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Piojos
Tiempos de carencia

Dos poemas del libro inédito Los hijos del terror

Rocío Silva Santisteban

 
 

Piojos

Me saco los piojos a las dos de la mañana
mi bata blanca se mancha de estrellas negras

sobre la silla del comedor veo un mandil
recuerdo:
una niña llena de llagas, asmática, en la puerta del colegio
esperando para siempre a su papá
me dicen que ta ta ta tan: eres una mujer de éxito
—¿sí?, ¿de verdad?, no lo creo—
quiero que salgas en el who is who
vanidosa comento que quizás eleve mi autoestima
(es un chiste estúpido
por la noche tengo que bañarme
para dejar de llorar)
me equivoco
esos son los grandes pecados
una piojosa sale en The Perú Report
¡te envidio!— me dicen las chiquillas
las miro con compasión
hablo y engullo comida, los críticos literarios
escriben sobre la voz operística que lamenta su gordura
y no saben qué hay detrás de cada gramo de grasa
trabajo como todas, como todas me levanto
y lloro como todas alguna vez lo han hecho
como todas alguna vez lo dejaron de hacer
me saco los piojos
me rasco los sobacos
y me miro en el espejo con el vaho del baño
adherido como carca
—¡cochina!—
—deja de ser dramática—
los rituales repetidos, quizás otras
lloren por el hambre o por el cuerpo en descomposición
es absurda la frivolidad de este sufrimiento, lo sé,
estudio el sistema sexo-género
la ciudadanía y la individuación
pero más allá de mi razón
algo supura
es el moho, la carne podrida, corroída
está adentro
la cociné con paciencia
con cada error
(hay tantos nombres propios)
torpezas que escondo como los piojos
y por más que rastrillo mi cuerpo centímetro a centímetro
no encuentro aparentemente nada
nada de nada
pero están ahí, ahí están aunque no los vea
todos se esconden en esas zonas oscuras
me arden me pican me vuelven loca.

 


Tiempos de Carencia

Domingo. Despierto con el ruido del mar
golpeando la pared del acantilado.

Tengo el libro de Eliot en las piernas
al frente la niña en la cuna, infla los cachetes y parece
que va a pronunciar la magnífica palabra
pero sólo gime. Le digo: ca-ca
ella restriega sus ojos con las manos regordetas
y desde mis piernas la extraña sonrisa de Mr. Thomas Stearn
es una acusación, una amenaza,
la niña lanza un grito
aprieta los dientes las encías enrojecidas
y yo sentada sobre la manta
me convierto en la voyeur de este placer.
Puja, hija mía, puja
esperemos con los dedos entrelazados
la sentencia.
Mr. Thomas Stearn partido en dos por la solapa del libro
me mira fijamente
el iris claro típico de los perversos
y la sonrisa de los bancarios, agestada.
Dime algo, ¿por qué no me dices nada? Habla
y sigue pujando hasta que puedas contar
tus muertos, no se sabe cuántos son ya, mantienen
un sabor misterioso que sólo se siente
en el fondo del paladar.
Las plazas se llenan de visiones de sombras, ojeras
tras ojeras en las colas por un kilo de azúcar
una miga de pan.
Todos estamos aquí con nuestras manos lacradas.
Extiende una vez esas manos
yo abro las piernas y dejo
que él fornique sobre mí como un cerdo
como un cerdo rosado
— frota tu sucio placer, ¡frótamelo!—
por un kilo de azúcar
una lata de leche.
Puja, hija mía, puja
es lo único que me interesa, eso
y rayar esta hoja en blanco
el olor del amoniaco en la batea
y la mitad de un pollo muerto.


 

©Rocío Silva Santisteban, 1999, [email protected]
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