Perro de Nueva YorkVíctor Hurtado Oviedo |
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El muerto Henry Miller aún tiene mucho que decir. |
Ya de niño
me gustaba la música del recuerdo. El único inconveniente
era que no me recordaba nada. Extraña condición esa, la de
ser vanguardia del pasado. Quizá, en el fondo, uno nunca cambie:
algunos son siempre conservadores, otros son siempre inconformes, y otros
son las dos cosas, conservadores rectificados por el sentido de la justicia.
Así, se crece oyendo que el mundo está bien hecho, pero uno
entra en sospechas y termina pensando que el mundo giraría mejor
si todos quisieran enseñar al que no sabe y ayudar al que no puede,
en vez de ejecutarles el evangelio caníbal de la competencia: «Tomad
y comed, que es vuestro prójimo». Ilusión conservadora.
A los 18 años, mi lado doctor Jekyll iba para señor, hacia una linda profesión en la vida y con una corbata en el alma. (Después aprende uno que la respetabilidad puede ser solo un estado primario de la falta de imaginación.) Entonces ya había cursado la escuela paralela de los libros: había sido el quinto de los tres mosqueteros, pirata honrado en la Malasia, transeúnte por el centro de la Tierra, y gladiador apostólico y romano en Quo vadis?, novela compuesta por un señor polaco de apellido tan heraclitiano que nadie puede escribirlo dos veces en la misma forma. De aquel camino de perfección me sacó un accidente bibliográfico. Cierta tarde de 1968, un amigo me invitó a conocer a un sexagenario pensionado que gustaba de narrar aventuras libertinas de su vieja juventud ante un auditorio de cuasipoetas, semibohemios, parahippies y plenivagos. Me sumé. Entonces era yo prehistoriador; ahora soy posperiodista. El viejo era un Sócrates de entrecasa que, en el ágora nocturna de un salón frugal, pontificaba a lo pagano con voz oscurecida de tabaco negro y recordaba tras el humo: Cuando esa mujer me dijo adiós, sus palabras sonaron peor que la Sonora Santanera. Su mano frecuentaba hondos vasos de licor broncíneo, y los cubos de hielo resonaban entonces como campanillas de oro que llamasen al ofertorio del güisqui. Pronto salió a andar por la conversación un libro aún vestido de una leyenda negra de censuras. El viejo me lo dio: tenía la generosidad de prestar libros para siempre. Era una traducción mejicana de Trópico de Cáncer, en un ejemplar descabalado por el tránsito de manos. Lo leí con un asombro que me ha durado décadas. Trópico de Cáncer, de Henry Valentine Miller (1891-1980), había sido publicado en 1934, en París, por una editorial de habla inglesa y prohibido de inmediato en Gran Bretaña y Estados Unidos. Solo casi 30 años más tarde, después de tumultuosos procesos judiciales, la impresión del libro fue autorizada en aquellos países. Hay libros que son como banquetes que necesitan de un momento y de una temperatura para dar sazón y gozo. El libro de Miller requiere de un instante preciso de la juventud: el que separa la inocencia de la infancia, de la verdad del mundo, aunque esta sea una verdad alucinante y dura. Debe leerse a Miller antes de los veinte años, cuando todo el cuerpo se inclina hacia el asombro. Después será algo tarde, y habremos pasado caminando por donde debimos dar un salto. Miller llegó a París en 1930, a los 40 años, sin dinero, sin trabajo, ansiando ser el escritor de un solo libro del último libro, el que enterraría a todos los demás porque después de su testimonio sangrante ya no habría nada que decir. De hecho, Trópico de Cáncer es un libro que se narra a sí mismo porque es el estrepitoso relato de su propia creación. Es una cínica autobiografía de la realidad. En París, Miller se añade a una pandilla de escritores holgazanes, artistas chiflados, chulos urgentes y mujeres fatales que se engañan y se necesitan entre sí. Forman un peligrosísimo tropel donde es imposible distinguir porque todos son pícaros y flagelantes. Por hoteles de mugre y tisis, por parques donde duerme como un perro, Miller lleva los originales de su libro. Crecen devorando por la noche a los personajes a los que el autor ha dado el sablazo de unos francos en el día. No hay aquí modo de separar la vida de la obra, y este es el asalto que el neoyorquino vagabundo gana por knock out a los naturalistas del siglo XIX, tan complacidos en su retratismo de los bajos fondos. Aquellos escribían con guantes de goma para no tocar la podre, y sus libros huelen al formol puritano del patólogo. (Como a los falsos amores, a los naturalistas los mata la distancia.) En cambio, en Trópico de Cáncer, autor y libro son una moneda de una sola cara. La garganta es el grito. La fama de este libro denuncia su descaro sexual, la casi ginecológica llaneza con la que trata los instintos primordiales de la rijosidad. Sin embargo, son el hambre perpetua, la angustia de comer, las fuerzas volcánicas que agitan a Henry Miller en sus callejeos parisienses: «He fingido que ya había comido, pero habría podido arrancar el pollo al niño de las manos». Trópico de Cáncer está allí, con su insolencia, pero este libro no pudo ser hecho de otro modo. André Gide sentenció que con buenas intenciones no se escriben buenas novelas; habría que añadir que con malas palabras también puede escribirse gran literatura. Henry Miller no corrompe. Ningún poeta obra el prodigio de cambiar la moral de alguien; a lo más, aviva la semilla previa de la ética o la infamia. Mis amigos que leyeron a Miller aún trabajan para vivir. En cambio, no creo que los grandes canallas sepan de Trópico de Cáncer. Están más ocupados cometiendo el pecado que leyendo sobre él. He releído Trópico de Cáncer veintinueve años después del primer encuentro reincidencia peligrosa, porque algunos vuelven a sus fuentes para ahogarse en ellas. El libro resistió el asalto. He lamentado, sí, su indiferencia casi animal por el sufrimiento de la gente, por la injusticia, ya que el libro está roído por el ácido de un nihilismo que no ha conocido un instante de bravura. Además, cansan sus divagaciones «metafísicas», que nos dan páginas redondas o sea, sin pies ni cabeza. Aun así, el libro mantiene la energía y el humor de sal gruesa que hacen de Henry Miller un nieto marrullero del Arcipreste de Hita, admirable, tonsurado y gozador. Después de todo, el viejo perro de Nueva York sigue escribiendo su grito de libertad. |
© Víctor Hurtado Oviedo, 1997
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