Para mi hija Alba Ondina Manuela
I
Nada es efímero, ni el dolor ni el placer.
Corremos de una puerta a un árbol solitario,
de un puente a una gruta que guarda el tiempo.
Cada mirada es un descubrimiento perfecto.
La lluvia es el sol que ocultan ciertas nubes.
Nuestra palabra es un grito irreversible en la nada.
Escribimos un nombre de alguien que no conocemos.
Oramos en el templo desierto del olvido
y soñamos con Dios encadenado a su dolor.
Somos peregrinos sin fe por el desierto
y dormimos sobre la blanca arena mirando el universo.
Para existir, a veces, inventamos un amigo,
le damos un nombre y con su recuerdo
nos perdemos en un bosque de palabras que se mueven.
Decimos que venimos de otro pueblo y nos confunden
con la lágrima que dejaron los que se fueron.
No conservamos nada del silencio que nos procuró
la suerte, el destino que no deseamos tener jamás.
Como aquel oscuro pasado, sobre la hierba cruzamos
para alcanzar el recuerdo que dejaron los otros peregrinos.
En una calle encontramos la sonrisa de un desconocido,
luego nos sentamos en una piedra para ver
las huellas que sobre la hierba quedan,
y también tu rostro que en la penumbra esperando queda,
amigo, hermano, la palabra que nos salve.
II
Entonces, pienso en la palabra que a todos nos libera
del miedo, de la sombra que cerca la memoria,
del aire que se filtra por las rendijas del dolor.
Pienso en la palabra que a todos nos libera
del dolor que encontramos en este valle.
Pienso en la palabra que nos
nombra un camino,
aquella que nos muestra la ventana, no el olvido.
Pienso en la palabra
que me dio un amigo en la frontera,
aquella que abrigó con un pan todo mi destino.
Pienso en la palabra secreta que a todos
nos espera en alguna parte, desnuda y sola.
Pienso en la palabra que pronunciaron
otros hombres,
aquella que abrió las puertas del insomnio.
Pienso en la palabra que me dejaste escrita en un árbol
aquella que ya escribieron otras manos en otros muros.
Pienso en la palabra
destinada por otros al olvido,
aquella que me nombra, un ruido, una cosa, una imagen.
Pienso en la palabra
que separó las aguas del mar,
aquella que atravesó todo un desierto.
Pienso en la palabra que soñamos
en el fondo de una gruta.
Pienso en la primera palabra que pronunciamos
con dolor, por este camino que nos lleva a alguna parte.
Pienso en la
palabra que no pronunciaré un día,
aquella que todo lo nombra, que todo lo revela.
Pienso en la palabra que
escribí en una carta
a un desconocido.
Pienso en la palabra que mide el tiempo,
aquella que destruye los caminos como las noches.
Pienso también en la palabra que encontré a orillas de un río,
en aquella que me dio un niño en el alba
para cruzar el ancho día.
III
No era la noche sino la luz
No el pasado sino el camino que faltaba recorrer
Eran sus manos agarrándose de una rama
Eran voces que rodaban de sus labios
Era su larga cabellera que jalaba el viento
No era la noche sino sus ojos en la noche como luces
No era una estrella sino una ventana abierta:
era su voz que llamaba en el centro de un bosque y también
el ruido de sus pasos que sobre la arena iba dando.
Yo la esperaba cada tarde
al pie de este roble que sombrea mi cansado cuerpo.
No era la duda sino su voz que cortaba el viento,
su voz que refrescaba todo mi cuerpo en el desierto.
Pero hoy que quiero verla no la veo
y así, hacia una sombra que se mueve en el camino yo me acerco.
Hundo mis pasos en el polvo que ha soplado el viento,
jalo mi cuerpo como se jala una roca del camino.
No era la noche sino la palabra que inventa el día
para que todo fuera diferente en el huerto prohibido,
para que los niños no miraran en sus manos
el hambre,
la sed que corría como un río por los cuerpo de los desgraciados.
Era otra sombra que ya nadie quería recordar,
el rostro que ya nadie quería recordar.
No era la noche sino el viento que baja o subía al cielo.
Era ella, la palabra, la voz que creó todo el universo
y todas las cosas que en el universo existen.
Era la piedra que en la piedra se formaba.
Eran los mares que impacientes me esperaban.
Eran las flores que miraban nuestros ojos en los prados.
Eran los manantiales que nacían del vientre de la tierra.
No era la noche sino un camino abierto que todos esperaban.
No era el fuego sino la fuente del reposo
allí donde encontraran los desgraciados
agua para lavar sus miserables rostros
que vivieron como huyendo de la vida de los afortunados,
pues nada les dejaron sino olvido, indiferencia y desprecio.
Era la palabra que todo lo guarda y todo lo recuerda.
* * *
© 2003, Porfirio Mamani Macedo
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