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No todo morirá

Víctor Hurtado Oviedo

Los poetas saben que ya podemos conocer la eternidad.

 
  Los escritores deben cuidar el estilo así como las misses cuidan las uñas: en cada caso, lo mejor de sí mismos. Claro está, las misses llevan ventaja porque se nace con uñas, no con estilo. Hay que trabajárselo. Al estilo se asciende tras pesadas recaídas en la sencillez, de modo que el estilo es una montaña que se sube rodando hacia abajo. Cuesta sangre hacerse de uno; y la confirmación de que importa esta batalla es la alegría con la cual demasiados escritores afirman que el mejor estilo es el claro y sencillo, como si la claridad y la sencillez fuesen lo mismo. No es así. Siempre hay que ser claros; sencillos, nunca.

La literatura creció porque algunos aburridos se jugaron la vida a nuevas formas de decir las mismas cosas. Por ello, ya no hay marcha atrás: después de los delirios barrocos, románticos y vanguardistas, escribir con sencillez es como brindar con agua en medio del banquete de la literatura. Importa qué se dice, pero mucho más cómo se dice. Así, Emilio Salgari es argumento; Francisco Umbral es estilo; Gabriel García Márquez, el honrado promedio para quienes gustan de las «doradas medianías». ¿Qué elegir: argumento o estilo?; en lo posible, ambos; si no se puede, entonces siempre el estilo. 

En las novelas, el argumento es lo que queda cuando se quita el estilo —es decir, cuando se mata la música personal de las palabras—. Si no se cometiera este asesinato parcial de una obra, sería imposible traducirla. Se traducen argumentos, no estilos. «Infame turba de nocturnas aves, / gimiendo tristes y volando graves», escribió Góngora. Puede decirse lo mismo en chino, en inglés y en ruso, pero se perderá la inquietante repetición de una sílaba (‘tur’) que es el aleteo negro de los murciélagos de los que habla el verso. 

Sin embargo, el estilo no es todo: hace falta el tema. Todas las galas del arte, toda esa fronda de milagros que se ha elevado con los siglos, es también una corta baraja de asuntos que vuelven y vuelven en círculos perpetuos, como halcones a la mano del poeta: los temas de la fugacidad del amor, del héroe humillado, de la muerte inevitable, de la eternidad de la memoria... Así pues, cada obra de arte es hija y madre de una estirpe: los rascacielos son pirámides disueltas en obeliscos; Las señoritas de Aviñón resultan ser Las meninas purgadas de reyes y princesas (bien por eso), y las escarnecidas andanzas de don Quijote son el evangélico ascenso al Gólgota contado en dos mil páginas. El mundo y el arte dan tantas vueltas, que a veces nos dejan en el mismo sitio. 

Hace unos 350 años (entonces no había becarios que anotasen las fechas), Francisco de Quevedo terminó lo que sería —según Dámaso Alonso— el soneto más perfecto construido con la lengua española. Quevedo no lo publicó. Parece que, abrumado por la fama de Góngora y por la exuberancia amazónica de los dioses griegos en los versos de Góngora, don Francisco eligió distraerse y dejar, al afán de un amigo, la edición póstuma de sus poemas. José González de Salas los publicó, incluido aquel celebérrimo soneto, que don José tituló Amor constante más allá de la muerte:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría
y perder el respeto a ley severa.

Alma que a todo un dios prisión ha sido;
venas que humor a tanto fuego han dado;
medulas que han gloriosamente ardido;

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

Ya se ve que el tema del soneto es este: aunque yo muera, mi amor, que ha sido tan intenso, me sobrevivirá de algún modo misterioso cuando ya mis venas sean cenizas, y mis médulas, polvo. Basta leer aquel poema a fin de comprender cómo el ángel minucioso de la perfección obsequiaba a Quevedo plumas de sus alas para que el patizambo y miope poeta maldiciente escribiese obras que han atravesado la niebla del tiempo y han mejorado con cada imitador. 

Nada se le escapa a Quevedo: los relojes le preguntan qué hora es, los diccionarios le suplican por palabras, y, para mantenerse en forma, la perfección estudia sus poemas. Empero, su orgullo de hidalgo segundón que no se permite una flaqueza, intoxica de frialdad a la mayor parte de sus versos. Salvo sus abismales poemas de pesadumbre religiosa, en Quevedo, los hijos de la pasión (el amor, el elogio, la ira...) habitan un zoológico de cristal: pulido y reluciente, frío y duro. 

La idea de que el amor pervive a la muerte es tan antigua como el amor y la muerte. Ya Orfeo —Penélope varón y apasionado— había descendido al infierno griego para rescatar a su esposa. Así, el tema de que mi amor sobrevive a tu muerte ha girado en todas las literaturas y hasta ha dado, en este siglo agónico, el bolero Boda negra, impresentable caso policial de necrofilia y de un horror que no es para contarlo.

Lo perturbadoramente original de Quevedo es que él invierte el sentido del recuerdo. Los otros poetas proclaman la continuidad del propio amor después de la muerte del amado; en cambio, con una insolencia que ronda la herejía, Quevedo anuncia que su amor humano sobrevivirá paganamente fuera del cielo y del infierno —en cualquier parte—, aun cuando no haya cuerpos ni mundos, y contra la misma voluntad de dios, quien ha dispuesto nuestra alineación final en las postrimerías. Esta es la grandiosa soberbia quevediana, el giro nuevo que le dio al viejo tema clásico de «non omnis móriar» (no del todo moriré).

Nadie más se atrevió a tanto en punto a una rebelde permanencia (y es lástima porque los rebeldes son necesarios para reafirmar la autoridad). En los siglos posteriores, la audacia de aquel soneto ha engendrado otros poemas, pero ya solo como ejercicio magnífico y retórico; por ejemplos, un soneto del peruano Gustavo Valcárcel («de este modo, el amor en que moría / en polvo enamorado reverbera») y los poemas de Homenaje y profanaciones (1960), de Octavio Paz.

Empero, ¿quién cree que una vieja idea no puede abrir otra vez flores intensas? Existe una, espléndida, del argentino Macedonio Fernández (1874-1953), hombre tenue y siempre cavilante —el silencio fue el ruido de su pensamiento—. Borges dijo de él: «No deja que la realidad lo distraiga». A la muerte de su esposa, Macedonio escribe un poema de una desnudez de asombro, que desprecia al dilatado egoísmo de pretender la eternidad en la memoria de las generaciones. Apenas tocado por el viento de la rima, pero de una música interior y de una sinceridad conmovedora, el corazón late poema. Es este:

Creía yo

No a todo alcanza Amor porque no puede
romper el gajo con que Muerte toca.
Mas poco Muerte logra
si en corazón de Amor su miedo muere.
Mas poco Muerte logra pues no puede
entrar su miedo en pecho donde Amor.
Que Muerte rige a vida; Amor, a Muerte.
   
© Víctor Hurtado Oviedo, 1998
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