14 diciembre 2005 |
Lecciones de mujeres y arenaCuento |
Pilar Valenzuela |
«La educación no se da a todos», «la educación no se da a todos», protestaba la combativa frase motivadora. «Educación», «e-du-ca-ci-ón», «e-u-a-i-o»; ¿no es bacán que la palabra generadora contenga las 5 vocales del castellano? Era mi primer día como alfabetizadora voluntaria en un Club de Madres del pueblo joven más organizado del Perú y me sentía recontrafeliz. Acababa de culminar mi breve entrenamiento con un nuevo libro especialmente diseñado para pobladores de asentamientos humanos, lo había elaborado una ONG comprometidísima con la causa de los pobres.
—A ver compañeras, ¿qué piensan ustedes de esta frase? —pregunté abriendo el debate.
—Es mentira señorita, la educación sí se da a todos, todo el que quiere puede ir al colegio porque el colegio es gratuito —replicó rebosante la participante más extrovertida ante mi total incredulidad.
—Sí señorita, la educación sí es para todos, está mal tu libro —la secundó otra participante sin abandonar su tejido.
—Sí, sí —asentían todas, entusiasmadas de participar del programa de apoyo social promovido por el segundo gobierno de Belaúnde, el presidente del mapa, la Carretera Marginal y el discurso anacrónicamente florido, que según mi mamá había recorrido «todo el país» a caballo.
A estas compañeras les hace falta un poco de concientización, de marchas, ¡abajo el gobierno acciopepecista, hambreador y entreguista!
—A ver usted compañera Paulina, si la educación se da a todos ¿por qué está participando en un curso de alfabetización? —ya las agarré, ja, ja, ja. —Mejor vamos a organizarnos para hacer el socio-drama. Esta historia ocurre en la sierra, ustedes son de la sierra ¿no es cierto?
—Yo soy de Ayacucho señorita.
—Yo de Ancash.
—¿Quién quiere ser la niña campesina? ¿Quiénes el hermanito menor, la amiga, el padre, la mamá? Ahora que ya conocen la historia vamos a actuar.
Mágicamente el grupo de mujeres se trasladó desde el precario y descolorido local comunal incrustado en pleno arenal hasta una pintoresca comunidad campesina de los Andes sureños. Abandonando su limeña e invariable condición gris-rata, el cielo se pintó de azul, surgieron montañas, algunos árboles, chacritas, casitas de barro, animalitos, quizás hasta una laguna.
—Mira, Paulina, ya llegaron del pueblo los materiales para construir la escuela, por fin vamos a aprender a leer y a contar —exclamaba emocionada una de las jovencitas. Y luego de varias jornadas de trabajo comunal la escuela quedó terminada y llegó el nuevo profesor. Habitas para el profesor, choclito para el profesor, con su quesito más.
—Ahora sí voy a ir a la escuela —se dijo Paulina determinada. —Voy a aprender, voy a avisarle a mi mamá que quiero ir a la escuela.
Pero la mamá le devuelve una mirada triste y baja la cabeza, entonces interviene el padre.
—Los dos no pueden irse a la escuela, alguien tiene que pastar las ovejas. Tu hermanito es varón así que él tiene que educarse, tú tarde o temprano te vas a casar, vas a tener tus hijos, te vas a encargar de la casa, no necesitas aprender, pues, sería un desperdicio; en cambio tu hermanito va a ser el hombre de la casa.
¿Y ahora qué sigue? Ah, sí, Paulina, sollozante, abandona la casita de barro y se dirige a la pampa a pastar sus ovejas. Se sienta sobre una piedra, se envuelve en su mantita de colores protegiéndose del helado viento y desaparece en aquel paraje desolador... Pero en eso, ¿qué haces, Paulina? ¿Por qué regresas a la casa?
—No, papá, yo quiero ir a la escuela.
—Pero hija, no se puede, tienes que cuidar las ovejas.
—Pero papá, yo quiero ir a la escuela.
—No hija, ya te dije que no puedes, tienes que cuidar las ovejas.
—No, papá, mejor mándale a mi hermano para que cuide las ovejas.
—Pero hijita... —titubea la compañera-padre desconcertada ante la sorpresiva insistencia de la compañera-hija.
—Dile que no, así es como está en el libro, esto es sólo un socio-drama, tienes que actuar... —insisto confundida, sintiendo que la situación se me escapa de las manos.
—No, hija, no puedes ir.
—Papá, yo quiero ir a la escuela, papá, ¡déjame ir, papá!
Y ahora la compañera-padre se torna todita hacia mí con los ojos inundados de lágrimas para explicarme, o más bien para suplicarme— pero yo sí quiero que ella vaya a la escuela, señorita —e irrumpe en un llanto incontenible, y cuenta su verdadera historia, y cómo ella no tuvo la oportunidad de ir a la escuela allá en su comunidad de Ayacucho, en un rincón del Rincón de los Muertos, y cómo a ella le pasó igualitito mientras sus hermanos varones sí aprendieron, y por eso ahora soy una burra señorita y no puedo ayudar a mis hijos con sus tareas del colegio.
La compañera-hija también suelta el llanto ante la mirada atónita de un niño que aprovechando el piso de cemento hace bailar un trompo muy quiñado, y ahora tres y cuatro y todas se desatan en historias de niñez campesina, pobre, postergada, sin educación para todos.
—Pero ¿cómo, acaso nunca venían los del Ministerio de Educación para cerciorarse de que los niños asistieran a la escuela? —argumenté en un fallido intento por decir algo inteligente mientras luchaba por reprimir mis propias lágrimas, ¡no llores, carajo!
—Cuando venían mi papá me ocultaba, señorita; me decía escóndete Paulina que viene el señor del Ministerio y no salgas hasta que yo te diga. Ahora mi padre se arrepiente; ahora, cuando me visita, llora, perdóname hijita, no sabía que te ibas a venir a Lima, allá en el campo no se necesita aprender pues, las mujeres no necesitan ir a la escuela, ¿cómo iba yo a adivinar que te ibas a venir a Lima? Perdóname mamacita.
Paulina abraza a su anciano padre y tal vez hasta lo perdona. Y ahora yo también siento que se me humedecen las mejillas, ¿por qué no las dejaron ir a la escuela, so pedazo de machistas?, ¿por qué ser mujer tiene que doler tanto? Otra compañera toma la posta y esta vez la historia incluye ovejitas y todo, ¿por qué las historias de los Andes son siempre las más tristes? Y me odié por no haberlas dejado tranquilas repitiendo que la educación sí se da a todos, mientras me preguntaba cómo diablos hacer para salir de semejante lío.
El promotor de la ONG comprometidísima con los pobres me había explicado paso a paso cómo poner en práctica el novedoso método liberador. Antes de este libro, las pobres compañeras de los asentamientos humanos tenían que aprender con un texto súper reaccionario llamado Coquito: «mi mamá me mima, amo a mi mamá», ¡qué horror! Él era experto en educación popular y hasta había participado, me confesó con tono conspirativo, en la campaña de alfabetización de los sandinistas en Nicaragua, «En el pueblo de Sandino, enseñamos a leer, al obrero y campesino»; pero para mí que no sabía ni jota del huayco que se podía desencadenar cuando las liberadas eran mujeres en territorio mariateguista. Entonces me abandonaron las ideas inteligentes, ya no aguanté más, ¡qué diablos!, empecé también a llorar a moco tendido y dos de las mujeres me abrazaron, la compañera-padre y la compañera-amiga de la niña campesina...
—Bueno, entonces mejor pónganle ustedes al socio-drama el final que quieran, ya está —resolví recuperando la compostura y mi rol de liderazgo.
—Bueno hijita, sí vas a ir a la escuela, pero también tu hermanito tiene que ir.
—Ya sé, ¿por qué no estudia mi hermanito por la mañana y yo estudio por la tarde y nos turnamos para cuidar las ovejas? —propuso la compañera-hija una solución inverosímil.
—Está bien hijita, vamos a hablar con el profesor, así lo vamos a hacer, los dos van a ir a la escuela.
¡Bravoooo!, aplausos, sonrisas, secaderas de lágrimas, sonaderas de moco, suspiros de alivio, la educación es para todos, incluso para las niñas campesinas de Ayacucho, sin descuidar a las ovejas.
«Lote, quiero mi lote, lo-te, lo-la-le-li-lu», fluía la discusión y las historias de cuando migraron a Lima desde las provincias del interior, del aluvión que destruyó Huaraz en 1970, de la falta de tierras allá y acá, de las invasiones y la represión policial, de los traficantes de lotes, de cómo se fue formando Villa El Salvador, todititos con esteras al principio pero eso sí, bien organizados. Después de todo el libro y el método parecían funcionar, como que se empezaban a notar los resultados. Era conmovedor ver a las compañeras forzar sus vistas cansadas y empuñar el lápiz para trazar una «a» regordeta de colita coquetona, una «ele» temblorosa y vacilante, una «eme» curvilínea y sensual, una promisoria «te» de línea radical. Valía la pena decirle adiós a la Lima decente, la de la burguesía rentista y parasitaria, para viajar una hora y media en autobuses atiborrados de gente que luchaba por un lote, que soñaba con que la educación fuera para todos, con que un buen día al abrir el caño de su casa corriera por fin el agua. Valía la pena aunque tuviera que cambiar de microbús en la Av. Pachacútec llenecita de ambulantes y choros, donde los huaynos y la cumbia chicha se debatían en estridente y mortal duelo, aunque al viajar apachurradísimos nunca faltara un mañoso que sobara «su cosa» contra mi cuerpo solapadamente, haciéndome dudar si fue o no fue, si grito o no grito, si lo cacheteo o no, aunque tuviera que bajarme en paraderos llamados «Chanchería» o «Curva del Diablo», aunque hasta los perros callejeros me agarraran de punto. Ya nos íbamos acostumbrando las unas a las otras, la compañera abuela-paisanita que venía con su nieta a veces ensayaba una tímida sonrisa, el hijito de la Dominga ya no se comportaba como chuncho, el perro del secretario de salud ya no me mostraba sus colmillos en declaración de guerra.
Pero un día de mezquina garúa limeña, la presidenta del Club de Madres, ¿casada? con el dirigente del partido gobiernista nos acusó con su marido, nos declaró culpables de aprender con «otro» libro, que promovía ideas «diferentes». Entonces el marido determinó que éramos comunistas, segurito que aliados del vecino izquierdista dirigente de la Manzana C, y él no iba a permitir que nos metiéramos en SU Club de Madres, ¡habráse visto tamaño atrevimiento!; voy a hablar con el encargado del Ministerio de Educación, voy a exigir que les quiten los víveres, voy a joder a esa estudiante pituca que segurito vive en Miraflores.
—El marido de la presidenta del Club de Madres está molesto porque no usamos el «Coquito», dice que el libro que usted nos dio es comunista.
—No interesa, Paulina, que diga lo que quiera, nosotras seguiremos con nuestro trabajo, jamás claudicaremos frente a Coquito, ni Pepito, ni Chuchito, no pueden permitir que un hombre dirija el Club de Madres, ¿desde cuándo los hombres paren? ¡Qué tal raza!
Según me contaron el caso Coquito versus Alfabetización Liberadora fue elevado a los tribunales de la asamblea general del sábado por la noche. El enfurecido dirigente del partido gobiernista exigía mi expulsión inmediata acusándome de envenenar con ideologías extranjeras las mentes maleables de las incautas madres, el vecino izquierdista dirigente de la Manzana C, con quien yo jamás había cruzado palabra alguna, me defendía ardorosamente arguyendo la necesidad de elevar la conciencia de clase de la población, Paulina y otras mujeres participantes del programa aguardaban boquicerradas hasta alcanzar a adivinar quién se alzaría con la victoria, a algunos vecinos los vencía el sueño, exhaustos tras una semana de arduas jornadas obreras y aún más arduas travesías microbuseras, el llanto desafiante de un bebe amenazaba terminar con el debate hasta que su madre lo sobornó con tremenda teta y el secretario de vigilancia, palo en mano, luchaba por sacar del tenue recinto a un perro carachoso que pata en alto se meaba en las esquinas. Los seguidores del dirigente del partido gobiernista eran tan numerosos como los del dirigente izquierdista de la Manzana C, y uno a uno intervinieron en contra mía y a mi favor, respectivamente. A falta de resolución del problema en las instancias comunales, el del partido gobiernista pateó el tablero del centralismo democrático y acudió a sus correligionarios de mayor rango, quienes a su vez ordenaron a los de la dependencia educativa respectiva que me pusieran en mi sitio.
Y pasó lo que tenía que pasar, los alimentos donados por Canadá y los Estados Unidos no fueron distribuidos más a las participantes de nuestro grupo, gudbái al codiciado aceite, no más harina, adiós trigo. En un principio eso no me preocupó; total, lo importante es que sigamos aprendiendo, cuestionando la injusta realidad en la que viven las inmensas mayorías de nuestro país, desarrollándonos ideológica e intelectualmente, ahora que la educación ya es para todos. Porque ustedes no están acá por los víveres sino porque les interesa aprender, porque siempre quisieron asistir a la escuela solamente que no pudieron porque tenían que pastar las ovejas, porque sus padres las escondieron para que no las vieran los del Ministerio de Educación, porque solamente necesitaban una oportunidad y ahora al fin la tienen, ¿no es cierto, compañeras? ¿No es cierto? ¿Acaso vienen sobre todo por los víveres? ¿Acaso no tienen interés, qué digo, necesidad imperiosa de aprender a leer y escribir? ¿Que no les interesa leer el periódico porque en realidad prefieren la televisión y la radio que son gratis? ¿Que no tienen problema alguno para comunicarse con sus parientes de la sierra porque sus hijos les leen y escriben las cartas? ¿Que les importa un comino hacer la lista del mercado porque se la conocen de memoria y además nunca les alcanza la plata? ¿Que no aspiran a disfrutar del placer de la literatura porque no saben cómo se mastica eso y de todas maneras no están tan locas para echarse encima cien años más de soledad, ni son tan chismosas como para ir hasta la catedral por una conversación?
La mayoría de las participantes no volvió más, no me lo dijeron directamente pero escuché por las que inicialmente regresaron que no podían darse el «lujo» de asistir a clases de alfabetización si es que no recibían víveres a cambio. Eran preferibles las cadenas de Coquito con donaciones de alimentos que la liberación sin ellos. Los días pasaban y las compañeras que volvían eran cada vez menos. A la progresista estudiante de Lengua y Literatura de la privada Universidad Católica le costaba horrores entender que era posible vivir una vida sin escritura y quién sabe, tal vez hasta ser un poquito feliz.
Al cabo de unas semanas sin víveres la única que seguía asistiendo a clase era la compañera abuela-paisanita. Se llamaba Sabina y ahora que me fijaba bien no era tan vieja que digamos, la niña que siempre la acompañaba no había sido su nieta sino su hija a quien no tenía con quién dejar en casa. Vivían solas, el padre las había abandonado apenas llegados a Lima, venían de Huancavelica y algo sutil en ellas las delataba como las más pobres en medio de este mundo donde lo que abundaba eran las carencias. Un día que llegué al grupo residencial por la mañana para conocer el comedor popular visité a Sabina en su puestito del mercadillo, no del mercado que ya era al aire libre y lo suficientemente alicaído, sino del mercadillo donde trabajaban los que no aspiraban a un puesto en el mercado. El puestito era tan pobre y triste como su dueña, unas papitas, unas cebollitas, unos limoncitos deshidratados, allí la palabra «kilo» constituía una ofensa. ¿Cómo se las arreglaría para mandar a su hijita al colegio? ¿Cómo podía la venta de aquellas papitas pagar por el uniforme escolar gris-rata, útiles, cuotas de la Asociación de Padres de Familia? Pero ella nunca se quejaba y seguía asistiendo puntualmente a clase, siempre con la hijita.
Yo no quería ser cruel, claro, pero ¿valía la pena viajar hora y media de ida y hora y media de vuelta, sobrevivir olores imposibles, miradas morbosas y sobaderas, Chanchería y Curva del Diablo, choros y perros latosos, para concientizar a una compañera que carecía de la mínima pasta de líder, que jamás pedía la palabra en las asambleas? A este paso, ¿cuándo se forjaría el poder popular? ¿Cuándo llegarían la revolución y el cambio del sistema? Con razón los fachos dicen (los compañeros nomás lo piensan) que las mujeres no servimos para gobernar. ¿Y ahora, qué miércoles hago? Increíble pues, por primera vez en tu vida, buscas al cura. Pero que conste que no es por motivos religiosos porque la religión es el opio del pueblo, que lo busco solamente en calidad de compañero, de igual a igual, para pedirle una opinión y nada más, después de todo él es de la Teología de la Liberación.
—¿Qué piensas que debo hacer, Luis Fernando? —pregunté con tono ingenuo como quien no anticipa para nada la respuesta.
—Esa señora confía en ti, no la puedes defraudar, tienes que seguir yendo aunque sea por una persona.
Lo odié por haberme dicho lo que yo ya sabía y decidí continuar con las clases y no pensar más en el asunto; extrañamente, me sentí liberada.
Así seguimos trabajando. A veces nos cruzábamos con las otras señoras y conversábamos un poquito, pero eso sí, ellas no podían darse el «lujo» de aprender, ellas tenían que buscar un plato de comida para sus hijos. Sin embargo Sabina es diez veces más pobre que ustedes y ella sí se da ese «lujo», las confrontaba yo en silencio. Que le vaya bien doña Paulina, saludos por su casa, gracias señorita cuídate pues. Pero a decir verdad trabajar con Sabina no era tan entretenido y yo extrañaba las discusiones con las otras señoras, sus historias extremas, sus argumentos que siempre me pillaban desprevenida, sus risas plenas que dejaban entrever la ausencia de uno que otro diente.
Doña Sabina era bajita y delgada, tenía el rostro muy pálido, ojos oscuros y pequeñitos coronados por cejas ralas, nariz recta y labios casi inexistentes que apenas dibujaban dos líneas horizontales. Estos rasgos modestos cobraban cierta vida al contrastar con sus largos cabellos lacios, predominantemente negros mas salpicados de unas canas que le otorgaban prestancia, se peinaba con raya al medio y una trenza gruesa que sujeta por un pili-mili le llegaba casi a la cintura. Siempre con una carga de tristeza a la espalda, con faldón de pliegues y chompa negros sin ser viuda, medias color carne gruesas y toscas más arriba de las rodillas, zapatos negros de taco chato con pasadores. Pobre pero honrada, doña-nadie pero digna, humildísima e impenetrable. No parecía tener ninguna amiga. Su voz era bajita como ella y a veces yo me hacía como que le había entendido para evitar la embarazosa situación de tener que pedirle una repetición tras otra.
—¿Y tú cómo te llamas? —le pregunté un día a su niña.
—Juliana Cruz Villanueva —me contestó también bajito.
Con que Cruz es el desgraciado que las abandonó por otra llegando a Lima, qué apellido tan bien puesto, me mordí los labios para no decirte. Y te regalé un libro para colorear y unas crayolas, y otro día te traje la muñeca que mi primita de Piura se había olvidado en mi casa. Pero hasta tu alegría me era triste, tus «gracias, señorita» me sabían a sal, Sabinita en miniatura, Juliana Cruz Villanueva.
A pesar de la constancia y esfuerzo de doña Sabina el avance era muy lento, prácticamente imperceptible; ella se entregaba a la escritura, pero la escritura se resistía a ella. Sin embargo, a doña Sabina no parecía preocuparle su progreso, y entonces concluí que asistía a clase por no sentirse tan inmensamente sola.
Pasaron los meses y llegaron las vacaciones de la universidad. Yo me sentía feliz porque había conseguido una beca para estudiar quechua en el Cuzco. ¡Por fin iba a aprender runa simi, por fin iba a dedicarme a la alfabetización liberadora-bilingüe! Doña Sabina, Juliana y yo nos despedimos con una Inca Kola familiar, tres bizcochos y un sentimiento sincero. Las volvería a visitar a mi regreso, qué pena que doña Sabina no supiera quechua, en su tierra ya todos hablaban purito castellano nomás. Nada me haría presagiar que ésa sería la última vez que intercambiaríamos sonrisas.
Cumplidos mis tres meses de andina estadía y tras haber articulado un millón de consonantes aspiradas y glotalizadas, regresé a Lima y emprendí el viaje hacia el arenal de las esperanzas y las desilusiones. Cuando iba cruzando el canchón frente al local comunal la señora Paulina me salió al encuentro.
—Ha ocurrido una tragedia señorita, la pobre Julianita ha fallecido, estaba mal de los bronquios y dicen que le dio la pulmonía, no había ni cómo conseguir un carro para llevarla a la posta cuando le agarró el ataque por la noche, ni un teléfono público funcionaba, nada. Todavía la tienen en su lote, vamos para que la veas.
Entramos en una choza de esteras bastante viejas, reforzadas con periódicos amarillentos supuestamente para impedir que penetrara el frío.
—Todos empezamos así, con el tiempo hemos ido mejorando, comprando materiales, construyendo poco a poco los fines de semana. Pero la vecina Sabina es sola, la pobre no tiene quién la apoye, por eso se quedó en esteras.
El frágil cuerpecito de Juliana yacía en la única cama de la choza. En actitud sobrecogedora, doña Sabina gemía bajito arrodillada junto a la cabecera, mientras que con aplomo impertinente la presidenta del Club de Madres elevaba una oración por aquellas desterradas hijas de Eva, «Dios te salve reina y madre de misericordia...».
—Los dirigentes están organizando una colecta para comprar el ataúd, ya están instalando el altoparlante en el local comunal. Mírale su carita señorita, duerme como una angelito.
—Todos tenemos que colaborar pues, para eso somos vecinos. ¿Ahora con quién va a vivir la Sabina? Ni su hijita siquiera ya tiene.
Junto con la pena me invadió una gran rabia. ¿Y si Sabina y Juliana nunca hubieran venido de la sierra? ¿Si se hubieran quedado con cielo azul y montañas, árboles y chacritas, animalitos y casitas de barro, quizás hasta una cocha? ¿Y si en vez de mandar a Juliana al colegio la hubieran puesto a pastar las ovejas? ¿Y si el desgraciado de Cruz no las hubiera abandonado apenas llegando a Lima? ¿Y si el pueblo más organizado las hubiera apoyado para construir su casita y a Juliana no le hubiese dado pulmonía? ¿Y si yo hubiera encontrado alguna forma concreta de ayudarlas en vez de limitarme a mis ridículos delirios alfabetizadores? Warmicha, munaycha, chiquita linda que tan tiernita te has ido...
Sin intentar alcanzar el enripiado emprendí mi lenta marcha hacia la pista, seguida por el perro del secretario de salud que no cesaba de menearme la cola. Mis pies se hundían en cada pisada. Tras las lomas, hacia el lado del mar, el sol también se retiraba. Tenía que salir de allí antes de que cayera la noche, antes de que a mí también me tragara la arena.
Orange, California, marzo-abril del 2004.
© 2005, Pilar Valenzuela
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Para citar este documento:
Valenzuela, Pilar: «Lecciones de mujeres y arena. Cuento», en Ciberayllu [en línea]
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