la buscó toda la noche por el caserío, calle abajo y calle arriba, hasta que se vio vencida por el cansancio y la resignación de no volver a encontrarla con vida.
El diablo, que cabalgó venciendo los senderos y la distancia, condujo a la chola uncieña hacía las faldas de un cerro. Se apeó del caballo de un brinco, emitió bramidos que inundaban el silencio, desmontó a la chola con el ímpetu de sus brazos y la tendió contra el suelo pedregoso. La desvistió a zarpazos y la hizo suya bajo la luz cenicienta de la luna.
Al amanecer, aquel cerro escarpado y árido del altiplano, que fue el testigo mudo del amor desaforado del diablo, adquirió las formas de la chola uncieña, como si un ser supremo la hubiese esculpido en la roca, vistiéndola con pollera de tierra, blusa con encajes de piedra y sombrero de paja brava.
Los vecinos, ni bien despertaron con el canto de los gallos, se congregaron en un canchón del caserío para dar con el paradero de la chola que desapareció sin dejar vestigio alguno. Los más viejos se guiaron por las huellas de los cascos del caballo, que los condujo hasta las faldas de un cerro, donde vieron por primera vez la silueta de una mujer esculpida por el diablo. Ante semejante prodigio geológico, que podía dejar pasmado a cualquiera, no cabía la menor duda de que allí fue poseída la chola uncieña, cuyo cuerpo no se volvió a encontrar ni vivo ni muerto, como si el diablo se la hubiese llevado directamente al infierno. En ese mismo lugar, bajo el manto cristalino de la escarcha, los lugareños pudieron ver las pisadas de las pezuñas del diablo, quien dejaba profundas huellas por donde andaba. Tal era la fuerza de sus pisadas, que hasta las piedras y las rocas quedaban como tierra recién labrada.
Desde ese día, los lugareños creían que el cerro estaba maldecido por el diablo y que la chola uncieña, cuya silueta pétrea no pudo ser destruida por el tiempo, ni por el viento ni por la lluvia, tenía el poder del imán para atraer a los hombres desprevenidos. El temor era tan grande, que nadie se atrevía a cruzar por sus faldas en las noches de luna creciente, por miedo a ser embestido por el caballo del diablo y ser aplastado por su galope.
Algunos arrieros que anduvieron por allí, contaron que debajo de sus pies escucharon la voz de la chola uncieña, quien, quejándose con ayes de dolor, decía: «¡Sáquenme de aquí, donde el diablo me tiene encerrada como a una esclava en el infierno!» La voz brotaba desde el vientre del cerro y se proyectaba en ondas sonoras, como si el lamento de una quena se quebrara entre las cañadas y los riscos. Otros decían que los hombres que se atrevían a cavar el cerro, atraídos por sus hechizos y encantos, aparecían muertos en los brazos de la chola uncieña, cuyas risas y quejidos se escuchaban en las corrientes del viento. La única manera de evitar la muerte y los maleficios, era persignándose tres veces y haciendo una cruz con los dedos.
La víctima más mentada fue un forastero que, traicionado por su propia borrachera, fue seducido por la belleza de la chola uncieña, quien, guiñándole el ojo y enseñándole el naciente de las piernas, lo condujo del brazo hasta el cerro, con la intención de poseerlo con la misma furia con que ella había sido poseída por el diablo.
El forastero, arremangándose la camisa, empezó a escalar la pared rocosa a fuerza de pies y manos. A ratos, sujetándose de las rugosidades y grietas de la roca, levantaba la mirada para observar la cima, donde estaba la imagen de la chola uncieña, los atributos de mujer ardiente y la sonrisa a flor de labios. Él, creyendo tenerla desnuda delante de sus ojos, siguió trepando como cabra que tira al monte, mientras ella lo miraba desde arriba, lanzando carcajadas que hacían eco a lo lejos.
Cuando el forastero alcanzó la copa del sombrero, que en realidad era un farallón que se levantaba como un muro enterizo, un súbito viento le arrebató las fuerzas y lo desplomó vertiginosamente hacia el vacío. Los gritos de auxilio se confundieron con las risas de la chola uncieña, quien, a poco de poseerlo en cuerpo y alma, volvió a meterse en los dominios del diablo.
Tres días después, bajo el sol que se alzaba entre los cerros, un grupo de arrieros encontró el cadáver del forastero. Estaba descuartizado y sus extremidades yacían a tiro de piedra una de la otra.
Así es como la chola uncieña pasó a constituirse en uno de los personajes más temidos de cuantos registra la tradición minera. Todavía hay quienes dicen que en los días de tormenta, ella llora y ríe inundando el silencio de la noche, mientras el bramido infernal del diablo, que se desata con los truenos y relámpagos, posee un resoplido tan fuerte y frío como los vientos que silban en las pampas y los cerros de Uncía.
Comentario privado al autor: © Víctor Montoya, 2001, [email protected]
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