Víctor Hurtado Oviedo
Comenzaré con un error: citar a Hemingway en una nota sobre Borges. El norteamericano escribió: "Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará vayas adonde vayas, porque París es una fiesta que nos sigue".
La lectura de Borges es una fiesta, pero también ha de serlo temprana porque, cuanto más pronto arribemos a ella, más largo será el placer que nos otorgue la música de su palabra suntuosa.
A Borges hay que comenzar a leerlo cuando se es joven: cuando las verdades son tán nuevas, incluidas las del arte. Mejor aún: hay que leerlo en la adolescencia, que es la edad barroca de la vida, armada de antítesis e hipérboles. Leemos entonces a Borges como oímos a un adulto que nos habla como a adultos, en un tiempo en que lo importante es crecer. Leer a Borges es una forma hermosa de crecer, de abrirse a la infinita luz del idioma.
Borges nos rompe el largo cascarón de la infancia y nos borra el tedio de un lenguaje adolescente dormido a medio camino entre el colegio y la esquina. Nosotros, que entonces aún éramos un poco marineros de Salgari o confidentes de Sissi, emperatriz, un día partimos tras un capitán deslumbrante que nos llevó en el viaje sin fin de la gran literatura, la de palacios verbales, héroes, gente, monstruos y también abismos. Es un viaje que acabará junto con nosotros, y ni siquiera entonces, porque los hijos de quienes partimos con Borges, heredarán a nuestro capitán, su nave de libros y su mar de refulgentes palabras: el arte de decir las cosas y el de las cosas bien dichas.
Así, sin desearlo, Borges, ciego luminoso, engendró un vasto culto que ha traspuesto países, continentes, idiomas, y que pasará, incesante, a través de los siglos. Borges no se perderá, nunca, porque es como Abraham, padre de pueblos.
Quizá no siempre Borges enseñe a escribir, pero siempre enseña a leer. Él es el árbol de la sabiduría que nos alista para discernir lo bueno de lo malo en la literatura. Después de conocer a Borges, ¡cuán pobres son ciertos libros de moda! Como la muerte, hacen la vida imposible. De un modo penoso, sus escritores irán al cielo pues tienen la conciencia tranquila; es decir, poco exigente. A la sombra opulenta de Borges, leer alabanzas para ciertos desprestigiosos autores, es como oír elogios para Gloria Estefan cuando uno ha sido criado por Olga Guillot.
Es cierto que, con los años y los desengaños, uno llega a esa etapa -tan sabia- de la madurez que se llama resignación (a veces, uno no cambia, pero la ortodoxia sí). Entonces se comprende que no todos son Borges, y se lee, con placer, la buena prosa industrial de Vargas Llosa, los trucos verbales de García Márquez, el eterno retorno de Francisco Umbral y los graciosos desmaños de Julio Cortázar.
No lo notamos, pero aquellos placeres realistas tal vez se deban a que, por entre los juegos propios de tántos autores, oímos el rumor de Borges. Los maestros leyeron también al Maestro, y lo amaron; y así, al final de algunos grandes libros que nos otorgue la vida, tras estas magias dispares, habrá un único mago. Borges lo dijo mejor en El acercamiento a Almotásim: "En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esta claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad".
Borges nos dejó su idioma: "conjetural", "dictamen", "espejo", "fervor", "coraje"...; sus originalidades, tán recreadas por otros, y el ejemplo de su entrega total a la alquimia de oro de la perfección.
Jorge Luis Borges murió el 14 de junio de 1986, hace diez años. Recordémoslo diciendo sus versos o inventando una ironía. Es nuestro padre.
© Víctor Hurtado Oviedo, 1996