26 junio 2005

Las desventuras del doctor Zaringo

Cuento

[Ciberayllu]

Pablo Krantz

 

Todo empezó una tarde como cualquier otra en el Museo de Arte Moderno cuando, frente a una pintura notablemente poco figurativa —obra de un tal Juan Espósito—, el doctor Zaringo le dijo a su esposa:

—Mirá, mirá ese pájaro. ¿Lo ves?

Más aburrida que asombrada, la señora de Zaringo debió confesarle que no. Detestaba el arte moderno. Sólo quería terminar lo antes posible con aquella visita al museo y volverse a su casa a ver televisión. Pero su esposo insistió:

—Miralo, miralo bien. ¿No es hermoso, con ese penacho dorado? Parece un águila real. O no: más bien un cóndor, el mismísimo cóndor que ya habrás tenido oportunidad de ver en la mayor parte de las monedas chilenas...

—No, Osvaldo, no veo nada —repitió la señora, visiblemente molesta.

Era cierto: ¿Dónde podía ver su maldito esposo, no digo un águila sino siquiera un gorrión de los más vulgares, en esa serie de cuadrados rojos con fondo negro? ¡Él y su espantosa manía por la ornitología y la numismática! (Eran éstas dos ciencias que la señora de Zaringo detestaba por sobre todas las cosas.) ¡Y su esposo que no perdía ocasión de jactarse de sus pesados conocimientos! Porque de pintura, lo que se dice pintura —ya sea clásica, moderna o de interiores—, la verdad era que no sabía nada de nada.

Y sin embargo, desde hacía unos años, el doctor se obstinaba en visitar todas las exposiciones y los vernissages. Y en acercarse a mirar los cuadros a escasos centímetros de distancia, para detectar supuestos mensajes entre líneas. El pobre, víctima de las malas lecturas, estaba realmente convencido de que así podría hallar el sentido de la vida, o al menos algún número ganador de la Lotería Nacional...

—Sí, ¿y en ésta? Mirá ese mono comiéndose una banana. ¡Qué gracioso es! —insistió.

—¡Mono! ¿Dónde ves un mono?

Aquello ya era preocupante. ¡Su esposo hasta entonces nunca había hablado de monos, ya sea con bananas o sin ellas! ¿Era una nueva manía? ¿Ahora se dedicaría a leer libros sobre eso? Y la señora de Zaringo pensó con desesperación en el licenciado Estévez, compañero de trabajo y amigo de la infancia de su marido y, más que nada, su propio amante secreto (el de ella). ¿Cuándo lograría librarse definitivamente del gordinflón de su esposo? Carajo, ¿dónde veía monos en ese horrible cuadrado amarillo lleno de recortes de diario? ¡Qué porquería que eran esas pinturas!

—¡Ahí! —señaló el doctor—. ¡Pero mirá qué gracia que tiene! ¡Hey, bonito, bonito! Martita, ¿no tenés una galletita para darle?

—Pero Osvaldo, ¿qué galletita? ¿Qué te creés que estamos, en el zoológico?

—¡Uau! —gritó el doctor, señalando un manchón negro y celeste—. ¡Mirá el guanaco! ¡Pero cuidado! ¡Si lo mirás mal, te escupe!

La gente ya empezaba a darse vuelta para mirarlos, y se divertía señalando a aquel gordo de rostro bonachón que gritaba y hacía aspavientos señalando un cuadro tras otro. La señora de Zaringo se moría de vergüenza. Si era una broma, ya había llegado demasiado lejos, para su gusto. Y su gusto no era demasiado complicado: todo lo que hiciera su marido estaba mal.

—¡Basta, Osvaldo! ¡Estás haciendo el ridículo! ¡Vení, tomate tu pastilla de Lexotanil y quedate tranquilo!

—¡No me j-j-jodas con el Lec-c-xotanil! —don Zaringo se puso rojo de indignación. La sola referencia a aquellas pastillas bastaba para hacerlo tartamudear—. ¡Qué Lexotanil ni-ni-ni qué ocho cuartos! ¡D-d-dáselos al g-g-guanaco! ¡Da-da-dáselos a él, los Lexo-t-taniles!

Como suele decirse en los cuentos, «una persona observadora hubiera podido notar el extraño efecto que causaron estas palabras en la señora de Zaringo»: en lugar de aumentar su nerviosismo, una rara sonrisa —prontamente disimulada— atravesó su rostro. Había comprendido que su esposo sufría otra crisis («¡Al fin!»), que tal vez fuera la definitiva («¡Dios así lo quiera!»). ¡Tanta pintura moderna, tanto librito con pajaritos le había trastornado la cabeza! ¡Era su oportunidad de sacárselo de encima! Recordó vagamente que nunca hay que discutir con un loco, tragó saliva y dijo:

—¿Te parece que al guanaco le harán bien los Lexotaniles?

—¡Qu-qu-qué sé yo! ¡Me-me-me-me importa un c-carajo! ¡Metételos en el c-culo, los Lexotaniles!

—Bueno, pero... ¡Mirá qué bárbaro está ese tiburón, ahí, en esa pintura! ¡Si parece de verdad! —cambió de tema la señora, señalando otro manchón de pintura, esta vez de muchos colores, siempre obra del mismo Espósito.

La gente había empezado a agolparse alrededor de la pareja, murmurando cosas como «¡Está mal de la cabeza, el gordo!». Y apoyando la idea de que en realidad nadie soporta la pintura moderna, sólo un calvo mascachicles de anteojos-culo-de-botella siguió mirando los cuadros, mientras chistaba a los ruidosos, sin dignarse ni a mirar qué estaba pasando.

Se trataba nada menos que del conocido crítico de arte Hortensio Núñez, más conocido como Hortense de Duballet. (Como luego se descubriría, este hombre tenía una cuenta pendiente de hacía años con el pintor Juan Espósito, y estaba como en éxtasis preparándole un terrible comentario que lo destruyera para siempre. «Que librara de una vez por todas al mundo del Arte de su sarnosa presencia.»)

—¿Qué? ¿Dónde ves un tiburón? —gritó el doctor, que sudaba como un basquetbolista. Había logrado controlar su tartamudeo, pero, no se sabe bien por qué, había empezado a cecear—. ¡Zi ahí ze ve bien claro eze coche Mazda zero kilómetro! ¡Debe zer un zorteo! ¡Por acá deben eztar las bazes!

—Sí, buscá, buscá bien —contemporizó Marta López de Zaringo.

¡El asunto marchaba! ¡No sólo tenía pajaritos en la cabeza, y monos en la cara, y hasta guanacos pastando y escupiendo entre un pensamiento y otro! ¡No era una simple crisis zoológica! ¡Ahora también veía coches y concursos! Y doña Marta ya se permitía soñar con el divorcio y con su rápida boda con Hectorcito Estévez.

—¡Uy, qué buena que está esa mina! —aulló el doctor que, en efecto, estaba loco hasta la médula. Empezó a zamarrear un cuadro en acrílico, gritando—: ¡Qué tetas! ¡Hey, preciosa! ¡No tengas miedo, que no voy a hacerte nada malo! ¡Vamos, vení conmigo!

Atraído por el bullicio, un vigilante canoso con lentes oscuros se había acercado a ver qué pasaba. Estaba muy enojado por haberse visto distraído de su enrevesado aburrimiento. Y al ver a aquel gordo gigantesco sacudiendo uno de los cuadros premiados y gritando obscenidades casi se muere de un síncope. Se le fue encima, chillando:

—¡Suelte eso, señor! ¡Suéltelo! ¿Dónde se cree que está?

—¡Yo la vi primero, hijo de puta! ¡Salí de acá! —gritó don Zaringo, dándole tal sopapo al guardia que lo hizo volar hasta el otro lado de la sala, justo encima del señor Hortensio Núñez de Duballet. Este rodó a su vez por el piso, sin dejar de chistar como una lechuza en celo. Cayó sobre una escultura de metal y se abrió la cabeza.

—¡Ah! ¡Estoy muerto! ¡Sangre! ¡Tengo sangre! ¡Policía! ¡Basuras, no van a hacer que me calle! ¡Voy a revelarle al mundo que Juan Espósito es un imitador y un farsante! ¡Llamen a los bomberos! ¡Me estoy muriendo!

Las damas presentes comenzaron también a gritar. La confusión era tremenda. Y la señora de Zaringo estaba aterrada: el horror que le causaba apartarse de las convenciones sociales la hizo olvidarse por completo de su plan. ¡Aquello ya pasaba del más oscuro de los castaños! La escandalizaba ver a su marido tratando de propasarse con otra mujer justo delante de ella, aunque la mujer en cuestión no fuese más que un trozo de tela enmarcado en roble, cuyo dibujo representaba torpemente dos triángulos grises (completamente pornográficos, eso sí).

Se arrojó sobre su marido, que estaba acariciando el cuadro, mientras en un susurro le decía cosas como: «No tengas miedo, mi amor... El hombre malo ya se fue... Yo te cuido... Ay, sí... así, mi amor... así...»

—¡Soltá esa obscenidad, Jorge! ¡Basta! ¿No te da vergüenza, delante de todo el mundo?

—¡Mierda! ¡Mi esposa! ¡Puedo explicártelo todo, Marta! Yo y Lulú estábamos charlando de... de un conocido en común. Figurate que ella lo conoce a Guillermo Castillo. Y yo le estaba mostrando cómo se suele comportar Guillermito en las reuniones sociales...

—¡Ma’ qué Guillermo ni qué ocho cuartos, cerdo del culo! ¡Soltá eso! ¡Soltá!

Se puso a tironear del cuadro con su esposo. El guardia, repuesto del lanzamiento del que había sido objeto, se puso a soplar enloquecidamente su silbato. La gente escapó corriendo por los corredores, y algunos vivos aprovecharon la circunstancia para robarse un par de cuadros. El otro guardia, un grandote que se tomaba por Cary Grant, se plantó en la mitad del pasillo, hamacándose el pelo, y ordenó:

—Calma, señores, calma...

Pero se lo llevaron por delante. Las mujeres de la entrada se refugiaron en el cuartito de limpieza y desde ahí llamaron a la policía. Mientras tanto, el afamado crítico Hortensio Duballet, tirado en el suelo, se tomaba la cabeza y chillaba:

—¡Ay! ¡Me muero, me muero! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Soy el periodista Hortense de Duballet! ¡Voy a hundirlos a todos! ¡Llamen al diario! ¡Soy Hortense de Duballet! ¿Me escuchan?

Aquí termina mi relato. En cuanto a lo que siguió, sólo tengo versiones contradictorias ya que, siempre firme junto a las mayorías, yo también me di a la fuga (aunque mienten los que afirman que aproveché para llevarme un soberbio y carísimo Quinquela Martín). Una versión de buena fuente sostiene que al final fue a la señora de Zaringo a la que encerraron en una clínica psiquiátrica, y no a su marido. La habrían hallado golpeando salvajemente una pintura —valuada en cinco mil dólares— del artista Juan Espósito, gritándole «¡Puta! ¡Puta de mierda!», mientras su más-que-paciente marido le decía, tratando de tranquilizarla: «Calmate, Martita. Puedo explicártelo todo...» Al parecer, se trataría de un drama pasional en el que existiría una tercera, cuyo nombre no fue suministrado pero que, se dice, respondería al apodo de «Lulú».

Pero nada de esto es seguro. Agreguemos sin embargo un último rumor, aunque esta vez sólo para desacreditarlo públicamente de una vez por todas. Es completamente falso lo que se anda diciendo por ahí, que se está ocultando parte de la verdad de este episodio porque habría importantes políticos y empresarios involucrados que, siempre al decir de estos calumniadores, se dedicarían a contrabandear LSD en cuadros de artistas plásticos argentinos residentes en el exterior. Repito: esto no sólo es improcedente, sino que es, a la vez, falso, falso y requetecontracontrafalso.

* * *


© 2005, Pablo Krantz
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Para citar este documento:
Krantz, Pablo: «Las desventuras del doctor Zaringo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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