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Paco Umbral: 4x4 de la gran literatura

Francisco Umbral, escritor sin freno,
es una vertiginosa aventura de libros y metáforas.

Víctor Hurtado Oviedo

 
 

Uno —quien, en esas cosas de las bellas letras, tiene una basta cultura— voltea el libro y sonríe cuando lee: «Francisco Umbral es el mayor prosista castellano del siglo XX». ¿Sí?: ¿«el mayor», ese hombre de pelo-paja que apenas mira desde dos pozos de miope? Después, uno lee el libro y ya no sonríe al volver a aquel elogio realista. Más tarde, uno dice a un amigo:

—Leí un libro de Francisco Umbral.

—¿Umbral? ¿Quién es Umbral?

Nada nuevo hay bajo el Sol. Cuando Colón volvió, dijo:

—¡Ey! Vengo de América.

—¿América? ¿Qué es América?

América es un continente; Umbral es un continente. Sobre el vasto territorio de noventa libros, él urde el asombro de una literatura que es fiesta crecida, sentenciosa, burlona y perpetua. La suya es una sola e interminable palabra que se alarga y teje, como una serpiente, la manigua de un verbo glorioso.

El 10 de mayo de 1996 le fue concedido, en España, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por ser «uno de los primeros prosistas de la lengua española del siglo XX», según el jurado, presidido por el director de la Real Academia Española, Fernando Lázaro Carreter.

Víctor García de la Concha, secretario de la Academia, opina: «Umbral es uno de los primeros prosistas españoles contemporáneos». Miguel García-Posada, crítico de literatura del diario «El País», considera que Umbral «es uno de los primeros prosistas de este siglo». Para el novelista Miguel Delibes, «Umbral es el escritor más renovador y original de la prosa hispánica actual». El diario «ABC» editorializó: «Su lenguaje, "canalla" y sublime, pertenece a las grandes cimas de la literatura española de todos los tiempos». Camilo José Cela lo ha llamado «mi relevo».

Señor de claridad

Nacido en Madrid el 11 de mayo de 1935, Francisco Pérez Martínez (para el registro civil, no para la historia) fue llevado pronto a Valladolid. La suya fue una infancia de franquismo y hambre gris. Los niños «estábamos descubriendo esa cosa tan fascista de que el mundo está bien hecho», escribe Umbral. Su voraz infancia de lecturas se abrió a una adolescencia imantada por la pasión del idioma; mas, breve de dinero, posición y estudios, cayó en el periodismo.

Fue reportero de libreta en mano. Desde entonces, lo suyo ha sido el ágora populosa y móvil de las calles, el teclear urgente de los diarios madrileños y el humo conversador de las tertulias del Café Gijón. Hace 35 años que escribe en periódicos. Hoy es el columnista-lujo de «El Mundo», de Madrid.

Sansón literario atado a columnas de periódicos, vive para la furia de escribir, como en un sacrificio y un gozo. Tiene más libros que años, y hace un artículo por día, más ensayos, entrevistas y semblanzas. Sus novelas, memorias y estudios son paseos —a veces, carreteras de vértigo— donde una palabra llama a otra, y a otra, y todas forman así una lujosa cadena de imágenes que de pronto ciegan con el brillo de la inteligencia y la sorpresa.

Umbral sorprende al lector porque antes ha sorprendido a la palabra. La hace decir cosas que ella nunca soñó de sí misma. Umbral retrata una cena: «Ensaladas confusas, pescados asirios, whiskies de botella gótica, vino dorado que olía selva recién llovida». Paco Umbral ama tanto a la palabra, que le compra trajes nuevos y la saca a pasear por las calles del libro o del diario para que todos vean que aquel sustantivo («pescados»), humilde y viejo, puede también vestirse como un dandi con un adjetivo inesperado.

Umbral redime a la palabra (y nos redime) de las prosas de pie plano que andan por los libros de éxito marcando el paso blandengue de moda. Umbral siente y propaga la decencia del verbo.

Es un barroco (lo han comparado con Quevedo: gloria suprema) que nunca se hunde en las sombras. Nótense las diferencias: a Cela —otro gigante— le brotó el acné senil del experimentalismo, perdió el rumbo y se desbarrancó por la senda oscura por él mal hallada (ya ha resucitado). Igual ocurrió con el diáfano Gabriel García Márquez cuando se le dio por no entenderse y publicó El otoño del patriarca. Moraleja: pasado cierto límite, quien juega con las palabras, pierde.

Umbral, no: todas sus líneas se entienden. Es un barroco que no juega con la oscuridad, sino con la luz. ¿Qué lo ha salvado?: el periodismo, que es (o debería ser) la dictadura de la claridad. Umbral descorcha la palabra y deja que la frase fluya. Es claro señor del artículo burbujeante cual champaña o directo como su adorado gin-tonic servido al lector en copa de borde cortante.

Sin embargo, los suyos no son fuegos de artificio. Casi tras cada frase que echa a circular, está el respaldo de oro de una idea (esta es la economía del conceptismo). Escribe: «Los músicos comerciales, como los filósofos, viven de orquestar lo que han hecho otros»; «La resignación es una forma última y menor de la libertad»; «No hay ideología que no esté manchada de autobiografía».

Pese a todo, Umbral es demasiado extenso para cuadrarlo en el escaque del barroco: mucho hay también en él de la picaresca, el tronco más fuerte de la noble prosa castellana. Sus personajes (Umbral mismo lo es) son como lazarillos y andaluzas lozanas que trotasen la noche a cualquier hora del día.

Asesino y caníbal

Paco Umbral postula la tesis homicida y caníbal de que, para aprender a escribir, hay que robar las palabras de otros, hay que comerse a otros. Él mismo es el buen ladrón, el fino Lúculo que ha saqueado y engullido a Quevedo, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Cela, y siguen firmas. Su predación es orgullosa y pública, y se nota cuando Umbral lo quiere, y, cuando no lo quiere, también: su figura «Una pecera de cuchillos estalló en el aire» es hija caníbal de «Las navajas de Albacete relucen como los peces», de García Lorca.

Con la lengua española, Umbral ha hecho lo que Dámaso Pérez Prado con la música cubana —la más hermosa del mundo—. El ensayista Radamés Giró afirma: «Más que el resultado de una evolución de la música cubana, el mambo fue una revolución». Uno puede ascender las gradas que llevan del danzón al chachachá, pero no todas las que suben del son al mambo porque falta la última grada. Este vacío, este peldaño imposible, es lo que se llama genio. El genio es el que llena, con un milagroso vacío, la grada que falta para escalar a lo nuevo. Así ocurre con nuestro escritor, en cuya marmita de brujo bullen mil literaturas para producir solo una, nueva, frutal, Umbral.

Al pie del paredón colmado de su centenar de libros, este galeote del verbo; titán de cuartillas; todo-terreno de las bellas letras; halcón de metáforas; cazador perdiguero de la palabra justa; gozador de la vida como el Arcipreste; caníbal jugoso; invicto mártir de utopías; niño terrible; viejo rebelde; fino como gota y torrencial como diluvio, este Paco Umbral se viste hoy de príncipe con su bufanda roja, se acomoda los lentes profundos y dice: «Soy una bestia de carga de la literatura».


Tiros de gracia

Pequeña antología de Francisco Umbral.

Canibalismo estético

Solo robando de otro se aprende a escribir, y, por eso, la literatura está entre los delitos comunes. El estilo es una cosa de juzgado de guardia. A la burguesía y a los críticos burgueses siempre los han ofendido los estilistas como cosa personal, y los denuncian en la comisaría. Críticos como Clarín necesitan novelistas como Galdós. Prefiero el robo a la influencia. El robo y el asesinato. La literatura se erige sobre un crimen o no es verdad. El robo o el asesinato de otro autor es lo que puede nutrir de sangre y adjetivos toda una obra.

Toda gran obra es un botín múltiple. Al artista le está permitido llevarse el oro de los palacios, siempre que no lo empeñe al día siguiente en Veguillas, sino que haga, de un tenedor, una miniatura a lo Cellini.

El periodista

Nosotros, los chicos, como teníamos poco dinero para libros, leíamos muchos periódicos, muchos artículos, y así, por razones económicas, no hicimos articulistas. El artículo era la flecha rápida que se dispara al aire. Para conseguir un buen artículo hay que quemar un ensayo, un soneto y una noticia. Así era como nos hacíamos articulistas. Una idea rápida, un dinero rápido, la guerra de guerrillas, la lucha de cada día. Se da el golpe aquí y se sale huyendo hacia el otro extremo de la ciudad. Unos artículos pegaban mucho, y entonces convenía salir con unos lirismos refrescantes. El descubrimiento del artículo fue vital para uno, como forma de vida, como forma de lucha, como arma de trabajo, como instrumento de guerra, como explosión lírica, siempre entre el estilismo y el terrorismo, que es como debe moverse un articulista.

Rubén Darío

Indio con entorchados (casi se adivinan los pies descalzos por debajo del uniforme diplomático), "negro" con alma de princesa cachonda y pianista ("negro" lo llama Valle-Inclán, que tanto robó y plagió de él), cuaco idolizado, fabuloso derrumbe humano que iluminó Madrid, que habitó París. Impar como una ruina, precolombino y único, parisiense, madrileño, poeta solo de la noche occidental. Rubén es el que mata a Campoamor, a Núñez de Arce, a los neoclásicos escayolados y a los últimos románticos de peluche. Rubén tiene esa cosa inaugural y festival del que vuelve la esquina de un siglo. Todo genio revolucionario, nuevo, todo el que entorna un siglo y abre otro (y no hablo del calendario), es el hombre que deserta de la realidad dada, que trae una realidad nueva, no sabe de dónde. Lleno de las abrumaciones de todo lo que ya le pesa en la espalda, atlante que carga con el mundo para instalarlo en alguna parte, Rubén se tambalea bajo el peso del universo venidero que se le ha subido a hombros, y los madrileños y los críticos creen que se tambalea de whisky.

Valle-Inclán

Cuando Valle-Inclán cambia de estética y empieza a ser un gran escritor, es cuando comienza a escribir con la mano que le falta, a trabajar su obra con el brazo que no tiene, y entonces le sale un Modernismo zurdo que es ya el esperpento. El esperpento no es sino un subrayado violento de lo que no se ve, para que se vea. Juan Ramón [Jiménez] espiritualiza a Rubén, suprime la orquesta.

Valle-Inclán tremendiza a Rubén, principia a hacer la estética del horror. Valle-Inclán es un pájaro piparro y galaico con los ojos de Quevedo, la barba de los quietistas, el dandismo desplanchado de los malditos y la dignidad aventajada de los hidalgos, con manchas de café. Valle, por supuesto, no respeta los géneros, y pasa de unos a otros como cruza las habitaciones de su casa. Valle-Inclán está en la corriente antigua, violenta y fecunda del pensamiento euroasiático. No en vano escribiría unos ejercicios espirituales que tienen mucho de hindú.

Pérez Galdós

Galdós es exactamente el cadáver ni siquiera exquisito que hay que enterrar, porque, con su obra ingente, memoriosa y vulgar, está apuntalando la realidad convencional y burguesa, la idea burguesa y utilitaria de la realidad. Galdós, pues, es el gran estorbo del 98 y del Modernismo. Galdós, cuando se pone estilista, dice que Tristana tenía "una boquirrita"... Y es cuando arrojamos el libro.

Tuvo, desde muy pronto, cara verde de billete de mil pesetas, avaricia literaria de solterón putañero, alma de portera y una grandeza de indiano enriquecido que se explica por su origen canario, casi americano.

Miguel de Unamuno

Unamuno viste a Dios de barbita de prestamista, jersey alto, zapatos feos y voz aguda e imperativa. Unamuno viste a Dios de Unamuno. Aparte la falta de oído, Unamuno no puede ser poeta porque el moralismo (Dios está obligado a ser moralista) se lo impide. Desprecia los géneros y los destroza, no por una saludable acracia literaria, sino porque pretende convertirlos en herramientas de su relojería divina.

El místico Unamuno no ve la Creación como obra del Creador, sino al Creador como creador de Unamuno. Unamuno, más que buscar a Dios, pretende denunciarlo. De modo que es un místico puro y absoluto, un hombre que se busca a sí mismo a través de Dios, o a la inversa. En estos largos monólogos con Dios (consigo mismo) es donde está el gran Unamuno lírico, adivinador, fluente, profundo y fecundo. Ortega filosofa para marquesas, y Unamuno para seminaristas.

Eugenio D'Ors

Era demasiado cínico para la izquierda, demasiado heterodoxo para la derecha (prefería la liturgia a la Verdad), demasiado irónico para todos, goethiano en un país que no ha leído a Goethe, clásico en un país barroco, estético en un país que sólo hace guerras civiles por la ética. Él se sitúa bajo el signo del oso, añadiéndole una "de" apostrófica a su apellido, por eufonía y por d'annunzianismo, y, en efecto, es el viejo y noble oso catalán, que mira con nostalgia las ciudades de donde ha sido exiliado, hasta que el oso se viste de alpaca clara de verano y baja a tomarse un café a las Ramblas. Lo hizo todo y todo lo hizo bien.

Aporta a la literatura un nuevo género, la glosa, y deja temblando en el aire, para siempre, de modo fascinante, una sutil dialéctica entre lo clásico y lo barroco, la dualidad fecundante de su persona y obra.

Vicente Aleixandre

Estuve con él en Miraflores de la Sierra, un verano, y me dijo: "Este es el paisaje de 'La destrucción del amor'. Grandes ondulaciones del espacio, alta montaña, paisajes plurales, el cielo como un águila al mediodía, el perfume del mundo enverano: perfume macho y hembra de la gran naturaleza. Luego, no todo era inventado.

Dábamos algún paseo por el pueblo y nos hicimos una foto bajo un árbol milenario, de tronco muy ancho, en torno del cual se sentaban los viejos. Vicente, como Rilke, escuchaba el rumor interno de aquel tronco, por el que subían los siglos hasta el esplendor verde de la cúpula. Y, en la cúpula, claro, había pájaros inéditos diciendo su palabra minutísima a los hombres.

Manuel Azaña

Azaña, feo y grande, miope y antipático, lleva dentro un dandy madrileño que luego se afinaría en París, entre putas y libros, hasta llegar a la displicencia desplanchada de los grandes indiferentes, que son los grandes apasionados. Ortega es el juguete filosófico de las princesas, y Azaña no es más que un ateneísta, pregnado de esa aura de sopa vieja y derecho administrativo que tiene el Ateneo de Madrid. Azaña es el que se queda plantado entre la política y la literatura; en Azaña, el verbo se hace carne republicana y habita entre nosotros. A la derecha y los agrarios debiera bastarles con las verdades de plata qual gordo más esbelto de España, al genio natural y moderado de la política, al que los iba salvar a todos, y claro que se enteraron, pero preferían no hablar de eso, sino de las verrugas de Azaña y de su "marxismo" (!).

Estaban ciegos de luz, la luz del gran estadista, y organizaron las tinieblas con brillos de espada. Señorito golfo untado de almagre femenino y popular, iba comprendiendo que sólo podría ser mártir o malogrado. Putas de París y chalequeras de Madrid que lo hicieron hombre, hoy asciende a los cielos en una nube de humo de churros y convento en llamas.

La Guerra Civil

La prosa es el pulso de un país, así como la poesía puede que sea su perfume. España se queda sin pulso durante los tres años de la guerra, como se queda sin cosechas. Jamás un himno militar sustituirá a una metáfora. Las guerras producen mucha literatura, pero después. La guerra, que queda como un formidable estruendo en mitad de la Historia, es, en realidad, un pavoroso silencio: el silencio de un pueblo que ya no piensa, que ya no trabaja con el idioma, que ya no hace todos los días su tarea intelectual, gramatical, creadora. Ese gran silencio, cementerial y obtuso, es lo que oigo yo cuando aplico el oído al pecho de España, aquella España muerta del 36-39, donde solo pegan gritos los cadáveres. Entre la ingente chatarra de la guerra, nadie ha hablado nunca de la chatarra gramatical, literaria, herrumbrada y muda, en que vienen a parar diez siglos de caligrafía y bellas palabras.

Mujeres

[Vedettes] Las supervedettes solían estar en el camerino con una gran capa de vuelo, toda roja y abroquelada, y de la abertura de la capa salían sus piernas largas, sus muslos cónicos, su femineidad temblorosa, excesiva, reiterada y como en peligro. Era la mujer que lo tenía todo, el flan humano, la de ojos claros y luminarios, y los pechos le quedaban grandiosos dentro del corpiño de lentejuelas, como dos palomas gordas en el nido de plumas azules y verdes del vestido, y su piel tenía una calidad que solo tiene la piel de las supervedettes, una calidad de pastelería y de momia egipcia el mismo tiempo, algo atractivo y nauseabundo, una sexualidad oceánica en la que hubiéramos querido perdernos los jóvenes entrevistadores de provincias.

[Flamencas] Las grandes flamenconas, las de mi arma, las que triunfaban en teatros enormes y escorados, como barcos viejos, quietos y salobres. Demasiada mujer. Tenían un algo de axila populosa que nos echaba para atrás. Qué señoras. Movían las manos oscuras y anilladas como mariposas grandes del trópico, con redondeles en las alas, que eran los anillos. Nuestra aparición pálida y delgada era algo a lo que no estaban hechos sus ojos de selva. No tenían la pupila hecha a visiones tan vagas. Sus hombres eran cetrinos, cenceños, remorenos, oscuros, compactos, con la voz negra y el pelo furioso.


Los primeros cien

Estos son los libros publicados por Francisco Umbral: dos o tres por año.

Narrativa

Tamouré (1965), Balada de gamberros (1965), Travesía de Madrid (1966), Las vírgenes (1969), Si hubiéramos sabido que el amor era eso (1969), El Giocondo (1970), Las europeas (1970), Memorias de un niño de derechas (1972), Carta abierta a una chica progre (1973), Los males sagrados (1973), Retrato de un joven malvado (1973), Diario de un español (1975), Mortal y rosa (1975), Las ninfas (1976), Mis paraísos artificiales (1976), La noche en que llegué al Café Gijón (1977), Teoría de Lola y otros cuentos (1977), Los amores diurnos (1979), Diario de un escritor burgués (1979), Los helechos arborescentes (1980), A la sombra de las muchachas rojas (1980), La bestia rosa (1981), Los ángeles custodios (1981), Las ánimas del purgatorio (1982), El hijo de Greta Garbo (1982), Las giganteas (1982), Trilogía de Madrid (1984), La belleza convulsa (1985), Pío XII, la escolta mora y un general sin ojo (1985), Sinfonía borbónica (1987), Un carnívoro cuchillo (1988), Nada en el domingo (1988), El día en que violé a Alma Mahler (1988), El fulgor de África (1989), Y Tierno Galván ascendió a los cielos (1990), Leyenda del César visionario (1991), Crónica de esa guapa gente: Memorias de la jet (1991), Memorias eróticas (1992), Memorias borbónicas (1993), La década roja (1993), Madrid 1940 (1993), Las señoritas de Avignon (1995), Los cuerpos gloriosos (1995), Madrid 1950 (1995), Capital del dolor (1996).

Poesía

Crímenes y baladas . Antología de prosas líricas (1981).

Ensayo

Larra, anatomía de un dandy (1965), Lorca, poeta maldito (1968), Valle-Inclán (1968), Lord Byron (1969), Miguel Delibes (1970), Lola Flores, sociología de la petenera (1971), Amar en Madrid (1972), Diario de un snob (1973), Spleen en Madrid (1973), Crónicas antiparlamentarias (1974), Las españolas (1974), Museo nacional del mal gusto (1974), Diario de un español cansado (1975), Cabecitas locas, boquitas pintadas y corazones solitarios (1975), Suspiros de España (1975), España cañí (1975), Caperucita y los lobos (1976), Las cartas (1976), Crónicas de la Nueva España (1976), Crónicas posfranquistas (1976), España de parte a parte (1976), Las respetuosas (1976), Los políticos (1976), Iba yo a comprar el pan (1976), Mis mujeres (1976), Diccionario para pobres (1977), Las jais (1977), Tratado de perversiones (1977), La prosa y otra cosa (1977), Los ángeles custodios (1978), Ramón y las vanguardias (1978), Diario de un snob II (1978), Teoría de Madrid (1980), Spleen, cuaderno madrileño (1981), Spleen de Madrid II (1982), Diccionario cheli (1983), España como invento (1984), Fábula del falo (1985), Mis queridos monstruos (1985), Memorias de un hijo del siglo (1986), El fetichismo (1986), Guía de pecadores/as (1986), Guía de la posmodernidad (1987), Guía irracional de España (1989), La escritura perpetua (1989), El socialfelipismo (1991), Del 98 a Don Juan Carlos (1992), Las palabras de la tribu (1994), Mis placeres y mis días (1994), La rosa y el látigo (1994), Diccionario de literatura española contemporánea (1995).

 

Comentario privado al autor: © 2000, Víctor Hurtado Oviedo, [email protected]
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