30 abril 2005 |
Cuando la luna se multiplicaCuento |
Rocío Uchofen |
Sé que ustedes se preguntan a menudo, ¿por qué no se ha ido aún?, ¿por qué resiste tanto?
Lo he escuchado muchas veces sin querer y siempre me he hecho la disimulada, entonces ustedes cambian la conversación, y a veces hasta me sonríen, mientras voy de un lado al otro con carpetas de informes o facturas para enviar por fax de inmediato. Lo entiendo, hay que entretenerse en algo, y desde lo sucedido soy un punto de coincidencia en donde todas las opiniones cuentan, hay tanto por rememorar.
Yo también, aunque no lo crean, me hago las mismas preguntas con frecuencia. Mientras me ducho somnolienta, o inserto la tarjeta metrocard en el autobús expreso, o me lleno de café hasta llegar a Manhattan. Nadie, sin embargo, me responde. El interrogatorio no cesa, si los veo a ustedes y aparento la misma sinceridad al saludar o cuando nos despedimos lacónicamente al caer la tarde, me oigo preguntar ¿hasta cuándo? Y avanzo en silencio por la calle o intento cerrar los ojos hundida en el asiento del autobús.
Sé que les da escalofríos imaginar mi llegada a casa y las horas que paso despierta en aquella soledad. Que se compre una mascota, dirán, que se mude a uno de los nuevos apartamentos. Pero, si supieran la verdad, entenderían, que eso tampoco estaría bien, y por tanto, soy un caso perdido, sobre todo, porque no me quiero ayudar, como ustedes opinan y porque también me he vuelto fantasmal ante sus ojos. La historia truculenta que se puede contar en la barbacoa o en la reunión mensual, el ejemplo triste que se yergue como estandarte: «He aquí una muestra más de la putrefacción de valores, no caigan al mismo nivel.»
Lo que no saben es que Warren y yo solíamos vivir de aquella manera desde mucho antes de lo sucedido. Nadie se fijaba en nuestras vidas, por tanto, no debieron hallar absurdo nada exterior.
Sí, yo sabía que los viajes de negocios no siempre existían, o que las estadías de fin de semana en casa de su madre en Jersey eran un pretexto para terminar en Atlantic City. No me importaba, lo sé. Hacía muchos años que no vivía para él, ni para nadie. Sin embargo, sabíamos disfrutar de nuestra compañía. Caminábamos lado a lado hasta el mirador. En ese entonces, todavía no estaba construido el edificio de apartamentos y frente al mar sólo estaba el redondel sembrado de césped con un centro de flores multicolores, la avenida de circunvalación y un grupo disforme de casas a medio caer. Solíamos sentarnos en las banquetas y observar el horizonte. Si era verano, a veces lográbamos contemplar la belleza del atardecer. En invierno, respirábamos el viento que corría gélido y hacía que no sintiéramos la piel alrededor de la nariz. Es muy bueno caminar, dicen las revistas de salud. Warren ya había tenido problemas de lípidos elevados, así que las salidas a pie tenían un propósito. Cuando el clima lo permitía solíamos sentarnos y hablar de nimiedades o hundirnos en nuestros propios pensamientos, mientras las primeras estrellas aparecían o la luna se presentaba en cualquiera de sus formas y se reflejaba en el mar.
El mirador siempre fue nuestro preferido y mejor aún luego de la construcción del edificio. Prácticamente lo vimos nacer. Cierto día encontramos que las casuchas ya no existían y el terreno era una extensión plana rodeada de cercas de hierro. Cada semana hallábamos un cambio, primero fue el armazón, luego el enladrillado y finalmente el acabado que le iba a dar su expresión. Las ventanas fueron puestas con una cobertura de plástico opaco, pero había para ese entonces, un dibujo del proyecto terminado que mostraba la magnificencia de la construcción. El edificio de treinta pisos, tenía la forma de una C que se acoplaba, con la distancia de la circunvalación, a la forma del redondel lleno de flores. Se apreciaba mejor en la imaginación, sobre todo, por el color metálico de la obra, cuyas lunas, según el gráfico iban a tener el mismo matiz y aquello como que le daba cierto glamour, un aire a ultramoderno, que resultaba irresistible a la visión, más aún si la vista de los ventanales iba a ser el mirador, el cielo y el mar, todo en una composición perfecta.
Nos estimulaba la construcción. Encontramos un tema en común, que si bien, no permitía más que intercambios de opiniones de poco alcance, nos mantenía de alguna manera conectados. Hasta en cierto momento hablamos de vender la casa y comprarnos uno de los apartamentos, pero la idea fue perdiendo fuerza cuando nos dimos cuenta de que aquello nos obligaría a ver el mirador a cada instante y le quitaría su magia con el correr del tiempo. No habría además otro sitio a donde ir a caminar, puesto que alrededor sólo había avenidas anchas y multifamiliares con fachadas vencidas por la antigüedad. Nos conformamos entonces con la posición de espectadores de las obras. Se convirtió en el hobby durante todo el tiempo que duró el trabajo.
Al regresar a la casa, cada uno tomaba su sitio, es decir, yo leía en la bañera llena de sales aromáticas y burbujas; mientras Warren se hundía en el sillón del living, a oscuras, tratando de encontrar con el control remoto algo interesante en la televisión. La noche terminaba cuando nos íbamos a acostar. Él se había posesionado de la habitación de huéspedes y yo me relajaba hasta dormir tranquilamente en el cuarto principal.
Finalmente inauguraron el edificio. Aquella semana hubo luna llena y fue la primera vez que vimos la exacta belleza de la construcción. El cielo estaba azul y despejado, la luna iluminaba el mirador, pero la maravilla era darle la espalda a éste y contemplar la multiplicación de aquella vista en los ventanales: casi ciento cincuenta reflejos exactos del brillo, sólo en la parte superior. La forma curva del edificio permitía aquella multitud y otras mutaciones que sólo se aprecian en la superposición de espejos. Si bajábamos la vista, además, podíamos observar que la puerta de acceso (también de vidrio) y los primeros cuatro pisos reflejaban la belleza del lugar y en ella, como dos puntos disminuidos por la distancia, estábamos también nosotros, multiplicados en la iluminación.
Todo aquello nos fascinó por un buen tiempo, hasta que de tanto observarlo, le perdimos el gusto y el espejismo laberíntico se nos volvió cansado y triste. Warren incluso, hasta le agarró cierto rechazo. Nuestras salidas juntos se hicieron más escasas y entonces lo del vicio tomó raíz. Al inicio lo había soportado como soporté tantas cosas en nuestro matrimonio: la idea de que no íbamos a ser padres, los viajes de negocios, la separación de cuentas y finalmente la aceptación de convivir en un mismo lugar como dos extraños, porque no hallábamos una forma de afrontar nuestra vida solos. Supe lo de la otra mujer porque él mismo me lo contó, cuando ya todo era muy tarde en una de nuestros últimos paseos. Me habló de sus encuentros furtivos en la oficina, del olor intimidante de su piel joven y de la tersura inconmensurable de aquellos pezones rosados que lo volvían loco. Habló además de las deudas de juego, que se habían acrecentado más a raíz de la aventura, puesto que ella lo había introducido en cierto círculo ilegal de apuestas en las cuales había perdido mucho más de lo que pensaba y ahora nuestra casa y el auto eran lo único que tenía para pagar. Yo le escuché en silencio, como si me estuviera contando el argumento de la última película. Me sorprendió no desesperarme. Warren y yo ya no éramos una pareja sentimental, aunque compartiéramos muchas otras cosas, así que no me cegaron los celos, mas me incomodó la pasión con la que describía a su amante. Le dije que yo me lavaba las manos en el asunto. Tenía un trabajo propio y mis ahorros que si bien no eran exorbitantes no me iban a dejar en la calle.
El me rogó que no lo dejara solo cuando más me necesitaba. Me contó que debía pagar la deuda y que aunque no era legal, los acreedores eran personas tan peligrosas que muy bien podrían hacernos daño. Incluso su amante jugaba un papel muy importante en aquel acorralamiento, puesto que servía de intermediaria entre las partes. Lo vi reducido, disminuido y lleno de miedo. Pero no se me ocurría cómo ayudarlo, no podía pensar tampoco. Toda la semana me la pasé meditando en los anocheceres, sin contemplar al mar o a su calma, sino al reflejo desenfrenado que me enviaba el edificio.
Luego de cavilarlo por un buen tiempo, me decidí, le dije a Warren que tal vez tenía una forma de salvarlo, pero necesitaba conversar con su amante. Recuerdo la expresión de su cara al proponérselo, las arrugas alrededor de su frente se agudizaron y la piel de su cara se enrojeció. Estaba, sin embargo, tan desesperado que aceptó la propuesta y quedó en traerla con engaños a la casa.
La noche convenida esperé a que todo lo que había planeado con Warren se diera en mi ausencia. La luna estaba llena y la redondez de su luminosidad se multiplicaba como ojos desorbitados en toda la parte superior del edificio. Al bajar la vista, la belleza del lugar se reflejaba y yo me hallaba en él sin reconocerme.
Tal como lo habíamos acordado, la puerta estaba sin seguro. Entré con sigilo sin encender las luces. Subí al dormitorio y conté hasta tres para espantar mis nervios, entonces abrí violentamente e hice mi papel. La mujer era muy joven, pero tenía cierta vulgaridad en el rostro. Su cuerpo desnudo y sudoroso estaba pegado a las sábanas, mi marido se veía ridículo a su lado. Los amenacé con el arma y él, como estaba convenido, utilizó las mismas frases estúpidas e increíbles que utilizan todos los esposos infieles de la televisión. La muchacha, sin saberlo, actúo también de la misma forma en la que lo hacen las amantes lúbricas de las películas, estaba aterrada por el arma y trataba de cubrirse con las sábanas que hasta hace poco le estorbaban. Nuestra intención era crear una atmósfera de pánico en la mujer para luego asustarla, atarla o lo que sea y hacerla hablar para, incluso, llamar a la policía y denunciar la extorsión que le hacían a Warren, pero las cosas se nos fueron de las manos cuando aquella prostituta sacó las garras y se aventó hacía mí y mi revólver vacío. La mujerzuela era fuerte y sus uñas postizas me arañaron los brazos, hasta que Warren se abalanzó y para salvarme la arrojó a la pared en donde rebotó de espaldas contra una de las lámparas y cayó desmayada. Todo el esfuerzo nos había agotado, sin embargo, le pedí que se vistiera de inmediato y me ayudara a atarla para proseguir con nuestro plan. Pero al acercarme al cuerpo me di cuenta de que las cosas realmente estaban saliendo mal: un charco de sangre se empezaba a formar debajo de la cabeza maltrecha de la mujer, la habíamos matado.
Nos quedamos varias horas en la habitación, con la esperanza de que nuestras sospechas fueran erróneas y de pronto el pulso de la mujer volviera y ésta recobrara el conocimiento. Pero mientras más tiempo pasaba, peor era nuestra desesperación. Luego de pensarlo varias veces, decidí que lo mejor era deshacernos de ella, como en las películas. Teníamos las bolsas negras de la basura, podríamos limpiar e incluso volver a pintar todo lo dañado en el dormitorio y nos olvidaríamos del asunto. Warren asintió aunque con dudas. Lo primero fue embutir aquel cuerpo en la bolsa, nos pusimos los guantes de limpieza para que la sangre no se nos pegara en las manos. Finalmente lo metimos en siete bolsas para que no se rompiera el plástico al alzarlo, además lo cubrimos con una frazada para que no se viera raro al sacarlo. Era un poco más de la media noche cuando lo pusimos en la cajuela como quien lleva un mueble cubierto para que no se roce con la carrocería. No teníamos la menor idea de dónde arrojarlo. Todos los sitios frente al mar nos parecían inadecuados y muy evidentes. Terminamos estacionando el auto cerca al mirador, la luna iluminaba la noche y nos señalaba, allí estábamos, repetidos y multiplicados con todos los pecados en el reflejo laberíntico de nuestro querido edificio. Luego de cavilarlo se me ocurrió que tal vez la mejor idea era salir de la ciudad y arrojar el bulto en un sitio más alejado. No buscaban todavía a la mujer y un par de personas mayores no podrían causar sospechas en la carretera. Warren condujo con cuidado y finalmente encontramos un sitio lo suficientemente retirado como para deshacernos del problema. Lo dejamos entre muchas otras bolsas de basura que se acumulaban en una esquina oscura de un lado pobre de la ciudad. Nadie nos vio, al parecer.
Ya en la casa, tratamos de eliminar todo rastro de la muerte de aquella mujerzuela. Lijamos la pared y la repintamos. Desinfectamos y limpiamos la lámpara y el piso. Destrozamos nuestras ropas y los guantes y los metimos en varias bolsas de supermercado, que al día siguiente arrojamos en cada tacho de basura que hallamos en nuestro camino.
Yo me sentía tranquila, era imposible que llegaran a nosotros si no había huellas, pero Warren no lo creía así. Cuando encontraran el cuerpo y lo reconocieran, la relación que tuvieron podría salir a flote y entonces estaríamos en la mirilla. Se sentía inquieto y veía las noticias con ansiedad, tuve que empujarlo para que el lunes fuera al trabajo como si nada y que no se reportara enfermo. Pero en la noche lo encontré peor, era un manojo de nervios. No había noticias del hallazgo del cadáver y pensaba que tal vez era ya una trampa de la policía para que se creyeran a salvo, cuando en realidad ya éramos sospechosos. Desconfiaba de cualquier ruido en la casa o los autos que por casualidad se detenían en nuestra calle. Para no soportarlo más tuve que salir y caminé hasta el mirador. Allí traté de relajarme, pero las palabras de Warren empezaban a hacer su efecto. Pensé en todas las posibilidades mientras me aterraba la forma en la que la luna menguante a medias, se multiplicaba en los ventanales como ojos inyectados, u ojos de muertos que me miraban a mí.
Cuando regresé a la casa, sólo al doblar la esquina me di cuenta del barullo, la policía la había rodeado y muchos vecinos cercaban los cintillos amarillos que habían puesto para cerrar el tráfico. Quise huir, pero la mujer que vivía al lado, me reconoció y gritó: «¡Aquí está la esposa!»
Entonces un hombre alto y apuesto me miró y se acercó a mí, sentí que el mundo entero me atrapaba.
«Lo siento», me dijo, mientras trataba de endulzar su voz. «Los vecinos reportaron gritos y disparos en su casa, hemos llegado demasiado tarde. Su marido ha sido hallado muerto en una de las habitaciones, no podemos informarle más pero necesitamos que nos acompañe a rendir una declaración».
Al día siguiente se encontró el cuerpo de la mujerzuela. Lo conectaron al asesinato de Warren. La policía le había estado siguiendo el rastro a la banda de apuestas ilegales en donde ella era una de las buscadas. Se sabía de la deuda de Warren, así como la de muchos otros. Conectaron ambos asesinatos al mismo grupo de delincuentes, éstos cayeron al poco tiempo y el caso se cerró. La historia sin embargo causó un revuelo en la prensa y fue publicada en todos los periódicos del estado, algunos, incluso, le dedicaron páginas especiales.
Sin embargo, lo sé, para ustedes he quedado marcada. Vivo en silencio, trabajo, me alimento, duermo como siempre. No tenía amigos antes, no me hacen falta ahora. Ya no hallo nada dentro de mí, he matado mi consciencia. A veces la recupero cuando voy al mirador y la luna se multiplica para acosarme.
Entonces huyo de mí para no perderme.
© 2005, Rocío Uchofen
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Uchofen, Rocío: «Cuando la luna se multiplica. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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