25 marzo 2006 |
La historia sigueCuento |
Rolando Revagliatti |
Jabrellas se hospedaba en una pensión de la calle Maza. Vestíbulo, cocina, baño, retrete, corredores, diez habitaciones, algunas pequeñas, una de las cuales, en el tercer patio, él arrendaba. En ese último patio, en «la piecita del fondo», que en realidad no era más que un sucucho —al lado de «la carbonera», habitáculo donde no se guardaba carbón, sino trastos—, vivía Blanca, una copera a la que el hijo de la encargada, ciclotímico de ocho años, le alcanzaba el desayuno pasadas las dos de la tarde. En ese patio áspero había canteros, menta, hormigas y caracoles. «La piecita» no tenía ventana, pero sí la de Jabrellas, seborreico cuarentón tirando a gordo, empleado del subte, línea «A». Calvo, con cara de luna abollada y el nacimiento de la barba muy marcado. Servicial, cuando no dormía sus once horas sagradas. Jabrellas, anticipado del estéreo, en su día de franco nos inundaba de música clásica y Dajos Bela. La encargada solía encarecerle que le cambiara los cueritos de las canillas. La pareja de la pieza frente a la cocina, que les pasara alguno de sus tres discos, todos boleros, ya que ellos carecían de combinado. Los paraguayos, otros pensionistas, que les saliera de testigo en un trámite ante un ministerio. Los de la habitación enorme que separaba los dos primeros patios, lo reclamaron un domingo para jugar al truco. Las mellizas y el padre de las mellizas lo solicitaron por asuntos de electricidad. Otra vez, él se ofreció para entablillarle provisoriamente una pata a Mini, la quisquillosa perrita negra de Norma, la sufrida hija de la catamarqueña. También ayudó Jabrellas a correr muebles, a baldear, a podar la parra. En las paredes de su cuarto exponía fotografías enmarcadas de mujeres desnudas (pubis, aparte). Lindas fotografías: artísticas. Como del Playboy de los años cincuenta. En su ropero, dentro de sobres marrones, había muchas otras fotos con motivos similares. Cuando su madre y sus hermanas caían a visitarlo desde Baradero, los cuadritos eran ocultados, y a un par de clavos en sendas paredes les colocaba un almanaque y un dibujo. Sólo con prostitutas mantenía escaramuzas eróticas a las que Jabrellas se entregaba por períodos de no más de noventa minutos cada quince o veinte días. Le gustaba pagarles y jamás pichuleaba. Parecía conforme con su régimen de veintidós, veintitrés o veinticuatro encamadas anuales. Del bello sexo comentó en cierta expansiva oportunidad, que observando a unas adolescentes en Gath y Chaves se le había ocurrido la siguiente frase: «Todas las jovencitas son jóvenes». Rasgo de sutil ingenio y perspicacia. Jabrellas tendía a sonreír, a mostrarse correcto y mesurado. Los de la sala, el cabo de la policía y su concubina, no lo saludaban. Abonaba el alquiler con puntualidad, usaba trajes, cepillaba con bríos su dentadura. En Baradero, ni mientras cursaba el secundario ni cuando trabajó en la forrajera tuvo novia o filo. Y tampoco en la gran ciudad. Hasta que Blanca, su vecina de patio y jardincito, se lo encuentra detrás de una ventanilla de la estación Loria, y se conmueve, se fija en él, y algo conversan. El caso es que Jabrellas, así, desprevenido, se sorprende el diecinueve de diciembre de mil novecientos cincuenta y ocho, invitándola a Blanca a tomar café en un bar por Congreso, una hora después.
La historia sigue con que ahora están los dos en la pieza frente a la cocina, son viejos, las fotos las vendió Blanca hace más de dos décadas al dueño de un boliche en Lanús, Jabrellas es jubilado, en «la piecita del fondo» Blanca pinta vírgenes de plástico, con lo que le alcanza para abonar el alquiler, tan módico, de la vivienda en la que, con las otras habitaciones clausuradas, son sus únicos ocupantes.
© 2006, Rolando Revagliatti
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Revagliatti, Rolando: «La historia sigue. Cuento», en Ciberayllu
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