La
tierra estaba seca,
y tus ojos no miraban
no querían mirar, el sol,
sino el agua, el río, la lluvia;
pero miraban el sol en el celeste cielo,
el sol que secaba tus labios,
el sol que inundaba de sed los caminos.
Tú buscabas el agua, el aire de afuera,
un arroyo para refrescar tu frente,
para humedecer tus labios.
La tierra estaba seca,
buscabas una ola de mar,
mas una ola del desierto
golpeaba tus ventanas.
Estabas solo en el centro del camino.
Era un sueño,
tal vez un sueño amargo,
y debías caminar limpiándote la frente,
con tus pelos viejos, usados por el viento de la vida.
Caminabas y volvías a caminar,
decías que estabas cerca de tu casa;
pero estabas detrás de tu ventana
y la abrías y la volvías a cerrar.
Estabas afuera, solo,
caminando con tu bastón de cera
y no llovía.
La tierra estaba seca,
herida por un rayo de sol
y su piel era un desierto herido
por él ibas buscando la playa de tus sueños.
Tu casa estaba lejos,
te estabas alejando de la puerta de tu casa,
como un niño abandonado,
como un ciego estirabas tus manos en el aire
y nadie te miraba,
nadie quería mirarte.
Palpando los muros de las casas,
te ibas alejando, solo, de tu casa.
La tierra estaba seca,
y esperabas que alguien te llamara
y tú llamabas, pero nadie,
en el páramo desierto que mora en las ciudades,
escuchaba tu voz, y tu voz regresaba a tus oídos.
Tu casa era un infierno y llorabas, solo.
Recordabas el jardín donde habías jugado,
buscabas los prados, las orillas de los ríos,
los bosques, las sombras,
pero sombras no había en ninguna parte.
Tu voz se iba quedando atrapada
entre las rejas invisibles que la iban oprimiendo.
¿A quién llamabas? ¿Tal vez a un hijo,
a un amigo, a un hermano, a quién?
Te doblabas para mirar el suelo, la alfombra,
y no mirabas nada,
sólo el polvo por tus pies rodaba.
Se habían olvidado que existías.
¿Quién podía oírte?
¿Tal vez, un vecino, un pasante, quién?
Nadie.
Regresabas de perfil a tu ventana
y mirabas el sol, el sol sobre la tierra.
Te hubiera gustado ver llover y no llovía,
te hubiera gustado sentir el frescor de la noche,
la noche estaba ahí, pero frescor no había.
La tierra estaba seca,
y tus ojos miraban la tarde, el crepúsculo,
siendo apenas, el alba del día.
Mirabas el armario, el ropero,
mas el espejo sólo retenía tu mirada,
para ver lo que pasaba:
se estaban marchitando tus pelos
se marchitaban de tanto limpiar tu frente.
La tierra estaba seca,
tus manos temblaban en la sombra que ardía:
tu piel, tus ojos, en silencio.
Y tu voz se iba alejando por un túnel,
paso a paso, grito a grito,
en el túnel de la vida.
Estabas solo, como un desgraciado, solo,
habiendo tanta gente, estabas solo.
La tierra estaba seca,
y viento no había para refrescar
la mirada lejana que de tus ojos salía,
para vagabundear por el techo de las casas,
detrás de las puertas que no se abrían,
por las puertas abiertas donde no había nadie.
Afuera, hundías tus pasos en el fango del olvido;
adentro, luchabas con el aire que no había.
Abrías puertas y ventanas
y tercamente, el aire no entraba.
Pensabas que se quedaba afuera,
por eso salías al pasillo, a la calle
y no lo encontrabas.
El aire estaba quieto, invisible.
Pero subir y bajar las escaleras,
te hundías en la nada;
querías sobrevivir al grito lejano,
a la caída violenta de la vida.
Se estaba poniendo la noche entre tus ojos
y luchabas contra el ruido que invadió tu casa.
Ibas de un lado a otro
y al medio día te acercabas a la ventana
y mirabas el sol, el sol sobre la tierra.
La tierra estaba seca,
y tus sueños se iban apagando,
se escondían en las rendijas de la casa,
en los cajones, en los muebles,
en el polvo que iba creciendo con el día.
El soplo extraño llegó a tu cara
como un golpe,
que empujaba los muros de las casas,
que forzaba las puertas y ventanas para entrar,
y después ya no quería salir.
Estabas adentro,
acosado por el aire que golpeaba tu pecho,
que exprimía tu frente,
que hundía sus garras negras
en tu vientre para buscar tu alma.
El aire estaba allí, y no quería irse.
De un lado a otro caminabas
y no mirabas nada.
Así, tropezaste con algo fofo
que no miraste.
Era tu perro, tu amigo, tu único amigo;
aquél que siendo cachorro,
encontraste abandonado en la puerta de una casa.
Te sentaste en la silla y miraste agotado:
¡cómo dormía tu perro!
¡cómo dormía tu gato debajo de la mesa!
Los llamaste con aquella voz de túnel,
esa voz que jamás había salido de tus labios
y volviste a llamarlos,
pero estaban irremediablemente dormidos.
Pensabas que estaban enojados,
que se habían puesto de acuerdo para no moverse.
La tierra estaba seca,
y te estabas durmiendo
pero no debías dormir.
Mojaste tus labios con agua caliente
porque agua fría no llegaba. Nada era fresco.
En el centro de la noche,
pensabas en la lluvia,
en las gotas de la lluvia que resbalaban por los techos.
Te acercaste a la ventana de la noche
y no viste la luz de la casa del vecino,
aquél que siempre dormía con la luz prendida,
aquél que nunca iba de viaje a ninguna parte.
«Al fin se ha ido de viaje», dijiste, eso dijiste.
«Se ha ido a la casa de uno de sus hijos,
por lo menos sus hijos se han acordado de él,
se ha ido de viaje a alguna parte», eso dijiste en voz alta;
pero nadie más que tú oía tu cansada voz
en el desierto oscuro de la ciudad infierno.
Habías ido al parque y en el parque no había nadie.
En el camino no había nadie,
bajo las sombras no había nadie,
sólo palomas que sucumbieron
al aire remoto que tanto las vio volar.
Todo estaba cerrado,
cerrados los corazones,
cerrados los ojos de la gente,
aquella que no quería verte cruzar una calle,
arrastrando tu cuerpo con tu bastón de cera.
Te pegabas a la sombra
y la sombra violenta te expulsaba.
Afuera debías caminar para seguir viviendo.
La tierra estaba seca,
y tú buscabas en los cajones tu nombre,
querías saber quién eras,
querías saber si tenías familia en alguna parte.
Estabas muy lejos de todo
y tenías sed de todo.
El agua fría era caliente,
el aire frío era caliente,
y tus pelos se secaban,
como las hojas de los árboles de afuera.
Las voces y los gritos se fueron apagando,
como las luces que ya no alumbraban,
como los viajeros que ya no volverán jamás.
Y tú no esperabas a nadie,
pero estabas ahí, junto a la ventana,
siempre en alerta,
como si esperaras a alguien,
como si esperaras algo de alguien.
Se terminaba el día,
se terminaba la noche,
y tú estabas ahí,
mirando por un hueco la vida.
Mirabas hacia fuera,
y pensabas que estaba amaneciendo,
pero no cantaban más los pájaros,
aquellos que solían cantar con el alba.
El tiempo era confuso.
Y sentías un olor extraño,
un olor que había entrado a tu casa,
había entrado como un chorro de aire,
por debajo de la puerta.
El olor había entrado y ahora no se iba,
se había fijado en alguna parte de la casa.
Te estabas acostumbrando a vivir con él,
esperando, tal vez, que lloviera,
y lluvia el cielo no anunciaba.
El manto del sol estaba ahí, día y noche,
viéndote por la ventana con un ojo.
Y tú mirabas en la noche, el día,
con una plegaria en los ojos.
La tierra estaba seca,
el aire estaba enfermo
y tu voz se había callado para siempre.
La tierra estaba seca,
la tierra estaba triste,
la tierra estaba enferma.
Y tus ojos ya no podrán mirar,
ni el sol, ni la tierra, nada.
Te fuiste navegando en el olvido,
en el río violento del olvido,
aquél que no perdona nada,
aquél que mora en el pecho de la gente.
Ya no podrás decir, ni oír decir nada.
La tierra estaba seca.
La gente estaba ahí,
con su mirada torcida viendo a otra parte.
La tierra estaba seca,
y los niños no lloraban,
y los niños no dormían, no querían dormir.
La tierra estaba seca,
y bajo el cielo,
una nube negra se acercaba.
París, 14-23, enero, 2004
* * *
© 2004, Porfirio Mamani Macedo
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Para citar este documento:
Mamani Macedo, Porfirio: «Un verano en voz alta. Poesía», en Ciberayllu [en línea]
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